Hoy, ya lo ven, voy de meloso; y para mí tengo que no hay en ello gran novedad, porque de natural lo soy (quienes mejor me conocen pueden acreditarlo), aunque otros muchos habrá también, estoy seguro, que entiendan que cualquier otro adjetivo, incluso elegido al azar, me va mejor que ése. He ahí, una vez más, la eterna incógnita del ser humano.
Pero, sí, hablemos de la miel; y hagámoslo largo, como lo es su historia, probablemente una de las más antiguas en lo que atañe a la alimentación humana. Tan larga y remota, que no es posible acotar para ella un solar primigenio. Para saber de la miel, claro está, hay que investigar a la abeja, y quienes lo han hecho, aunque me da a mí que sin demasiados ni muy sólidos fundamentos de evidencia científica, apuntan a que el zumbante animalillo volador, en su actual estadío de evolución, surgió, hace varios millones de años, en alguna amplia zona del corazón de Asia Central. Lo que sí sabemos a ciencia cierta es que el hombre del paleolítico de éste nuestro Occidente ya sabía cómo recolectarla y sacarle provecho. Aquí en España podemos vanagloriarnos de tener la representación más antigua: una pintura rupestre, en la cueva de La Araña, cerca de Valencia, de 15.000 años de antigüedad, en la que aparece un hombre recogiendo miel.
Pintura original (y su subrayado esquemático, para mejor apreciarla, a la izda) de la cueva de La Araña |
Apuntando legados, convendrá también anotar que del tiempo de los faraones, 2.500 años antes de Cristo, es el primer tratado de apicultura que conocemos, en el que nos es dado constatar que ya por entonces el cuidado de la colmena era una ciencia elaboradísima, como lo muestra, por ejemplo, la práctica que los faraones tenían de disponer sus colmenas en barcazas y hacer que éstas recorrieran el Nilo, parándose en precisas etapas a lo largo del cauce, con el fin de forzar a las abejas a libar néctar de distintos tipos flores. Con esta compleja y costosa práctica, sí puede decirse que a las principescas mesas de los palatinos de Tebas llegaba miel de “milflores”. Hoy en día, tal tipología, que también se vende y comercializa con ese nombre, es más difícil de creer, ya que una de las cualidades principales de las abejas, en sus salidas de aprovisionamiento, es que son muy selectivas y tienen por costumbre libar siempre en el mismo tipo de flor, es decir, que jamás mezclan néctares de flores distintas. De ahí que las mieles naturales puedan identificarse tan bien y con tanta precisión con aromas determinados: a romero, espliego, brezo, eucalipto, castaño, abeto, lavanda, tomillo,…
Es un mundo, éste de las abejas y su fascinante elaboración de la miel, de curiosidad realmente extraordinaria: una abeja en pleno trabajo visita cada hora unas 800 flores para libar de ellas; la producción de una abeja obrera en toda su vida (unos 35 días) es el equivalente a media cucharada de miel, medio gramo más o menos, si lo pesamos; la miel de cada panal es un producto único e irrepetible: no hay ninguna miel que sea exactamente igual a otra. Es el tipo de vegetación del área circundante a la colmena el que condiciona y propicia el color y el sabor peculiar de cada miel, lo cual se expresa en una amplísima gama de diferencias, sutilísimas muchas de ellas, entre unas y otras. Los aromas de cada paraje se reflejarán más tarde en el manjar. En general, aunque muy en general, las próximas a la costa son más suaves, afrutadas y ligeras; y se hacen progresivamente más oscuras, cremosas y sabrosas a medida que va ganando en altitud.
Si hablamos de preferencia de sabores, también con las infinitas reservas que puedan ponerse a este tipo de generalizaciones, cabría decir que en el sur de España son particularmente apreciadas las mieles claras y suaves, como las de azahar, albaida, etc. En el centro, en las mesetas, las aromáticas procedentes del romero, tomillo, espliego, etc. Y en el norte la mieles más oscuras y menos dulces, como las de brezo, castaño, roble, eucaliptus, mielatos, etc. En todo caso, como referencias de orden práctico para el consumidor, convendrá saber y tener en cuenta que, en general, el envejecimiento y el calor acentúan la coloración de la miel; y que la falta de aroma es claro síntoma de vejez o de baja calidad de la miel. Un producto que deberá conservarse, ya en nuestra casa, siempre en un lugar oscuro.
De vuelta a la Historia, ya quedó dicho que la miel ha sido el principal, y casi único, edulcorante de la Humanidad a lo largo de todo su recorrido. Ese papel cumplió hasta anteayer mismo, como quien dice: hasta que en el siglo XVII empezó, bien tímidamente al principio, a generalizarse el consumo de azúcar de caña, tras su rápida y feracísima implantación en América. Una centuria después, en 1747, el alemán Margraff descubrió el método para extraer azúcar de la remolacha; un sistema y un método que recibió definitivo impulso cuando Napoleón, en los años del bloqueo continental, decidió promoverlo con voluntad determinante. De ahí para atrás sólo hubo miel, como exclusivo recurso para endulzar platos y pasteles. Y más y con más gusto de aprecio por ella cuanto más al sur y al este miremos: las cocinas del Medio Oriente musulmán usan desde siempre, con prodigalidad, de la miel (recordemos que uno de los deliciosos placeres que ofrece Mahoma a sus fieles en el paraíso musulmán son los ríos en los que fluye libremente la leche y la miel). Y en China, que aún hoy es el país con mayor consumo de miel per cápita, las recetas y preparaciones agridulces son un referente esencial de su extraordinaria gastronomía: ahí está, como súmmun tal vez, el laboriosísimo pato laqueado pekinés, del que alguno de los próximos días he de contarles con particular atención, que bien se la merece. Casi tanta -atención- como la que ustedes prestan a estas periódicas entregas que les ofrezco. No podría asegurarlo, pero tengo para mí que la permanente generosidad de ese acogimiento es una de las razones principales de la deriva melosa que mi carácter viene experimentando (insisto en subrayar la evidencia) en los últimos tiempos. Gracias una vez más por ello, y buen provecho.
"Miel sobre hojuelas", es un dicho popular bien antiguo, como lo acredita la explicación que sobre él se da en el Diccionario de Autoridades, editado a mediados del siglo XVIII: se trata de un dicho popular con el que se quiere dar a entender que «alguna cosa, aunque sea buena o tenga lo que basta, si sobre ella se añade otra que la mejora, dejará más satisfecho el deseo, como sucede con las hojuelas, que siendo en sí sabrosas, si se les echa miel lo son mucho más». En ese mismo Diccionario recogemos también el significado de "hojuelas", que son «unas frutas de sartén, que se hacen de masa extendida con huevos y tan delgadas que parecen hojas de papel, de donde les viene su nombre»....Es decir: las hojuelas no son otra cosa que nuestras filloas, lo que los franceses llaman crepés.
Y ya, pues así aclarados, miel sobre hojuelas, les ofrezco ahora la genuina receta de las filloas.
Ingredientes (para unas cuatro docenas de filloas):
• 5 huevos, • 1/2 Kg. de harina, • 1,5 litros de agua, • 1 pedazo de tocino salado con su corteza.
Preparación: Añadir los huevos uno a uno a la harina en un cuenco grande, trabajando hasta que se incorporen y den una pasta homogénea. Sumar entonces el agua, revolviendo enérgicamente hasta diluir perfectamente la masa. Dejar reposar la mezcla de dos a tres horas. Calentar una sartén de lados abiertos. Pinchar el tocino con un tenedor y frotar con él el fondo hasta que quede pringado con una ligera capa de grasa. Sobre la sartén caliente añadir un poco de la masa semilíquida, inclinándola en todas direcciones para que se extienda. La temperatura debe ser más bien suave, pues si la sartén está muy caliente la masa cuaja demasiado rápidamente y las filloas salen gordas. Cuando la masa esté bien cuajada y empiece a separarse por los bordes, se agarra con la punta de los dedos y se le da la vuelta. La filloa debe quedar dorada por ambos lados.
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