lunes, 18 de abril de 2011

Darwin y la aventura del "Beagle"


      La importancia de la aportación de este británico al mundo del conocimiento de nuestro propio ser, de nuestra condición humana, de nuestro ser y estar en el mundo como especie singular, fue de una trascendencia capital y determinante; equiparable, en su importancia, a cualesquiera de los más decisivos avances del conocimiento humano acaecidos a lo largo de toda la Historia.
      El hombre actual, como todas las demás especies vivas, es el resultado de un larguísimo y constante proceso de evolución y de adaptación al medio. En nuestro caso, como hoy sabemos, el mono se erige como pariente más próximo en ese proceso; pero enunciar esto a mediados del siglo XIX, en plena era victoriana y en frontal confrontación con el sacrosanto texto bíblico, supuso, como ahora vamos a recordar, un escándalo mayúsculo. Todo comenzó en 1831, cuando el joven Charles Darwin se embarcó en el “Beagle” para circunvalar el mundo en un largo viaje científico de cinco años de duración.
Darwin, retrato de juventud
      En aquel año, Charles Darwin era un joven de 23 años, vástago de una familia acomodada, recién graduado en Cambridge. Un joven de profundas convicciones religiosas, que no desdeñaba incluso optar por esa vía como futuro profesional. Una carta de insoslayable tentación vino a trastocar ese destino casi acordado a comienzos de aquel otoño. En ella, su viejo profesor John Henslow le trasladaba la oferta de unirse en calidad de zoólogo a la expedición que iba a llevar a cabo un bergantín de la armada real, el “Beagle”, de 242 toneladas. Un viaje científico de tres o más años de duración alrededor del mundo, con una doble misión: completar el levantamiento cartográfico de América del Sur, que el barco ya había iniciado en una misión el año anterior, y la comprobación de las longitudes de los meridianos por medio del cómputo cronológico completando la circunvalación del globo.
      La ilusión del joven Darwin tuvo que superar dos escollos importantes: el primero, la oposición del padre, que entendía aquel viaje tan largo descabellado, además de una grave rémora para la concreción de la vocación religiosa, que la familia prefería y daba ya por hecha. Superada esta dificultad por la favorable intercesión de un tío, quedaba la otra principal y no menos dificultosa: lograr el visto bueno del capitán Fitzroy, todo un personaje de muy aristocrática cuna, aunque tan sólo tres años mayor que él. Concurría, además, que ambos habría de compartir el mismo camarote, y Fitzroy no quería equivocarse en esa compañía para una singladura tan larga.
Robert Fitzroy
      En principio, nada hacía suponer que ambos congeniasen. Darwin pertenecía a una familia vinculada al partido liberal; y Fitzroy era un ferviente tory; un hombre de rigurosísima y protocolaria estampa, bien considerado en la Marina y con acrisolada fama de escrupuloso en el cumplimiento estricto del principio de autoridad, con dos libros de cabecera que le definían bien: la Biblia, y las ordenanzas de la Armada. Sin embargo, contra pronóstico, la entrevista entre ambos resultó exitosa. Al militar le gustó la actitud humilde del joven, que no dudaba en reconocer su inexperiencia y derrochaba ilusión por embarcarse en la aventura; pero más aún acabó de convencerle para dar el sí, la confesión que Darwin le hizo de su propósito de abrazar la carrera religiosa al término del periplo. Sin duda, Robert Fitzroy pensó que sería agradable compartir la cabina con un joven de vocación religiosa, que podía tener brillantes intervenciones en las lecturas bíblicas que se celebrarían a bordo.
      Una vez aceptado, Darwin aprovechó los días previos a la partida para proveerse del equipo necesario a su trabajo: recipientes de vidrio para conservar especímenes, alcohol, formol, utillaje taxidérmico, lupas, y cajas para embalar lo recolectado. Finalmente, luego de varios retrasos debidos a los trabajos de acondicionamiento del barco que se llevaban a cabo en el dique seco de Plymont, y de dos ensayos infructuosos de hacerse a la mar por el mal tiempo, el “Beagle” partió finalmente para su misión el 27 de diciembre de 1831
Singladura del "Beagle"
      Componían su tripulación 70 hombres, entre oficiales y marinería, médico, sanitario, carpintero, escribiente y dibujante. Y llevaban como pasajeros a cuatro personajes más: un misionero, Richard Matthews, y tres indígenas fueguinos, que el capitán Fitzroy había recogido en Tierra de Fuego tres años antes, como parte de un proyecto propio que ahora quería experimentar. Se trataba de dos varones y una muchacha de la tribu alacalufe, los cuales habían permanecido en Inglaterra durante tres años, a su costa, recibiendo instrucción británica. Hablaban ya de forma bastante correcta el inglés, profesaban la religión cristiana, y vestían atildadamente a la europea. Fitzroy cifraba en ellos sus máximas esperanzas de proselitismo bíblico, confiando en que al ser devueltos a su tierra constituirían, junto con el misionero, un grupo avanzado de la civilización en la inhóspita y salvaje Patagonia.
El "Beagle"
      Hasta que la singladura no alcanzó la altura del Ecuador, Darwin no fue persona, maltratado por un mareo pertinaz que le tuvo postrado hasta rebasadas las islas de Cabo Verde. Sus investigaciones en ese tiempo no pasaron de la recogida y anotación sistemática de los especímenes que iban cayendo en la tupida red que el barco arrastraba para ese propósito. A seiscientas millas de la costa brasileña, la primera escala de interés para nuestro científico fue la que hicieron en las Rocas de San Pablo, un amontonamiento de peñascos totalmente cubierto por aves marinas, donde Darwin pudo comprobar con asombro cómo los animales no habituados a la presencia del hombre permitían que éste se les acercara hasta poder tocarlos con la mano. La siguiente escala les llevó a San Salvador de Bahía, donde fondearon durante dos semanas, tiempo que permitió a Darwin un primer contacto con un mundo hasta entonces totalmente desconocido para él: la selva tropical.
insecto mimetizado
      Aquel universo lujuriante de vida en explosión situó al zoólogo ante un campo de investigación ilimitado. Bajo aquella frondosidad, el laberinto de hojas ocultaba millones de seres vivos, reptiles, insectos, mamíferos pequeños y grandes, y una infinidad de criaturas sorprendentes que ante los ojos asombrados del curioso investigador mostraban su fascinante adaptación mimética para defenderse de sus predadores pasando desapercibidos, unos adoptando la apariencia del follaje seco, otros tomando la forma de ramas retorcidas, todo en pro de un mimetismo fascinante que les garantizaba su existencia. Darwin observaba, anotaba y recogía. La lucha por la vida se presentaba allí ante sus ojos con todo su verismo.
maltrato a los esclavos
      La estancia en Brasil se prolongó luego en Río de Janeiro durante varios meses, en los que Darwin, el dibujante y un guardiamarina se instalaron en tierra en tanto el “Beagle” costeaba arriba y abajo en sus mediciones. Y allí fue, en un viaje al interior, donde Darwin recibió otra impresión trascendente, al entrar en contacto con el mundo de la esclavitud, que le dejó horrorizado, al ser testigo de los malos tratos que unos seres humanos infringían a otros semejantes, tan sólo diferenciados por el color de su piel. Esta observación vino a provocar el primer desencuentro serio de Darwin con su capitán, cuando regresó a bordo de "Beagle". A propósito de la esclavitud discutieron, y lo hicieron con dureza, al punto de que bien pudo acabar allí el viaje para el zoólogo. Al fin, superaron la tensión y prosiguió la expedición.
      La siguiente etapa fue Montevideo, y Buenos Aires, con nueva expedición a tierra por varias semanas de Darwin y sus ayudantes. Luego enfilaron al sur, hacia la Patagonia. En Bahía Blanca, Darwin se dedicó a recolectar y a estudiar los abundantísimos restos fósiles de una fauna remota que afloraban en la zona. Huesos petrificados de animales mucho más antiguos que el hombre sobre la faz de la Tierra.
      Poco a poco, el estudiante inseguro va aventurándose, por la constatación de su experiencia, en hipótesis cada vez más personales, y más ambiciosas y atrevidas. Y, aunque trata de recatarse ante el capitán, las discusiones y discrepancias vuelven a producirse: para Fitzroy no puede ponerse en duda que aquellos monstruos exterminados lo fueron por el Diluvio. Pero Darwin, a pesar de su profundo sentimiento religioso, es más ecléctico. El estudio de aquellos fósiles le convence de que muchos caracteres de aquellos animales extintos perduraban y perduran con fácil reconocimiento en otras especies vivas. Poco a poco se iba convenciendo de que, desde el origen de los tiempos, los seres han experimentado una evolución tendente a adaptarlos de modo cada vez más perfecto al medio en el que viven, y que aquellos que no lo lograron, se vieron abocados a su extinción, independientemente y al margen de la voluntad de Dios.
      Todas estas ideas, así sea entonces muy tímidamente esbozadas, iban a provocar un nuevo choque inevitable con Fitzroy, quien, en su puritanismo, se negaba de raíz a considerar la posibilidad de que, tras la creación, el mundo animal hubiera podido modificarse. Admitirlo equivalía para Fitzroy a poner en cuestión el capítulo primero del Génesis, en el que se especifica que Dios creó en el principio de los días cada una de las especies que pueblan la tierra y el mar.
El "Beagle" en Tierra de Fuego, varado para reparaciones
      En estas cuitas, cada vez más desagradables, y que invitaban al joven Darwin a la prudencia de un mutismo cada vez más notorio, el “Beagle” llegó a las heladas latitudes de Tierra de Fuego. Allí iba a poner en práctica el capitán Fitzroy su experimento con los tres fueguinos que llevaba a bordo desde hacía casi un año ya, y que se habían comportado a lo largo de todo el viaje como perfectos ciudadanos británicos. Fitzroy desembarcó al misionero y a los tres fueguinos, y con ellos el cargamento que había dispuesto para apoyar la experiencia: un nutrido surtido de bienes y objetos que deberían ser repartidos entre los salvajes indígenas para facilitar su conversión: orinales, teteras, bandejas, soperas, sábanas...
indios fueguinos
      El primer contacto con los fueguinos fue, no obstante, desalentador. Su aspecto era más parecido al de los animales salvajes, con sus rostros enmarcados en largas cabelleras negras y los rostros pintados con líneas rojas y negras. Todos ellos eran sorprendentes navegantes a bordo de sus canoas, y a pesar de su desnudez, soportaban hasta el frío de las heladas aguas. Aquel primitivismo planteó a Darwin, por primera vez, la cuestión del origen de la especie humana.
indios alacalufes
      El misionero y los tres fueguinos recriados en Inglaterra componían un grupo ridículo entre los aborígenes. Y la situación se hizo aún más embarazosa al constatar que los tres fueguinos ingleses habían olvidado totalmente su lengua natal, y se veían imposibilitados de entenderse con sus propios familiares. Desalentado, aunque obligado a proseguir la expedición, Fitzroy, al cabo de cinco días, no tuvo más remedio que abandonar al grupo misional a su suerte, dando orden de levar anclas.
      El “Beagle” tardaría más de un año en volver por aquellas latitudes. Sus trabajos cartográficos le llevaron a las islas Malvinas y a recorrer otras zonas del litoral argentino. Cuando al fin volvieron a anclar frente al lugar donde les habían dejado, el espectáculo que se le ofreció a Fitzroy fue totalmente desolador: las cabañas aparecían en estado ruinoso y no se percibían señales de vida en sus inmediaciones. Al poco, apareció el misionero, andrajoso y en tremendo estado de excitación. Había permanecido escondido durante todo aquel tiempo. Y les relató que, tras la partida del bergantín, los indígenas les habían robado, golpeado y hasta amenazado de muerte. Uno de los tres fueguinos recriados se había hecho el jefe y encabezaba el grupo de atacantes, hasta finalmente marchar para establecerse en otro lugar. Los otros dos seguían con él, aunque mantenían una postura huraña y no quisieron siquiera acercarse para saludar a sus antiguos amigos.
      Sumido en esta frustración, y reembarcado el misionero, el capitán Fitzroy puso proa al Cabo de Hornos para proseguir la singladura por el Pacífico, recorriendo, primero, la costa de Chile y, al cabo de cumplirse los cuatro años de singladura, enfilar al fin la meta de las islas Galápagos, única escala en la travesía hacia la Polinesia.
      Las Galápagos fue otro fascinante y decisivo descubrimiento para Darwin. Las peculiares circunstancias de aquel mundo insular alejado de toda influencia y poblado de especies únicas, como las gigantescas tortugas y los repulsivos reptiles marinos, darían al naturalista nuevas pruebas determinantes de la evolución cierta de las especies, en particular al constatar cómo determinados animales habían desarrollado características morfológicas diferentes en distintas islas.
Islas Galápagos
      Continuaron, luego de esta crucial escala, la travesía del Pacífico, que discurrió con buen viento y a buen ritmo. El “Beagle” se detuvo en Tahití, Nueva Zelanda, Tasmania, Australia, la isla de los Cocos e isla Mauricio. Finalmente, dobló el cabo de Buena Esperanza. Pero las mediciones del meridiano obligaron aún a seguir rumbo oeste, hasta recalar de nuevo e Bahía, en Brasil, para completar la circunvalación. Desde allí, sí, el buque puso decididamente rumbo norte, y el 2 de octubre de 1836 entraba en el puerto de Falmouth, en Inglaterra. Habían transcurrido cuatro años, nueve meses y cinco días desde la fecha de la partida.
Residencia de los Darwin, en Kent
      A principios de 1839, Charles Darwin contraía matrimonio con una prima suya, y trasladaba su residencia a la campiña de Kent, para proseguir la ordenación de sus trabajos y sus teorías. Escribió y publicó un “Diario del viaje de Beagle”, y también numerosos trabajos parciales sobre sus investigaciones, aunque siempre reservándose de dar el paso temerario de exponer la revolucionaria teoría a cuya conclusión ya había llegado. Sus convicciones religiosas, y la seguridad del escándalo que iba a suscitarse con toda seguridad, le refrenaron durante algunos años. Pero, al fin, en 1859, animado por otros científicos colegas con los que había debatido en privado y mantenido correspondencia, se decidió a sacar a la luz el edificio científico de su investigación. El libro en cuestión, titulado “El origen de las especies”, tuvo una acogida fulgurante, agotándose sus 1.250 ejemplares el primer día de su puesta a la venta.
Edición original de
"El Origen de las Especies"
      El escándalo se suscitó desde el primer momento; y no hizo más que incrementarse al tiempo que, por la demanda del público, se sucedían nuevas ediciones. La iglesia anglicana juzgó entonces que aquella difusión empezaba a ser alarmante, y que había que atajarla. Con esa pretensión, el obispo de Oxford tuvo entonces la idea de organizar una discusión pública acerca del contenido del libro. Y ésta tuvo lugar, en la universidad de Oxford, los días 28 y 29 de junio de 1860. Sin embargo, la quebrantada salud de Darwin le jugó una mala pasada y, hallándose enfermo, se vio impedido de asistir. Los eclesiásticos veían su meta de situarle en la picota al alcance de la mano. Sin embargo, Darwin iba a tener muy buenos valedores en aquel foro científico, al que sus promotores quisieron dar y procurar el mayor eco posible.
Darwin, retrato de madurez
      Las dos sesiones se decantaron muy favorablemente, en la conclusión de los debates, en favor de las tesis darwinianas, espléndidamente defendidas por varios colegas intervinientes. Visto el sesgo, tan contrario a los fines programados, el propio obispo anglicano se decidió a ocupar la tribuna para elaborar desde ella un discurso de nítida agresividad y pretendida descalificación personal contra Darwin, al que acusó con chanza de acertar tan sólo en su pretensión de vincularse con el mono; pero la respuesta espontánea de la sala fue un estallido de descalificación hacia el propio orador por parte de la audiencia estudiantil. La esposa del obispo se desmayó ante el bochorno, y el prelado parecía haber perdido la noción del lugar donde se hallaba. En esto, dominando el estruendo, brotó entre el público una voz claramente habituada a ser reverentemente oída; era la de Robert Fitzroy, el capitán del “Beagle”. Su uniforme de vicealmirante impresionó por un momento a la concurrencia. Pero sólo fue un momento, porque cuando su boca profirió un tremendo anatema contra Darwin, la tormenta humana volvió a encresparse con nuevos bríos y ahogó las frases contra el científico, quien claramente había triunfado, sin necesidad siquiera de estar presente.
Famosa caricatura de Darwin, en los días
de la polémica científica
      Aquel día de la célebre y escandalosa sesión de Oxford, a Charles Darwin le quedaban todavía 22 años de fructífera vida. Veintidós años de metódico e insistente trabajo en nuevas y trascendentes publicaciones. En su transcurso, llegaría a ver plenamente reconocido el mérito de sus investigaciones. No obstante, nunca consintió que aquel éxito quebrantara el sosegado placer de su vida retirada en su residencia de Kent, donde la muerte le sorprendió el 19 de abril de 1882. Diecisiete años antes tuvo conocimiento de la desgraciada suerte de Robert Fitzroy, quien, en 1865, se había suicidado cortándose la yugular.





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