Llegó el verano, y con él, íntimamente consustancial, la alegría báquica de todo turista que se precie: la muy española sangría.
Para los turistas extranjeros que nos visitan es verdad que la hispana y refrescante sangría constituye una de las señas que mejor les orienta en la confirmación de su contacto playero, en el reconocimiento del “chiringuito” que sigue ahí, aguardándoles con fidelidad estacional, después de un año. Pero sería muy injusto atribuir sólo a la querencia y demanda del “guiri” la pujanza estival de esta bebida. Ni mucho menos, porque son –somos- también legión los españoles que no desdeñamos el rito partícipe de una buena sangría al centro de nuestra mesa de verano.
Claro que, hemos dicho “buena”, y así debiera ser siempre una decente sangría, elaborada con un honesto vino joven del lugar, y con el concurso de frutas igualmente honradas en su punto de maduración y con marchamo garante de “un solo uso”. Pero la verdad es que tal conjunción de legítimas honradeces no siempre se cumple, y con más frecuencia de la deseable el vino que nos sirven es de deshecho, la gaseosa un empalago, y las frutas a concurso, piezas muchas de ella en su fase terminal, y en tantas ocasiones, incluso “reutilizadas”.
Aunque la sangría arrancó su momento de éxito, popularidad y gloria, que aún perdura, al compás del boom turístico de los años setenta del pasado siglo, tampoco sería justo atribuir a aquel tiempo su invención. De hecho, nadie sabe cómo, cuándo ni dónde nació la sangría tal y como hoy la formulamos. Los estudiosos del tema –incluso metiéndole tres o cuatro jarras al “debate”- nunca alcanzaron un consenso concluyente. Sí tienen claro, sin embargo, la viejísima solera de los precedentes que apuntan a la idea: Y así nos cuentan que griegos y romanos ya gustaban de rebajar sus vinos –generalmente muy potentes y de alta graduación los de entonces- con agua y el añadido perfumado de frutas y especias; y el gusto que tenían, en verano, de enfriar la mezcla con nieve.
Esa costumbre del vino “aguado” se mantuvo aquí en España y entre nosotros hasta anteayer mismo, como quien dice; ahí están las mil y una referencias pícaras del refranero. Pero, puestos a especular en posible fecha y lugar concreto para el solar de la sangría, dos son las ubicaciones que ofrecen mejor argumento y sostén. Y las dos apuntan a la segunda mitad del siglo XVIII como origen, al menos en lo que hace a la palabra asociada en su significación a una bebida.
Dicen unos que “nació” la sangría en Cádiz, y asociada a su carnaval. Y apuntan al respecto, como prueba documental, un programa de los celebrados en 1760, en el que, en la anotación correspondiente a un baile y las bebidas que en él se sirvieron, se puede leer la oferta de “sangrías con vino tinto”, a un precio de cuatro reales de vellón. La etimología de “sangría” vendría así, de aceptar esta referencia de origen, de la conocida y singular terapéutica que por entonces ejercían barberos y cirujanos.
La otra opción y teoría apunta a la isla de Menorca, donde todavía hoy se sirve el “sengri”, que indudablemente tiene todo los fundamentos e ingredientes de la sangría, aunque se sirve caliente. Vendría esto, según la defensa de quienes apuntan a esa vía, de los largos años de ocupación británica de la isla; y la costumbre que traían los anglos ocupantes de su gusto por los vinos especiados y aromatizados (los famosos “grog” y “punch” que son, y fueron durante siglos, brebajes de uso común entre la marinería de Su Majestad). Nuestra sangría, devenida en veraniega por el único cambio de enfriarla, sería, según esta tesis, en su raíz una de aquellas pócimas; y hasta hay quien se atreve a apuntar que atracó en Menorca procedente de la India, donde por aquellos días, en los colmados de Calcuta y Bombay, triunfaba un explosivo combinado de ginebra y especias, al que llamaban “sangaree”.
Sea como fuere, disquisiciones históricas a parte, la sangría de hoy, fresca y frutal, y ciento por ciento vinícola, es referente emblemático universal de nuestro festivo verano español. Brindemos por ello.
Y de postre, una receta:
Hotel Fuerte Rompido Suites Spa |
En lo que hace a recetas, que es complemento frecuente y de muy buena acogida en este tipo de "entradas", al hablar de sangría justo será traer a cuenta aquello de que "cada maestrillo tiene su librillo". Quien esto suscribe ha probado, cierto que sí, algunas memorables; pero también muchas, pena de mí, auténticamente infumables. De las primeras, que es lo que procede reseñar, guardo memoria felíz de la que me sirvieron, en el arranque del pasado verano, en Huelva, en plena Costa de la Luz, en el muy recomendable Fuerte Rompido Suites Spa, de privilegiada ubicación, a la vera del paraje natural de Río Piedras, junto al pequeño pueblo de El Rompido, allí donde la excelsa gamba onubense se ofrece con tintes de gloria bendita. Pero, a lo que vamos, que hoy es de sangrías, y no de gambas: tanto me gustó aquella que allí probé, que pedí su receta, y la inmortalicé en esta foto memorable. Háganla así, y verán qué milagro...
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