sábado, 5 de noviembre de 2011

Otoñal castaña


      Si hay un fruto que marca inequívocamente el otoño, ese es la castaña. En nuestras ciudades, a pesar de las ciberprisas y las cibermodernidades, todavía, por fortuna, siguen acudiendo a su cita estacional –nunca dejaron de hacerlo-- en las esquinas de siempre los improvisados hornillos de chapa, los cálidos braseros que anuncian y convocan a calentarnos manos y bolsillos de abrigo con un cucurucho de aromáticas y crujientes castañas asadas. Es verdad que, durante una larga etapa de inmediato pretérito, llegamos a temer que tal uso, tan entrañable por otra parte, fijara al fin en esta práctica la casi exclusiva presencia gastronómica de este fruto milenario en nuestros días, sin embargo hoy constatamos, gozosos, que el papel de la castaña en la cocina ordinaria es cada vez mayor, que cobra creciente protagonismo en los recetarios y vuelve por sus fueros, y muy en particular, además, en las propuestas más vanguardistas de los cocineros mediáticos que, con tanta eficacia, marcan y fijan tendencias.
      Justísima recuperación, sin duda alguna, porque es mucho, muchísimo, el servicio que la castaña ha hecho a los hombres europeos. Larguísima e imprescindible la historia de su presencia en nuestros fogones, ya como ingrediente esencial de humildísimos caldos, ya como elemento distintivo de las más alta sofisticación en las guarniciones de caza, por no decir de su excelsa transmutación reposteril en los marron glacé. De todo ello nos disponemos a contarles ahora, en la siguiente entrega, “A Mesa y Mantel”.

      Empecemos por el árbol, el castaño, especie noble por excelencia (junto con el roble) que proporciona fruto, madera, sombra, y enriquece y mejora extraordinariamente las condiciones del suelo en el que vive. En España, aunque su presencia incluye toda la Península, es el tercio norte peninsular, y muy particularmente Galicia, su feudo más notable, en particular las provincias de Lugo y Ourense. En todo caso, su origen primigenio se sitúa bastante más a este. No hay precisión al respecto, pero casi todos los botánicos sitúan su solar primero en Asia Menor. Allí lo descubrieron los romanos, principales responsables de la propagación de su cultivo por la Europa mediterránea –la “bullote”, harina de castaña, era la base principal de la dieta legionaria-, y promotores también de su nombre, tomado de una antigua ciudad llamada Castanea, sita en la actual Turquía (castanea sátiva, es, precisamente, el nombre científico de la variedad que hoy es autóctona en nuestros lares). Plinio el Viejo y Virgilio, entre otros clásicos latinos, se ocuparon con devoción de la castaña. Y es de anotar también que en los rituales celtas centroeuropeos el castaño fue tenido por árbol sagrado, aunque en ningún caso tanto como el roble.

      En su historia culinaria hay que anotar muy diferentes y contrastados periodos. En los tiempos medievales –y de ahí para atrás cuanto quiera anotarse- la castaña constituyó en la dieta de los campesinos un elemento básico de supervivencia. De hecho, podría muy bien decirse que el castaño fue, para los europeos, un auténtico “árbol del pan”, ya que la castaña es el único fruto seco con las propiedades del cereal; y ello, en las zonas más montañosas, septentrionales y húmedas, como nuestra Galicia, conllevaba su consumo, previo paso por el molino, como una suerte de harina para hacer pan. Igualmente, frescas o rehidratadas, se las hacía intervenir en toda suerte de caldos y potajes. Y así fue durante siglos, hasta que nos llegó de América, con la patata, su relevo.

      De aquella presencia cotidiana de la castaña como popular recurso culinario, en el recetario tradicional gallego quedan numerosísimas muestras, como el propio caldo de castañas, las castañas cocidas sobrenadando en cuncas de leche, los frecuentes purés como compañía de toda suerte de caza, o su no menos frecuente recurso para todo tipo de rellenos, como bien dejó escrito, en tiempos de la invasión napoleónica, Alejandro Dumas padre, quien, tras batallar en nuestra tierra, anotó de aquella experiencia la observación de que los gallegos rellenábamos con castañas, mientras que los castellanos y andaluces lo hacían con aceitunas, y los catalanes con ciruelas. Historias, en fin, del tiempo de “Maricastaña”. Buen provecho.

El Magosto gallego, fiesta de la castaña, del fuego y del vino nuevo




Tradición celta, aseguran algunos -probablemente sí-, y también romana, ya que claros son los vínculos simbólicos con las latinas "saturnales". Tradición rural y antigua, ciertamente, la de congregar a familiares y amigos en torno al fuego para asar en él, comunitariamente, castañas, y, ya puestos, también chorizos y carnes de la matanza, que por algo tenía lugar también en estas fechas. Y ocasión propicia para catar, al calor de esta lumbre y del convite, el vino nuevo. La costumbre vieja del magosto, en Galicia, en el occidente asturiano, y en el íntimo vecino Bierzo, vive días de gloria, recuperada desde hace años con festivo entusiasmo participativo en todas las aldeas, pueblos y ciudades. Laus Deo

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