viernes, 22 de abril de 2011

Coquinaria romana


      Es el de hoy un día en el que, en multitud de lugares de nuestro país (si la lluvia no lo impide), desfilarán por las calles, acompañando a las procesiones o a las representaciones de la Pasión, una auténtica legión de soldados y centuriones romanos. Es éste un icono típico de nuestra Semana Santa, al que también se suman –seguro que no faltará este año- alguna televisión que programe cualquiera de las muchas películas que recrean el sagrado episodio, o algún pasaje o ambiente de la gesta imperial romana. Pensando en ello, en esa concurrencia tan típica y tópica, se me ha ocurrido a mí contarles hoy, “A mesa y mantel”, también “una de romanos”.
Procesión de Baena (Córdoba)
      No será necesario hacer salvedad de que aquellos excesos, realmente extraordinarios y aún hoy casi increíbles, con los que se regalaron a mesa y mantel los emperadores y los grandes patricios romanos, poco o nada tenían que ver con la dieta diaria, siempre escuálida y monótona, del pueblo llano, y aún peor de los infinitos siervos. Pero es verdad, y está documentado -y de ello nos llegaron crónicas abundantes y muy precisas, que la casta dirigente del Imperio, en especial en esos siglos I y II de nuestra Era- constituyó una alocada rivalidad en los excesos pantagruélicos, a cuál más sibarita y desmedido.
      Plinio nos cuenta, por ejemplo, la costumbre entre los más ricos de exhibir las más suntuosas vajillas que puedan imaginarse, de plata maciza, cuyas piezas se llevaban, como regalo del anfitrión, al acabar, los afortunados comensales que habían sido partícipes invitados del banquete.
Banquete de Heliogábalo
     Las decoraciones florales del salón-comedor eran también una locura de derroche y extravagancia. El emperador Heliogábalo, que reinó en el arranque de la tercera centuria, gustaba tanto de esa moda que, en una ocasión, se pasó y enterró literalmente a sus huéspedes con una lluvia de pétalos de rosa. Según se cuenta, fueron varios los que murieron bajo aquella tempestad.
     El banquete más suntuoso –y desde luego, sin duda alguna, el mayor de que se tiene noticia en toda la historia del mundo, fue el que dio Julio César a su regreso victorioso de Oriente: en varias jornadas fueron invitadas 260.000 personas, distribuidas en cada tanda en más de 20.000 mesas.
Fotograma de Quo Vadis
      ¿Y qué se comía en ocasiones así, tan especiales? Pues, de todo. Imagínense. A título de ejemplo, les contaré que el que ofreció el riquísimo Léntulo, con ocasión de celebrar su nombramiento como flaminio de Marte, consistió –resumiendo mucho- en lo siguiente: de primero, entremeses, crustáceos, erizos de mar y ostras crudas; después, largos espetones de tordos, liebres y terneras lechales; luego, gallinas sobre un lecho de espárragos; siguieron con almejas, y ostras cocidas, filetes de corzo y de jabalí; pasteles de otras aves y, finalmente, otra vez crustáceos. Para el trasiego de la bodega, la reserva especial de “mulso”, es decir, vino con miel, con el que solía abrirse cualquier menú.
Lúculo
      Celebérrima fue, en tiempos anteriores, de la República, la mesa sibarita de Lúculo, quien tenía la costumbre sagaz de distinguir a sus invitados por un código que transmitía como recado a sus cocineros, indicándoles en qué salón de su palacio debía servirse el ágape; con lo cual, sin más explicación, advertía el mensaje de qué entidad debía ser el banquete. Si, por ejemplo, indicaba que se preparase en el salón de Apolo, los cocineros y servidores ya sabían que ello quería decir que en el banquete no cabía invertir menos de 200.000 sestercios; una inversión que daba para entremeses con frutos de mar, pajaritos de nido con espárragos y pastel de ostras; lechones asados, pescados varios, patos, liebres, perdices de Frigia, morenas y esturiones de Rodas, y un remate de quesos y dulces a hartar, en la más diversa gama. En fin, que así se lo gastaban en la Roma clásica.
"De re coquinaria" (Edición
del siglo XVIII)
      Y cualquier cosa por debajo era desgracia y tragedia. Otro celebérrimo sibarita de entonces, contemporáneo de Lúculo, Marcos Apicio, después de una vida de prodigalidad legendaria en su mesa, y de dejarnos el único recetario completo que nos ha llegado de aquella época suntuosa, su “De re coquinaria”, cuando, al filo de los cuarenta años, constató y echó cuenta de que de su inmensa fortuna tan sólo le quedaban unos diez millones de sestercios, horrorizado ante el panorama que –a su juicio- le esperaba, de tener que “atarse el cinturón” y limitar sus derroches culinarios, decidió suicidarse. Además de su libro célebre, en las sentencias latinas quedó, para la posteridad, de él un dicho, una suerte de refrán que no quisiera yo les fuera de aplicación a ninguno de ustedes: “Gastó más que Apicio en festines”. Así que, ya lo saben: no hagan el “romano”. Moderación, prudencia, y, como siempre, buen provecho.





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