martes, 22 de noviembre de 2011

El gran Grimod de la Reynière (y II)


      Grimod de la Reynière; qué personaje inabarcable; original y excéntrico donde los haya; insolente y arrogante siempre, y no pocas veces pendenciero, aunque fue templando su ardor con el paso de los años. En lo que no menguó nunca, hasta el último de sus días, fue en su cualidad de ferviente edonista y consagrado epicúreo.
      El Grimod gastrónomo que aquí más nos interesa empieza de destaparse para el todo Paris al poco de perder a su padre y hacerse cargo de la fabulosa herencia recibida. Momento éste a partir del cual, en el suntuoso palacete familiar de los Campos Elíseos, empieza a reunir con frecuencia a sus amigos, muchos de ellos destacados miembros de la mejor calaña de la alta sociedad parisina, siempre en armónica coyunda y mezcla con las más famosas artistas del mundo del teatro y las varietés.
      Como bien se sabe, el laminador paso de la Revolución -Terror incluido- despobló Francia de aristócratas en tiempo record; los más avisados huyeron con lo puesto, en tanto los más rezagados hubieron de vérselas, rendida su propia cabeza, ante la guillotina. Cuando la terrorífica marea pasó, y advino el Consulado, nada quedaba si no la memoria, y los palatinos cocineros en paro, de las francachelas culinarias de diez años atrás. Tímidamente al principio, superando los miedos pasados, empezó a resurgir con plenitud de alarde, con poder y con dinero, la nueva burguesía dirigente. Y como el mundo es el que es desde que de él hay memoria, aquellos nuevos financieros enriquecidos, mercaderes de acumulada fortuna, diputados, políticos y altos funcionarios, no tardaron en pugnar por ocupar plaza en las mesas mejor servidas, que es ése, al fin, como siempre y desde siempre, el mejor escaparate para exhibir el poder. Pero, claro, faltaban los salones nobles y aristocráticos de antaño en los que homologarse; y fue entonces cuando aquellos otrora encopetados cocineros de los fogones de alcurnia, siempre avispados en lo natural, y ahora más por su forzada situación de paro, vieron al vuelo el nicho de negocio, y se decidieron a dar el paso de abrir comedor y servicio al público que pudiera pagarlo, por su cuenta y riesgo. Nacía así el restaurante, en la concepción que de él hoy tenemos. Algún día, por cierto, habrá que hablar, sin duda, de cómo fue y devino ese fascinante fenómeno. Pero lo que ahora nos interesa subrayar es la circunstancia de cómo nuestro personaje, el gran Grimod, supo sacar provecho del novedoso panorama.
Uno de los ejemplares de su famoso "Almanaque"
      En primer lugar, comprende perfectamente y antes que nadie que las circunstancias habían operado un cambio copernicano. Que los nuevos tiempos habían dejado atrás definitivamente aquellos banquetes barrocos del Antiguo Régimen, compuestos por multitud de manjares, regados con una lista infinita de vinos, y servidos con lenta y solemne parsimonia. Son nuevos los modos, y también nuevos los anfitriones y comensales. Grimod advierte la necesidad de enseñar a comer a las nuevas generaciones de nuevos ricos surgidos de la Revolución, y para ello imagina una nueva gastronomía, rica, sabrosa, sencilla y delicada. Con tal propósito, ideó y puso en marcha, lo que llamó “Soupers del gourmand” (“cenas de gourmets”), en las que todos los martes reunía en su casa, bajo su dirección inapelable, a una docena de los más acreditados degustadores de Paris. La gracia es que aquel grupo se constituyó muy pronto, y muy formalmente, en “jurado” degustador. Y lo más gracioso aún es que los restaurantes admitieron tal prevalencia, dado que el público aceptaba sin reservas los veredictos que de allí salían. Así fue que, muy pronto, a las despensas de Grimod llegaban cada día, de regalo, las mejores materias primas de Francia; y los distintos establecimientos, a su vez, pugnaban por que sus platos fueran degustados allí. Todas las preparaciones sometidas a aquel jurado degustador debían seguir un protocolo rigurosísimo. En definitiva, Grimod había inventado el que pudiera ser el primer “certificado de calidad” de la historia. Tal certificado, con el juicio que el plato en cuestión había merecido al selecto grupo, le era enviado al remitente contra reembolso, y éste no tardaba, si el resultado había sido favorable, en exhibir su copia en un recuadro destacado en su restaurante.
      Todas estas anotaciones, y otras muchas de divulgación y didáctica sugerencia para aquel público advenedizo, empezaron a ser recopiladas, a partir de 1803, en una publicación anual, el “Almanach des Gourmands ou Calendrier Nutritif”, que alcanzó un éxito inaudito, y pasa por ser el primer periódico gastronómico de la historia.
      Grimod de la Reynière escribió también a lo largo de su vida un buen número de libros y manuales sobre distintos aspectos de la comida y su servicio. Ponderaba muy particularmente el arte de trinchar, y fue también notable -determinante, bien se diría- la influencia suya en el radical cambio que se produjo en el servicio de las viandas, dejando atrás el viejo sistema de los buffets sucesivos, que consistían en disponer sucesivamente varios platos en la mesa, por el servicio plato a plato. “El método de servir plato a plato -escribió-, es el refinamiento del arte del bien vivir. Es la forma de comer caliente, largo tiempo y mucho, siendo entonces cada plato un único centro en el que confluyen todos los apetitos.” Esta novedosa, y racional, moda, fue uno de los muchos aportes de otra de sus obras fundamentales, el “Manual de Anfitriones”, otro sagrado incunable de la literatura gastronómica.
castillo de Villier-sur-Orge, última
residencia de Grimod de la Reynière
      Tras casi toda la vida de estelar proyección, en sus últimos años el destino vino a pasarle factura de cierto olvido. Grimod de la Reynière decidió entonces retirarse al castillo que había adquirido en la campiña. Allí siguió escribiendo y leyendo infatigablemetne. Sus amigos también fueron menguando. Con los más íntimos celebró su postrera cena, la de Nochebuena de 1837. Después de comer con alegre apetito, se acostó y ya no volvió a despertarse. Hacía apenas un mes que había cumplido 79 años.





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