Les contábamos, en una entrega anterior, de la castaña y de su larga historia culinaria, de cómo ejerció durante siglos como alimento básico del campesinado más pobre. Hoy les contaremos, como contraste, de la castaña en su más excelsa y sibarita expresión, como bocado predilecto de los más ricos, tras esa metamorfosis mágica que la convierte en marron glacé, que, aun cuando es bocado de inequívoca cuna francesa, tiene hoy en Galicia, y más concretamente en Ourense, dos referentes de primerísimo nivel mundial: Cuevas y Cia, que fue el primero en abrir el mercado, y José Posada, que forjó el invento en la que hoy es su competencia, para independizarse después y crear su propia empresa, y que es el que a mí más me gusta, así sea sólo por ser Pepe, su genial mentor, buen amigo, de los de larga andadura, de quien esto suscribe. Aunque, digamos al hilo, para ser ciertos, que las dos empresas ourensanas facturan su producto al más alto nivel de excelencia, como bien demuestran sus respectivos mercados, extendidos por todo el mundo, como decía el poema ...“del uno al otro confín”.
¿Y qué es el marron glacé?... Pues, resumiendo en plan definición, una castaña confitada. Lo cual significa que, en estricto sentido, no puede hablarse de un “invento” francés, aunque sí, qué duda cabe, el nombre que ha prosperado, y el prestigio sibarita que luego cosechó, tienen claras raíces galas.
Y es que en la Grecia clásica ya encontramos claros antecedentes de frutas confitadas, que entonces lo eran con miel y, preferentemente, higos. Los romanos heredaron y continuaron la costumbre; y los fogones eclesiales del medievo mantuvieron también el uso y la afición. Pero el salto definitivo que hizo pasar de confitar frutas, en general, a centrarse con preferencia exclusiva en la castaña, no se produce hasta el siglo XVIII, en el ambiente rococó de los Borbones franceses: ahí nace, en su definitiva formulación, el marron glacé.
La elaboración es extremadamente compleja, paciente y meticulosa, empezando por la selección del fruto, que debe provenir de una variedad injertada, mejorada con el cultivo, que da unos frutos de un solo grano, mucho más gruesos que los de la especie común. Luego viene el pelado, que ha de hacerse a mano, con infinita paciencia y delicadeza; algo así como “desnudar a una geisha”, explica Posada. Y más paciencia y atención aún para cocerla luego, y conseguir hacerlo sin que se rompa. Y ahora hay que preparar el almíbar, con un toque de genuina vainilla de Madagascar y un punto de zumo de limón. Las castañas cocidas se introducen en el almíbar caliente, y ahí se dejan durante apenas cinco minutos, para retirarlas luego y dejarlas reposar durante 24 horas. En días sucesivos ha de repetirse esta delicada operación, hasta lograr el definitivo marron glacé, con un contenido de azúcar del orden del 50%. En el corazón del fruto ha de quedar una gota de almíbar, que lo hace blando, tierno y delicado. Y envolviendo ese corazón almibarado, capas transparentes a la luz nos permitirán divisar su estructura, que puede ser advertida y admirada disponiendo el fruto a un trasluz intenso, para deleitarnos con una sensación semejante a la de exponer una piedra preciosa para contemplar sus brillos, facetas y matices. La alquimia maravillosa y mágica del confitero made in Ourense ha logrado el milagro de transmutar la humilde castaña, aquel modestísimo y ancestral fruto del “árbol del pan”, en el más aristocrático y sibarita de los bocados. Buen provecho.
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