muy bien organizado, y con una red comercial modélica, de distribuidores y viajantes por toda España. La contabilidad, que es harto importante, está muy clara, y también todas las cuentas, eso se lo garantizo yo. Y tiene, además, un inmovilizado importante, ya lo creo que sí. Un patrimonio, ¿comprende usted?, de un valor indiscutible, al margen de lo que pueda suponer el negocio en sí mismo, porque el edificio es en propiedad, y está completamente libre de cargas.
-- Visto así, tal como usted lo cuenta -replicó Matías-, la pregunta es: ¿Por qué lo venden?
-- Claro. Claro. Tiene usted mucha razón. Bueno, es muy sencillo. Yo se lo explico. Se trata de un negocio familiar, que crearon dos hermanos hace casi treinta años, Los hermanos Rico: Bonifacio, que es con el que vamos a hablar ahora, y Ernesto, que falleció hace unos meses. Esa es la razón de la venta. Bonifacio quiere dejarlo. Retirarse. ¿Comprende?. Pero no hay problema, porque, según me ha contado, tiene un encargado de taller perfectamente capacitado, y la plantilla de empleados, bueno, son casi todas empleadas, también está muy pendiente de lo que pueda suceder, y eso significa que quien se haga cargo encontrará en ellos la mejor disposición, porque saben que el negocio va bien y es rentable, y que, en definitiva, es lo que les da de comer. O sea, que ellos son los más interesados en garantizar la continuidad y el futuro de la empresa. Bonifacio, además, me ha comentado que, en el caso de que la venta se haga a alguien que desconozca el negocio, como sería su caso, él está dispuesto a quedarse, si el comprador lo quiere, durante una temporada, lo que haga falta, hasta que el nuevo dueño se familiarice con la gestión ... Ya ve, como le dije, la ocasión es estupenda, e inmediatamente he pensado en usted como la persona ideal para hacerse cargo de un negocio como éste, próspero, saneado y en pleno funcionamiento.
-- Ya, ya. Lo pone usted muy fácil... Sólo que, de verdad, no me hago a la idea de verme como corbatero...
-- Pero, qué corbatero ni que gaitas, don Matías. ¡Por Dios!. Lo que tiene usted que verse es como empresario. Esa es la cuestión...¡Corbatero!... Eso sí, le advierto, por si luego lo ve y se lo piensa, que don Bonifacio pone como condición indispensable para la venta que se cambie el nombre. Sí, porque, claro, es lógico, ahora la marca es “Ricco Hermanos”, así, italianizando el apellido con una ce más; y cuando cambie de manos, pues, ciertamente, ni lo uno ni lo otro. Además, dice el hombre que así se lo prometió a su hermano antes de morir; y de ahí no se apea... Pero, no se preocupe, porque lo de “Ricco Hermanos” para una marca de corbatas es un horror, y ya me he permitido pensar en un nuevo nombre, si usted se llega a hacer cargo... Y hasta eso nos viene bien, porque en muchas ocasiones, y dados los tiempos que corren más, es muy conveniente renovar las marcas. Eso bien lo sabe usted: Salir con algo nuevo; modernizarlas y ponerlas al día... Váyalo pensando: se lo adelanto, “MCM -¡sus iniciales, don Matías!- Cravats International”, así, en inglés, que como usted bien sabe, los británicos son los verdaderos árbitros de la moda masculina.
-- Sí. Ya... –aquí Matías no quiso perder oportunidad de sentar prueba de acendrado gusto y cosmopolitismo- Pero precisamente en corbatas, mi querido amigo, los italianos pesan mucho. ¿No me lo negará usted?...Y lo de Ricco... Hombre, suena muy bien.
-- ...Depende, don Matías. Depende. No le digo que no. Pero las cosas de la moda, ya ve, cambian de un año para otro... Además, con lo de “Hermanos” al lado, oiga, pues ya no es lo mismo... Se descubre el pastel ¿No le parece?
-- Ya. Eso sí... ¿Y cuánto pide por el negocio?
-- Dice que veinte millones ...Pero estoy seguro de que algo se puede negociar, y sacarlo por menos. Espere a verlo...
La vehemente verborrea de Rufino, quien, a qué aclararlo, se llevaba un pico de comisión en la venta, hubiera sido innecesaria, porque la clave que al fin decidió a Matías a la compra no fueron ni sus prolijas explicaciones ni el saludable balance contable del negocio que se le mostró, ni las buenas perspectivas empresariales que éste ofrecía, que todo ello era cierto, realmente. La clave principal, tan íntima e inconfesable en la decisión de Matías, no fue otra que aquel goloso panorama que se ofreció a sus ojos en la visita: el de tantas mujeres ocupadas en el taller, con sus miradas de abierta simpatía y esperanza al pasar entre ellas, y la lubrificante ensoñación de verse dueño y señor de aquel harén, amo de los destinos de aquellas ninfas, repartidor de favores y receptor de prebendas. El sueño en su mano de ser servido con tanta abundancia como lo fuera Ulises en la dulce prisión de la isla Ogigia por los encantos de la divina Calipso. La evocación del antiguo derecho de pernada, que los Muerdecojón habían ejercido por tantas generaciones, no dejó de rondarle en su calenturienta cabeza hasta que, al fin, como impelido por sus ancestros, se avino a plasmar su firma en los documentos que sancionaban la transacción definitiva.
***
Si alguien dudara o dudase de que una fortuna considerable pueda ser dilapidada por una sola persona en menos de cinco años, preste atención y consulte los anales de la azarosa etapa madrileña de don Matías Cuernavaca y Muerdecojón, que aquí se cuentan. Fue un fenómeno. Tal vez un récord. Un desastre de mala cabeza, desidia y vicio, mucho vicio. Y peor aún, porque la hecatombe no acaeció en cinco, sino en cuatro, ya que en el primer año, “MCM Cravats International” dio beneficios.
Las cosas empezaron a torcerse a partir de la marcha definitiva de don Bonifacio. Hasta entonces, Matías cumplió, al menos en la apariencia. Acudía puntualmente y manifestaba un claro interés por los detalles del negocio y los diferentes procesos que en él se seguían; eso sí, con una muy particular atención al quehacer diario del taller, y bastante menos al crucial trajín de la oficina.
Las dos patronistas, una de ellas casada, tres planchadoras, y una cortadora-maquinista, Raquel, sobrina por demás de don Bonifacio, pasaron por la urgente entrepierna de Matías, en el hotel, antes del definitivo traslado de éste a su piso sobre el corral, que pudo ocupar al fin, tras las obras, siete semanas después de concretada notarialmente la compra.
La desaforada pulsión sexual de Matías en los primeros seis meses, los que permaneció junto a él don Bonifacio, pronto se demostraron un tibio ensayo de la febril marabunta que vino a dominarle luego. Como afectado por el mal de la más irreflexiva locura, voluntariamente preso en una espiral de demente progresión, pasaba, de un día al siguiente, del chantaje a la elegida de turno entre sus mujeres empleadas, al capricho a cualquier precio por coristas, meretrices y hasta alguna que otra estrella refulgente de la cartelera del momento. Ningún escote deseable, por alto que pareciera, resultaba infranqueable a la cartera de Matías. En poco tiempo su imagen, aquel bastón y la perilla ya eran, más que célebres, imprescindibles, en las noches madrileñas. Su flamante Mercedes color canela aparcado a la puerta de cualquier local, cabaret, sala de fiestas o similar, llegó a servir por aquellos días de referente garante de sarao y, animación sin límite en la ciudad. Consiguió, por supuesto, una corte de amigos entusiastas, ávidos todos de escucharle cada noche el mismo catálogo de aventuras rusas, y siempre, claro está, con el añadido a su costa de las más nobles burbujas francesas y el granular complemento iraní que el buen gusto exige. Con frecuencia amanecía acodado sobre el tapete verde de alguna trastienda secreta y exclusiva, renegando ingenuamente de una suerte tan esquiva como incomprensible a sus ojos abotargados: media noche ganando, ¡hay que ver!, para al final, en la última hora, indefectiblemente el desastre más absoluto, sobrevenido en cuatro manos, no más; eso sí, todas ellas infames, que le obligaban a rubricar la aurora con talones de vértigo.
Con tanto ajetreo social y golfo, fácil es colegir que la atención del ojo del amo dejó de posarse con la necesaria asiduidad en el día a día del negocio, que prácticamente Matías dejó en manos del encargado Larrea, Perico Larrea, un hombre, digamos que sí, eficiente y de apariencia confianzuda, pero ni tonto ni lerdo, y dotado por la naturaleza con la misma ambición que el común de los mortales. Y así ocurrió que aquel Perico, tentado por la escandalosa desidia de Matías, mudó al poco su dócil plumaje, fiel y cantarín, por el más adusto y rapiñoso del buitre colorado. Enseguida entendió que el negocio, en las nuevas manos, era de quiebra anunciada, y se dio buena prisa, con la necesaria discreción, en aplicarse a apuntalar su propio futuro. Para cuando Matías quiso darse cuenta, al final del quinto año, el “pájaro” ya tenía a punto y dispuesto nido propio. Se lo hizo saber, eso sí, sin tapujos ni engaños, con la más rotunda claridad. Incluso con un cierto ánimo de no llevar el perjuicio más allá de lo que fuera necesario, en un inútil y hasta generoso intento por evitar la debacle que estaba seguro se iba a producir a su marcha:
-- Don Matías -le dijo una mañana, con la gorra asida y estrujada entre sus manos sudorosas, forzando un gesto de premeditada humildad-, ...quiero anunciarle un asunto que me parece grave para usted y para el negocio. Hace días, y hasta semanas que quiero decírselo, pero, ya ve, la verdad es que usted no para mucho por aquí...
-- He viajado, Perico, ya sabes: ... negocios y compromisos. ¿De qué se trata, cuéntame?
-- Pues se trata de que me voy, don Matías. Y de que conmigo se viene la mitad del personal... Que hemos montado una fábrica en Fuencarral, y que empezamos a servir dentro de quince días...
-- ¡Que hemos, qué! -a Matías, con la sorpresa, pareció venírsele en un momento toda la sangre a los ojos- ¡Dirás que has, ladrón! ... ¡Que has montado una fábrica con mi dinero! ... ¡Será hijo puta el cínico este! ... ¡Que me has engañado y robado, mal bicho!
-- ¡Alto ahí! ... ¡Quieto! -el perico se engalló- Ni se dispare ni insulte. Usted mismo se ha engañado y robado durante estos cuatro años, no se equivoque... El negocio está arruinado totalmente, y usted lo sabe bien. Los proveedores apenas nos sirven ya, porque no cobran en los plazos acordados. Y la red de comerciales, ¡lo mejor de esta casa desde hace tantos años!, está también, por su dejadez, al borde de irse a garete. ¡Usted se la ha cargado! ... Esto es una mierda, comprende usted, ¡un desastre absoluto!. Y si creyó que durante mucho tiempo la gente iba a trabajar, viendo su propio futuro arruinado, para pagar sus vicios y sus caprichos, se equivocó de punta a cabo... Aunque no lo crea, le estoy diciendo esto por hacerle un último favor. Aunque no sé si tendrá cordura para entenderlo: Abandone este barco mientras pueda salvar algo; ese es mi consejo. El negocio y el trabajo no son para usted, don Matías. Hágame caso, si quiere salvar algo de su patrimonio: venda el edificio y la maquinaria, si no está hipotecada, y dedíquese a otra cosa. También le anuncio que los comerciales se vienen conmigo; de hecho ya están trabajando en los nuevos pedidos. En fin, así son las cosas... Lo siento, pero usted se lo ha buscado... Sea por una vez inteligente y cabal, y no eche en saco roto la recomendación que le hago, que ya le digo que es mí último favor.
Pero Matías no estaba, ni mucho menos, para atender ni entender favores provenientes de un tipejo tan mezquino y tan felón. Las palabras de aquel “perico” acrestado le sonaban a alta traición y a la más arrogante e intolerable de las chulerías. ¡Un mierdoso piernas de medio pelo!, pensaba para sí, embotado y creciendo en su ira, al escucharle perdonándole la vida a él. Vamos. A él, ¡un Cuernavaca y Muerdecojón de los pies a la cabeza!.
Ciego de cólera, Matías echó mano al armado sobaquillo y dio en dispararse, ¡vaya que sí!, en el más estricto sentido de la palabra, una sucesión, por fortuna atolondrada, de los siete tiros de la pequeña Lüger automática del nueve corto pusieron en fuga a Perico y a todo el personal tras de él, despavorido. El pájaro traidor no se fue de rosas, perdió en la huida parte de la oreja izquierda, en un milagroso raspón que, de atrás a delante, dejó para los restos en su mejilla la marca de un indeleble surco chamuscado. Nunca más aquel Perico pudo volver a lucir patillas. Peor lo tuvo Angelita: Atropellada en la convulsión del desalojo, recibió la pobre, en la melé de la puerta, un impacto, por suerte ya muy debilitado, en el punto exacto de la rabadilla.
El incidente trajo como consecuencia una primera estancia en la cárcel de Matías, que se prolongó por nueve meses. Los nueve de su puntilla económica, pues lejos de aceptar en la reflexión posterior más sosegada el consejo, al fin prudente, de Perico de abandonar la nave y salvar los restos, Matías optó por la contra: confió en su ausencia el negocio a un pájaro de cuenta de mucha peor ralea que el felón Perico, un tal Ricardo Cajete Buendía, “Richard” por mal nombre, el más asiduo amigote de Matías en las razzias nocturnas madrileñas.
Toda una pieza el tal Cajete, a pesar de su fantasiosa locuacidad e ínfulas de negociante versado. De llevar la cuenta de su abultado curriculum, sólo por lo referido por él mismo al vuelo aquí y allá en diferentes ocasiones, había sido empresario teatral en Barcelona, promotor inmobiliario en Sevilla, consignatario de buques en Bilbao y, ya en Madrid, desde importador de traviesas ferroviarias, en los años cuarenta, hasta asesor de liquidaciones agrarias del Banco Zaragozano, a finales de los cincuenta. La última de sus ocupaciones conocidas, la que hubo de dejar “con gran sacrificio, en aras de la amistad, por atender la urgencia de Matías” le situaba como promotor de espectáculos pugilísticos en el Campo del Gas y representante para España de un escogido ramillete de artistas de circo de fama internacional, además de intermediario publicitario ocasional en diferentes emisoras de radio de la capital.
“Richard” acabó de arruinar, definitiva e irremediablemente, el negocio. Contrató nuevo personal; viajó a lo grande de una a otra punta con la intención de crear una nueva red comercial; importó telas; ensayó diseños disparatados; tiró los precios en busca de una mejor competencia... Al regreso de Matías, las notas contables situaron el desastre en su precisión más descarnada: “MCM Cravats International’’ estaba en quiebra total y absoluta. Y más que éso, el patrimonio de “reserva” de Matías, aquel que iba a garantizarle la renta vitalicia, luego de exprimido por la golfería, las urgentes inyecciones al negocio y las minutas de abogados e indemnizaciones correspondientes a cuenta de las ínfulas balísticas del calavera, se ofrecía más exiguo que el cesto de un pescador en día de galerna.
La desesperada situación demandaba una solución urgente, radical y casi milagrosa. Y Matías urdió un plan, concebido en su desquiciado magín como la solución imposible a su ruina inevitable.
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