junto a Raúl frente al altar, vestida de blanco, y así se cumplió, con la despreciable desviación de veinte días. El plazo no era arbitrario, sino condicionado por el inexcusable compromiso que el joven debía rendir en su servicio a la Patria, en la Armada por supuesto, y en El Ferrol, que entonces aún era del Caudillo, como destino lógico y previsible.
También es verdad, todo hay que decirlo, que en la estrategia de acoso de Vir contó mucho a su favor la debilidad que Raúl sentía por la tetas. Ante unas buenas, afiladas y reventonas, el joven se sentía anulado y dependiente como lo es un balandro del viento. Vir lo supo desde el primer momento, y amplió la crueldad de sus escotes en una progresión que llevó al pobre Raúl al borde del paroxismo. Además, la muy víbora, a la que la naturaleza había dotado con espléndida generosidad, regateaba las concesiones con frialdad calculada. Consentía de todo, besos, magreos y hasta calas en todas sus partes, menos en la pudibunda pechera. Ahí rezongaba de inmediato, la muy zorra, produciéndose incluso en cólera en cuanto la ansiosa caricia de Raúl llegaba al límite sacrosanto del pezón. El joven reculaba entonces, resoplando su frustración como lo hace la caldera de un vapor en mitad de una galerna, pero Vir, la arpía, ni se inmutaba por ello. Todo lo más, cuando entreveía, por la inyección claudicante de los ojos del amante, que el nivel de presión apuntaba explosivo, consentía con desgana en accionar manualmente, nunca por boca, la válvula de alivio del pobre marinero. Hasta ahí llegaba, en el límite de su calculada y mezquina generosidad, la muy puta.
Así enganchado y perdido, el novicio contaba con delectación las horas de cada semana hasta el franco de ría, cuando viajaba al pueblo con la esperanza, siempre frustrada, de poder acceder sin trabas al tesoro más deseado, aquel que en la febril ensoñación del sollado del “Churruca” se le representaba bajo la forma de dos imponente cúpulas catedralicias, doradas y refulgentes bajo el sol, en un lento y lúbrico emerger desde las profundidades de un mar agitado de espumas lácteas por el que él navegaba a toda máquina, en descubierta de combate, presto al desembarco y a un resbaladizo y esforzado avance cuerpo a tierra por su lomo, gateando por la lustrosa curva de su apurado perfil hasta el logro de la cumbre, aquella oscura y arrugada corona en la cima, sobre la que se abandonaba finalmente en llanto de dicha infinita.
En los dieciocho meses de milicia, salvo tres semanas de ausencia por maniobras, y otras dos que pasó arrestado al ser sorprendido defecando por la borda del destructor, Raúl no falló un sólo fin de semana a su cita con Vir. A un mes de la licencia, preso de desesperación, claudicó y la pidió en matrimonio. La propuesta la formuló en el cine, en plena proyección de “Cuando ruge la marabunta”, en la penumbra golfa de las últimas filas del patio de butacas, las tan cotizadas 26 a 29, que el vuelo de la platea sumía en sombra absoluta e inescrutable, para beneficio y abono de parejas cinéfilas de doble sesión. En aquella protegida angostura, claro que no se ve; pero se oye, aquí y allá y todo alrededor, un ronroneo jadeante totalmente asincrónico y al margen de la peripecia de la pantalla, de la que uno acaba por desentenderse dominado por la envidia y un afán loco de emulación. Tras la petición, susurrada en un tono postulante al oído de la loba, que exigió aún la repetición por dos veces, como quien firma, rubrica, numera y sella un documento judicial, en un hilo de voz felino y exultante, Vir respondió con el mayor de los cinismos:
-- Raúl, cariño, qué sorpresa... ¡Tanto me quieres, ratoncito!...
-- Estoy loco por tí, Vir. No lo soporto más...
-- Yo también te quiero, mi amor... Está bien, nos casaremos, aunque no sé si será un poco precipitado. Ya lo hablaremos, ahora atiende a la película, que está muy interesante...
-- Es que, Vir, mujer, yo...
-- ¡Chisss!... Cállate ahora... Ya hablaremos -zanjó la raposa, al tiempo que en un apunte de insólita piedad consentía al desdén en liberar dos botones de la blusa, los que más tensión soportaban. Luego, sin perder la atención a la pantalla, en un gesto de arrogante desprecio, desplazó su mano a la nuca de Raúl y le atrajo violentamente al pesebre. En el mareo de la urgencia, como tantas veces habría de ocurrirle en el futuro, cimentando así su desgracia, Raúl aceptó el trueque de gozo por dignidad, y entró de bruces, ciego, al melonar, con la frenética furia de un lechón sometido a dieta de dos días.
El primer sábado de septiembre de 1966 juraron al fin eternamente su amor ante Dios en la hermosa capilla del Cristo do Mar. Fue una ceremonia sencilla, aunque cuajada de designios de mal fario que Suso Filgueira advirtió en silencio desde el primer momento.
A falta de otros fundamentos teológicos de mejor ortodoxia, que Suso no alcanzaba, la sólida fe del viejo marinero se sustentaba en un amplio cuadro de creencias propias de relevancia fundamental para él, cuyo único punto de coincidencia con la práctica al uso de la religión católica era una devoción de entrega absoluta a la Virgen del Carmen. De Dios abajo, la Virgen del Carmen y, si me apuras, ¡a saber!. Todo lo demás, apóstoles, santos, mártires, infiernos, imágenes, cirios y curas: patraña canallesca, vividores del cuento, parásitos del engaño. A cambio, por no dejarlo todo al amparo único y solitario de la bendita Virgen marinera, Suso reconocía para sí una suerte amplia de otras devociones de menor rango, cada una con su correspondiente contrario maléfico, en un juego animista particular en el que él creía saber interpretar, a su modo, los signos y avisos de la Providencia. Por ejemplo, aborrecía la niebla. Más aún, la temía con profunda inquietud. Para él, como había podido confirmar en la película “Los Diez Mandamientos”, estaba muy clara la vinculación con el maligno de la viscosa sinuosidad, como aquella que había visto recorrer las calles de Egipto extendiendo la muerte y dejando a salvo sólo las casas marcadas con la sangre del cordero. Por contra, reverenciaba el sol apagado en la caída de la tarde, cuando era posible mirarlo de frente en la línea del horizonte sin quebrar los ojos. Entonces, sólo en esas condiciones, Suso se encaraba al oeste, se recogía con discreción y formulaba deseos, peticiones de bonanza para la salud y la familia, y lo hacía siempre descubierto, recogiendo la boina sobre el pecho, en un gesto discreto, para no dar tres cuartos al pregonero, pero de muy íntimo respeto.
La lluvia del sur era peligrosa, y más en tierra. Traía mal fario si con ella enmudecían los gatos y se precipitaba el cuajar de la leche. Sin embargo, esa misma ventolera sureña podía ser signo del mejor augurio, si antes de descargar se hacía anunciar con truenos y relámpagos, pero eso no ocurría casi nunca.
En la amplia panoplia de signos buenos y malos, contaban entre los primeros las fuentes que manaban sin ruido, las espigas de maíz de grano morado, los fragmentos de piedra pómez que flotan en el agua y los nidos de golondrina ubicados dentro de las casas. De los segundos, de los signos agoreros, había muchos más, aunque en distinta gradación, desde la simple advertencia desagradable, como la muda de una culebra en medio de un camino, las huellas del zorro en la arena de la playa o la deriva en círculo de una barca sobre su amarre, hasta los de alarma y grave prevención, como la llama derivada en su totalidad al azul en un fuego, o los huevos de cáscara blanda que de cuando en vez ponían las gallinas.
Entre las personas, las que Suso advertía como menos fiables eran las pelirrojas, y de entre ellas, por diabólico vínculo, espeluznaba particularmente de las que siendo de esa tez gustaban de guardarse el humo al fumar, como él mismo había sorprendido haciendo en más de una ocasión a Fabián, el tabernero, que entre calada y calada, cuando creía no verse observado por nadie, aspiraba con profundidad de su faria y no soltaba ni un leve rastro de humo hasta cumplida la siguiente. Otro test infalible para él era la aguja de la brújula de su barco, capaz de traducir en vibración singular la mala entraña de quienes accedían a bordo. Así fue como advirtió por primera vez el nefasto designio de su futura nuera. Ocurrió a finales de mayo, cuando, en uno de los últimos francos de ría antes de licenciarse, Raúl dispuso la formalización de su noviazgo con la preceptiva petición de mano. Suso y Lola, su mujer, acudieron acompañando a Raúl a la casa de los Fachal, Rosendo y Virtudes, madre, para compartir en un almuerzo el compromiso de los respectivos retoños. Fue una fiesta familiar sencilla, sin excesos ni apuros protocolarios, pues unos y otros eran, a más de vecinos casi puerta con puerta, amigos de muchos años, compañeros todos ya en los tiempos de la escuela primaria, e hijos de padres que a su vez ya fueran amigos. Los Fachal, sin embargo, no eran gente de mar. Rosendo, como antes hiciera su padre, se dedicaba como actividad principal a la intermediación en la compraventa de pinos y eucaliptus, a más de ejercer también ocasionalmente como agrimensor, y, sin sueldo ni contrato expreso, de asesor-vigilante de las propiedades forestales de algunas grandes familias.
El caso es que, finalizado el almuerzo, como la tarde estaba de buen aire y limpio el cielo, se decidieron todos con entusiasmo por la propuesta de Lola de navegar un rato hasta la embocadura de la ría para contemplar el cabo por su lado norte y la imponente panorámica de la costa desde el mar de fuera. Suso, tal vez sin picardía ni segunda intención, aunque quién sabe, aceptó el plan de buen grado y dispuso que él iría por delante, para ir calentando el motor y achicando el agua de la fuerte lluvia de la noche anterior. Cuando el grupo llegó, Suso les saludó desde el puente y no lo abandonó hasta que todos estuvieron a bordo. Saltó desde el muelle, primero Raúl, Rosendo lo hizo también inmediatamente y tendió la mano a las damas madres. Raúl dio la suya a la joven Virtudes. Desde el puente, observando el embarque, la atención de Suso se simultaneaba en la secuencia de cada salto con la reacción de la brújula. Con Rosendo, no se movió; con Virtudes madre, apenas una oscilación ligera; pero en el salto de la niña, la vibración fue tan amplia y frenética como jamás había observado, y se mantuvo así, inestable y alocada, durante toda la breve singladura, que Suso hizo acortar ostensiblemente, pues al poco de pasar la barra ordenó a Raúl, que pilotaba, virar en redondo, con el pretexto de un mar de fondo inexistente y un ruido extraño y sospechoso en el motor, que sólo él percibía. Raúl, que sabía bien que ni lo uno ni lo otro, cayó en la cuenta de la verdadera razón al cruzar su sorprendida mirada con la de su padre e interpretar de éste el gesto adusto con que señalaba a la brújula. Luego, ya desembarcados los excursionistas, cuando padre e hijo quedaron solos en la maniobra de fondear, sin testigos y en medio de la rada disputaron con violencia por primera vez en su vida.
Pero las vehementes advertencias del padre nada podían ya en el juicio perdido de amor del hijo, quien, en su ceguera, no hacía más que empeñarse en ver la oración por pasiva: No era Vir ¡Qué va a ser!, quien alteraba la brújula; era él mismo, Suso, quien influía magnéticamente sobre la aguja en razón y a capricho de quienes le caían bien o mal. Y estaba claro, como que el mar es agua, que Vir nunca le había gustado. Y en eso se equivocaba de punta a punta, porque Vir era una santa, la más noble y buena en diez millas a la redonda, mucho más madura que todas las de su edad, un prodigio de equilibrio, incapaz absolutamente de un mal deseo ni del menor retorcimiento. Y qué mierda de vibraciones: manías y supersticiones de viejo, de ignorante. Lo que tenía que hacer era cambiar la brújula, eso sí, y comprar otra más moderna, y cambiar de paso él mismo y no destilar tanta mala leche.
En las semanas siguientes, ni Suso, en renovados empeños, ni Lola, en desesperadas advertencias, por la fe que a su marido le tenía, fueron capaces de torcer el destino de Raúl. Hasta la misma mañana de la boda, que amaneció cerrada de una niebla persistente, le rogaron y suplicaron por última vez, con lágrimas, que diera marcha atrás, que todo podía aún arreglarse. Amenazaron incluso con no acudir a la ceremonia, pero al fin fueron, aunque con la clara conciencia de quien conduce a un hijo, su único hijo, al matadero.
En tales condiciones, deslucido el día por la niebla y la persistente lluvia del sur que vino a sustituirla entrada la tarde, el banquete y la fiesta discurrieron en un tono apagado de acusada atonía. Lo único que se celebró con unánime alborozo fue la extraordinaria calidad del requesón, a los postres, antes de la tarta nupcial, que todos coincidieron en señalar como el mejor y más cuajado que habían disfrutado en muchos años. Todos gozaron y repitieron de él, menos Suso y Lola, que no consintieron ni en probarlo.
El matrimonio de Raúl y Vir no fue un mar de rosas, aunque tampoco un infierno, al menos en sus primeros diez años. El joven, como Vir había descubierto en el primer baile, era de buen llevar en casi todo: trabajador, serio, sin caprichos ni manías y, salvo el tabaco y el gusto por el café ilustrado con gotas de aguardiente, libre de vicios. Ella gobernaba la casa a su antojo, sin la menor interferencia por parte de él. Frecuentaban a los amigos que ella elegía, y ordenaban el quehacer de los días de descanso según el criterio y ánimo que a ella se le antojaba. Vivían de alquiler en una hermosa casa frente a la playa y gozaban del sexo consagrado dos veces por semana -los viernes, fijo- y en verano, tres.
Durante muchos de los primeros años, Raúl arrastró, con paciencia franciscana, la frustración de aquella ansia, nunca consentida plenamente, de manosear a su antojo, sin límites ni trabas, las orondas tetas de su esposa; pero Vir, sabedora de viejo de la debilidad de Raúl, por no colmarlo, se mostraba huidiza y cicatera, y cortaba de raíz el sobe en el punto justo en el que advertía a su marido a un paso de la plena satisfacción. Así, ocurrió al fin que, vencido por un natural mecanismo de autodefensa, Raúl acabó por distanciar cada vez más la frecuencia de sus acosos, y, lo uno por lo otro, ni tetas ni sexo.
A finales de los setenta, luego de trece de matrimonio, qué mal número, Raúl y Vir, sin hijos ni otro engarce que la rutina, respondían con fidelidad de concurso al más rancio esquema de la pareja agotada, de afectos desvaídos, exenta de complicidades. Dos en convivencia formal, abúlicamente apacibles, desbastados de aristas en un pacto tácito de no agresión, pero, por lo mismo, incapaces ya, por mutua renuncia, de romperse en un proyecto unitario, navegándose el uno del otro en derredor como lo hacen dos gotas de aceite en un vaso de agua, que se alejan, se acercan, y hasta se rozan y acarician, pero sin acabar de fundirse en una sola.
Con discreta eficacia, Vir había ido allanando el espacio de su dominio hasta los límites más anchos de su real capricho. Primero, con fina sutileza, logró ahuyentar de su casa las visitas sin anuncio de sus suegros. Raúl, solo y por su cuenta, acudía con frecuencia a la casa de sus padres y, casi diariamente, al desembarcar acompañaba a su progenitor hasta la casa, por saludar a su madre y obsequiarse con ella con un café y un poco de charla amable. Después, en un rezongar calculado, las protestas de Vir se dirigieron en una larga temporada al quehacer marinero de Raúl, y al reproche constante por los menguados rendimientos que sacaba en el reparto, a partes, del faenar costero de “Fachendoso”. En varias ocasiones trató, aunque sin conseguirlo, que Raúl dejase la mar para ocupar plaza en tierra, bien con Rosendo, en la madera, bien en la construcción, como peón albañil. Y otra vez, con mucha insistencia, como revisor de contadores de la compañía eléctrica, con un sueldo miserable, pero fijo y en jornada diurna de lunes a viernes. Fue entonces, esta vez, cuando Suso, visto el cariz y la flaca voluntad de su hijo para sortear los enredos de Vir, optó por adelantar su retiro, pensando que así, dejándole dueño y señor de “Fachendoso”, obligado sólo a repartir ganancias en la parte pequeña que correspondía a Damián, podría defender de mejor modo su oficio marinero, y hasta prosperar en él, reconduciendo, tal vez, con lo uno y con lo otro, el deslucido papel de marido badanas en el que, por consentida indolencia, se había dejado instalar.
Sin embargo, efecto contrario, la generosa renuncia de Suso en favor de su hijo derivó en la consecuencia peor, precipitando los acontecimientos que habrían de forjar a la postre la definitiva desgracia de Raúl y la condena por fraude e imprudencia con resultado de muerte, razón y causa directa de su ingreso en la cárcel, do le hemos hallado.
La tortuosa Vir, superándose a sí misma en doblez y disimulo, recibió con aparente alborozo la noticia del generoso legado de su suegro, y festejó con Raúl la condición nueva de propietario único de “Fachendoso”; aquel esperanzado estreno como armador y patrón autónomo. Sin embargo, en la hiel de su retorcimiento interior, aquella novedad es lo cierto que venía a trastrocar, y tal vez a echar por tierra definitivamente, la proyección de futuro que venía pergeñando la víbora desde unos meses atrás, cuando supo de los buenos ahorros que su amiga Maruxa Soto, casada el mismo año que ella, había logrado acumular en diez de emigración en Suiza, trabajando junto a su marido, Elías, en el Hotel Metropole, en Ginebra. En cartas frecuentes y en conversaciones de verano, Maruxa no dejaba de animarla a seguir su misma ruta, ofreciéndose para conseguirles un puesto junto a ellos en el mismo Hotel, y elucubrando sobre las ganancias al primer año, al cuarto, y el horizonte de vejez acaudalada que podían alcanzar, si no demoraban demasiado tiempo la decisión.
Raúl, ajeno a estas maquinaciones, volcaba su esfuerzo de absoluta entrega en su barco, y en adecuarlo al trabajo de sus ahora dos únicos tripulantes, él y Damián. Suso le había advertido de la conveniencia de enrolar a un marinero, aunque fuera como aprendiz, porque juzgaba que tres personas eran imprescindibles, pero Raúl, que temía los gastos inevitables de Seguridad Social y los otros varios de un puesto de trabajo, además de partes o sueldos, prefirió acometer algunas reformas en la embarcación para hacer posible que con dos fuera suficiente, como mejoras en el puente, al que dotó de más controles sobre las operaciones del motor, o la adquisición
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