Cualquier día (también hoy) de apariencia anodina y rutinaria, ocurren sucesos extraordinarios, llamados a tener trascendencia histórica relevante. Véase, si no, el caso: el sábado 15 de abril de 1452, en una pequeña pedanía, Anchiano, del municipio toscano de Vinci, a muy pocos kilómetros de la ciudad de Florencia, en la “tercera hora” (hacia las 22:30) de aquella noche, venía al mundo un niño al que el destino parecía haber reservado un futuro, cuando menos, comprometido e incierto, ya que se trataba del fruto de los amores ilegítimos de un hombre muy principal en la zona, notario y diplomático, vástago de una familia rica y noble, con una joven campesina, pobre y hasta de oscuras raíces, ya que algunos apuntan a que podría haber sido una esclava oriental.
Casa natal de Leonardo (reconstruida) |
Bien, pues aquel niño, como ya han advertido sin duda, que fue bautizado con el nombre de Leonardo, reconocido por su padre, quien se encargó de educarlo en su propio castillo, estaba destinado a ser uno de los más geniales creadores renacentistas, destacando sobremanera en la pintura, pero también en otras múltiples facetas, como la ingeniería militar, la astronomía, la hidráulica, y hasta la por entonces innata e impensable aeronáutica. Así ocurrió, y de ello no dejamos de admirarnos hoy, que muchos de sus estudios e inventos de todo orden se demostraron clarividentes precursores de avances tecnológicos que habrían de asombrar al mundo siglos más tarde.
Su diseño de un extractor de humos |
Sin embargo, y en lo que hoy y aquí más nos ocupa, hay una faceta de Leonardo muy poco conocida, cual la de su afición, y hasta dedicación, culinaria. También en eso fue innovador clarividente el italiano, y hasta cabría decir que, de tan avanzado, a él corresponde el título, en justicia, de primer precursor de la cocina que hoy conocemos como “minimalista” y hasta de la tan reconocida “nouvelle cuisine”.
Esta faceta culinaria tan avanzada y precursora del gran Leonardo da Vinci tiene, no obstante, una reserva importante que hemos de advertir, cual la de que su “descubrimiento” y afloración es sospechosamente reciente. Tanto, que nada se sabía de ello hasta 1980, cuando misteriosamente salió a la luz un manuscrito, presuntamente escrito de su puño y letra (cuyo original se guarda –también presuntamente, porque nadie lo vio, que yo sepa, hasta la fecha- en el museo Ermitage de San Petersburgo). La traducción de tal presunto manuscrito de Leonardo se hizo de dominio público en 1987, editado bajo el título de “Notas de cocina y del cuidado de la mesa de Leonardo da Vinci”.
Molinillo para pimienta (la invención se le atribuye a él) |
Pues bien, con todas estas reservas, que no son pocas, en las páginas de este delicioso libro descubrimos a un Da Vinci visionario e innovador en casi todas las artes de la cocina, desde la elaboración de recetas a la invención de mil artilugios culinarios, pasando por su propio modelo de usos y recomendaciones que deben seguirse para el buen yantar y el servicio correcto en la mesa.
Habrá que decir, en todo caso, que la gastronomía no le era ajena al florentino, ya que su padrastro tenía como oficio, justamente, el de pastelero. Y así se cuenta, y se sabe, no por el manuscrito de referencia sino por su estudiada biografía, que en sus años mozos el joven aprendiz de pintor, en el taller de Verrocchio, se ayudaba a sufragar los gastos de su estancia empleándose como camarero por las noches en la taberna conocida como “Los Tres Caracoles”, negocio que acabó por ser suyo, en sociedad con otro aprendiz de pintor, también llamado a la gloria, Sandro Bottichelli. Ambos le cambiaron el nombre al local, que pasó a ser “La huella de las tres ranas”, decorado en su interior con pinturas murales de ambos, y que acabó sus días comerciales, y los de la sociedad, tras un aparatoso incendio.
Otro diseño suyo: máquina picadora de ajos |
Pocos años más tarde, Leonardo vuelve a encontrarse entre fogones, ahora al servicio de Ludovico Sforza “El Moro”, en calidad no de pintor sino de consejero de fortificaciones y maestro de festejos y banquetes de la Corte milanesa. Su primer encargo fue, no obstante, un rotundo fracaso, a pesar de lo cual Ludovico no le despidió, y logró mantenerse algunos años más. El caso en cuestión es que le fue encomendada la organización de la boda de la sobrina de El Moro. Y Leonardo tuvo la ocurrencia de proponer un menú absolutamente insólito y extravagante para la época, integrado por un sinfín de pequeños bocados, al modo de nuestra cocina de hoy más rabiosamente actual. Algunas de las delicatesses minimalistas que proponía Da Vinci nos dan la medida de su premonitoria inspiración futurista: anchoas con brotes de col, puré de nabos con anguila, testículos de cordero con crema fría, pata de rana sobre hoja de diente de león, pezuña de oveja hervida y deshuesada... y así hasta dos centenares de pequeños bocados sibaritas.
Firma autógrafa |
Pero lo cierto es que el banquete nupcial en cuestión no llegó a materializarse como Leonardo sugería, porque El Moro rechazó de plano aquellas modernidades excéntricas y optó finalmente por la ortodoxia de la época, encargando a otro cocinero la elaboración de salchichas de sesos de cerdo de Bolonia, patas de cerdo rellenas, pasteles de Ferrara, terneras, capones y gansos asados; 60 pavos reales, cisnes y garzas reales, y 2.000 ostras de Venecia, para completar el pantagruélico ágape.
Sin duda decepcionado, allí en Milán, según parece, acabó la dedicación pública a la cosa culinaria de Leonardo, si bien su afición permaneció en él, en privado, el resto de sus días. Y es que su patrón, Ludovico Sforza, con su desplante, vino a cortar de raíz aquella carrera incipiente. Harto de tantas modernidades extravagantes como el genio le proponía, decidió prescindir de los servicios culinarios de Leonardo, enviándolo una temporada a Santa María delle Grazie, donde Da Vinci iba a pintar una de sus obras maestras, La Última Cena. Sin duda la mudanza fue a mejor, y para bien, aunque tuviéramos que esperar más de cuatro centurias hasta que los Bocuse, Adriá y demás, recogieran y revitalizaran aquel impulso genial premonitorio del italiano universal. Buen provecho.
Santa Cena |
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