El aprecio culinario por la ostra tiene solera prehistórica; y de ello hay constancia por los frecuentes “concheros” que las excavaciones han aflorado. Sin embargo, qué curioso, no hay restos de ellas en la civilización egipcia, tan refinada y avanzada en sus gustos en otros aspectos; y tampoco en la Biblia hay mención alguna, aunque ello se explica por la taxativa prohibición que el judaísmo hace de todo alimento marino que no tenga escamas. Ya los griegos, sí, gustaron mucho de su aprecio, y sus continuadores romanos llevaron la devoción por la ostra a niveles de locura.
De inmediato referiremos, con varios ejemplos, a qué punto de “locura” llegaban aquellos clásicos. Antes, por mejor comprender la magnitud de tales legendarias ingestas, digamos que la ostra de entonces, ni mucho menos alcanzaba el porte de la que hoy nos es conocida. La ciencia de su cultivo, la ostricultura, ha provocado en el molusco, con el paso de los años y los siglos, notabilísimas mudanzas. Probablemente se han operado cambios grandes en los matices de su sabor (creemos que más “fino” el de hoy, al menos para su ingesta en crudo); pero sin duda enormes en lo que hace al tamaño de las piezas. Las ostras de griegos y romanos eran muchísimo más pequeñas, de tamaño, que las actuales. Con todo, los testimonios de aquel tiempo que hablan de ingestas memorables nos resultan poco menos que increíbles: del gran Trajano se cuenta que las consumía por cientos, y que iba sorbiendo de ellas, así como con desdén, al tiempo que atendía otros asuntos. Pero el record le corresponde a otro emperador, Vitelio, del que se dice que en una ocasión llegó a dar cuenta, en un solo almuerzo, de nada menos que 1.200 piezas.
Bodegón de Luis Meléndez (1716-1780) |
La devoción de los romanos por la ostra, como quedó dicho, fue herencia adquirida de los griegos. A tal punto les era cotidiana a éstos la costumbre de comerlas, que, según la leyenda, usaban de las nacaradas conchas de la ostra para sus votaciones, escribiendo con un estilete en ellas el nombre o la sentencia que les era requerida en consulta. De ahí viene, por cierto, el significado de alejamiento, y consecuente olvido, del término “ostracismo”, que tiene su origen en la costumbre ateniense de votar (anotando el correspondiente nombre en la concha) la expulsión, o el destierro, de un cargo público que hubiera incurrido en falta grave.
Otra nota distintiva de aquellos tiempos clásicos es que, a diferencia de hoy, el consumo preferente de las ostras era entonces cocinadas, ya fuera someramente, previo paso por salmuera o escabeche, fritas y aderezadas con hierbas aromáticas, o acompañadas con el famoso “garum”. No fue hasta el siglo XVIII cuando se produjo la explosión de moda de consumirlas crudas. Previamente, -otro dato bien curioso- en todo el recorrido de la Edad Media, el gusto y el consumo de la ostra llegó prácticamente a desaparecer. Bien se dijera, sin que sepamos la razón que lo explique, que los recetarios medievales condenaron al nacarado molusco al “ostracismo”.
El XVIII, sin embargo, el “Siglo de las Luces” acaso también por eso, redescubrió la plenitud de sabor de la ostra natural, cruda y viva. Los fritos, los escabeches, los guisados y los rellenos se vieron arrumbados, de pronto, por la devota exaltación de las ostras recién abiertas, sorbidas directamente desde su concha sin otro trámite previo que, acaso, una puntual gota de limón que las enerve y retuerza, confirmando así su fragante vitalidad. Y el lugar que lidera tal mudanza es, cómo no, Francia. Son los tiempos de otros muy memorables tragones, como el vizconde de Mirabeau, a pesar de ello destacado líder revolucionario de primera hora, quien presumía de ser capaz de dar cuenta de no menos de 30 docenas como aperitivo antes de la comida. O el Ilustrado Voltaire, de quien dicen que no vacilaba en tomarse, también como aperitivo, una “gruesa” del preciado manjar. Aclaremos que, al decir una “gruesa”, hablamos de 144 piezas. Ciertamente, parecen muchas para antesala de un almuerzo. En esto estamos con el maestro gastrónomo Grimod de la Reynière, quien afirmaba, modestamente y con más prudencia, que “la ostra pierde sus virtudes aperitivas después de la sexta docena”. En todo caso, quién puede establecer, con ponderada equidad, la medida de la justa ingesta cuando de ostras se trata. No contemos, si ustedes quieren, el número de las piezas a concurso, que hasta grosero parece. No. Quedémonos, mejor, con la sabia clarividencia de mis paisanos, en la medida que apuntaba aquel popular dicho: “si me das ostras, non me des poucas”. Que así sea. Buen provecho.
Y de postre, ...una receta:
Ostras escabechadas (Rte. Solla - Poio/Pontevedra) |
Ingredientes (para 6 personas): 36 ostras; 1/2 l. de aceite de oliva virgen; 2 dl. de vinagre de Jerez; 2 dientes de ajo; 2 hojas de laurel; 1 cebolla; 1 zanahoria; sal; agua.
Preparación: En una cazuela, se pone el aceite. Cuando está semicaliente, se añaden los ajos, la zanahoria cortada en juliana, la cebolla, muy picada, y el laurel. Una vez pochado todo, se agrega el vinagre, y se le da un pequeño hervor. Mientras tanto, se abren las ostras, se limpian bien y se reservan las conchas. Se procede a cocer los bichos muy someramente, y, finalmente, se colocan en un recipiente para que maceren en él, junto con el escabeche, durante 24 horas.
...y un vino:
Valdamor. Bod. Valdamor (D.O. Rías Baixas)
En el pontevedrés Valle del Salnés, que tiene a Cambados por capital natural, nace y crece este vino extraordinario. Los aires atlánticos y las difusas neblinas del río Umia, en cuyas márgenes se asientan los viñedos de esta bodega familiar, dan carácter de fragancia y frescor a este monovarietal albariño, cuya fuerza y nobleza raíz proviene, en buena medida, de una plantación con solera de años, centenaria incluso en algunas parcelas. En los años 90, la familia Domínguez, bien acreditada como restauradores de primera línea en Madrid, fijó atención de vuelta al terruño con este proyecto, en la convicción de que, implicando en él lo más moderno del utlillaje enológico, las nobles viñas sabrían corresponder dando de si lo mejor de su enorme potencialidad. El resultado, a la vista está, o, mejor aún, al paladar: un vino que, al abrirlo, despliega una amplia gama de aromas a fruta madura, con toques cítricos y notas florales. Ya en boca, estas refrescantes sensaciones se ven reafirmadas con una más que notable plenitud de sabor, redondez en el trago y muy buena persistencia.
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