Disfrutar de un restaurante, y más cuando se trata de un local reconocido, de fama y prestigio, es uno de esos pequeños placeres que la vida ofrece. Casi inevitablemente uno toma asiento en ellos dominado por una mezcla curiosa de ansiedad e ilusión, que se explica muy bien por la expectativa del trance sibarita que intuye, del que va a ser protagonista. De hecho ya se posiciona así al entrar, al dejarse conducir por el maitre a la mesa señalada, y al otear desde ella el ambiente del comedor, a los otros comensales, el elegante vestido de la mesa, los detalles del mobiliario y los colores de la decoración. Si todo esto es como debiera, la empresa ya descuenta, por justificada, la mitad de la minuta a empeñar por el servicio. Y ahora viene la otra mitad, la substancial y determinante: el contenido de los platos que se han de servir. Y ahí es donde entra en juego el elemento crucial de la carta-minuta, ante la que el pagano ha de verse, en las más de las ocasiones, no tanto seducido -como bien debiera- por el sugerente enunciado de las propuestas de condumio, sino también, a la par y en las más de las ocasiones, ciertamente disminuido y amedrentado por la evidencia, en la que la lectura le sitúa, de su forzada impostura ante “tanto” sibaritismo. No será infrecuente que, al fin, se vea obligado a demandar explicación, o traducción incluso, acerca del real significado de éste o de aquel plato que allí se le oferta con rimbombante literatura. Y es así cómo, en fin, con ese cliente ya humillado y en “su sitio”, queda perfectamente anulada su capacidad crítica ante cuanto haya de serle servido. De protestar, o sentirse disconforme, lo hará por lo “bajinis”; y cuando, al término, ese arrogante maitre, o el propio cocinero, si sale, se le acerque con la habitual pregunta: ¿Qué tal todo? El pagano no osará otra cosa que asentir, displicente, confirmando que “¡Todo muy bien!”… Ciertamente, no en todos los restaurantes funciona y se escenifica este perverso montaje. Pero es muy cierto que sí se cumple así en muchos, en demasiados; y tanto más -¿o no?- cuantas más “estrelladas” crestas pavonea el negocio en cuestión.
A propósito de estas lamentables cuitas con las que, con tanta frecuencia, se las ve el pagano comensal, les traigo hoy un soberbio texto, que es clarividente análisis, de uno de los escritores más incisivos y lúcidos de nuestro panorama actual: Alfonso Ussía. El artículo en cuestión ya tiene años, dos décadas -fue publicado en el diario ABC el 30 de diciembre de 1992-, pero han de ver, al leerlo, que su vigencia es plenamente actual.
El lenguaje de las cartas
Las cartas de los restaurantes españoles están adquiriendo un nivel de cursilería de difícil superación. El objetivo no es otro que el de meter un sablazo al cándido cliente mediante el exceso de literatura. El valor local del manjar ofrecido es el mejor instrumento que tocan algunos restauradores para elevar el total de la factura. Para justificar unos miles de pesetas absolutamente improcedentes, un restaurante madrileño recomienda a su clientela la degustación de “la marmita de bonito de Motrico con patatas del huerto de la tía Nekane”. Lo que es un simple y sabroso “marmitako”, el tradicional alimento de a bordo de los pescadores vascos, se convierte en un plato carísimo por dos circunstancias sabiamente complementadas. Que el bonito es de Motrico y las patatas provienen del huerto de la tía Nekane, que no se sabe de quién es tía, y de la que se desconoce incluso la posesión de un huerto.
Un restaurante serio es todo aquel que no tenga en su carta un plato en colaboración con los pimientos del piquillo. Donde hay pimientos del piquillo hay kiwi, donde el sorbete de kiwi se manifiesta hay un “salmón fresco del Nansa -mucho más caro que el salmón fresco de cualquier otro río-, cocido sobre un lecho de hojas de morera de Potes -las hojas de morera de Potes le van muy bien al salmón del Nansa-, hay helado de arándanos, que puede superar las dos mil pesetas por barba si se especifica su origen. Un “helado de arándanos del bosque de Iturrioz” es lógicamente más caro que un helado de arándanos a secas.
Para aumentar el precio del café, el truco consiste en utilizar el término “moka”. Un café no puede cobrarse a ochocientas pesetas, pero si cambia su nombre por el de “moka”, se cobra lo que sea y no hay remordimientos. Y además, por lo normal, el cliente advenedizo a la riqueza no duda en confesar a sus compañeros de mesa: “Estaba riquísimo ese “moka”, pero ahora me apetece un café”. Y se queda entusiasmado.
Alfonso Ussía |
En un local de la provincia de Ciudad Real, entre las llamadas “sugerencias del chef”, destacaba la siguiente: “Solomillo de venado de Mayerling con salsa de la Emperatriz Sissi”. En aquel mismo restaurante, el plato de dulces y chocolates que se ofrece a la hora de los postres se anunciaba de esta guisa: “Delicias de la abuela Rosario”. Pretendía felicitar a la abuela Rosario por sus delicias, pero no pude ser complacido --¿Ha fallecido? -pregunté. --No tengo ni idea -me respondió el elegante “maitre”, que en un momento de descuido se había manchado el puño de la camisa con salsa de la Emperatriz Sissi.
En el fondo, como la sociedad, todo es escaparate, innecesariedad y disfraz. La cursilería de la “nueva cocina”, su terminología vana y su oquedad de fundamentos, ha encontrado su filón de oro en la cursilería de la sociedad. Caen como moscas restaurantes dignos y tradicionales y se mantienen los locales delincuentes. Se podría afirmar que la crisis no doblega a los cursis, lo que por otra parte es prueba de su fortaleza. Así, mientras el año bisiesto de la gran pompa da sus últimos estertores, en mi rincón me refugio, a todos paz deseo, y me preparo para la melancolía mientras los más inocentes se disponen a horadar su enero con “el consomé de tortuga de Isla Mujeres”, “el faisán Godunov asado en su jugo ruso”, “las mignardises de madame Saint-Soucy, el “moka” y el cotillón.
Pues feliz cotillón
Alfonso USSÍA
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