martes, 5 de julio de 2011

Las liebres de Wagram

      Vamos hoy, de nuevo, con la evocación de una efeméride histórica, y su curioso engarce culinario: el 202 aniversario de una de las batallas napoleónicas más espectaculares, por reñida y sangrienta: la batalla de Wagram, librada los días 5 y 6 de julio de 1809 entre franceses y austriacos, en la llanura de ese nombre, a escasos 13 kilómetros al noreste de Viena.
Napoleón en Wagram
      La evocación de aquel importante hecho bélico, en el que las armas napoleónicas, integradas por 150.000 infantes y artilleros, y no menos de 20.000 de a caballo, supieron imponerse sin paliativos a la equivalente fuerza del archiduque Carlos, que hubo de replegarse, derrotado y de urgencia, el día 7, viene a cuento de esta atención gastronómica nuestra, por la curiosa circunstancia de un hecho notable y anecdótico que aconteció en medio de aquel fragor. Tan singular, que otorgó a la batalla un segundo nombre por el que también se la conoce: la “batalla de las liebres”.

Escenario de la batalla

      Ocurrió que, entre las notas distintivas de Wagram, uno y otro ejército ensayaron un potencial artillero inédito hasta entonces, en especial por la imponente concentración de fuego sobre un espacio de batalla relativamente pequeño. Aquel campo, y los bosques circundantes, ideal refugio agazapado de la caballería, contaban con una población de liebres realmente excepcional. Y al desatarse la atronadora hecatombe de los cañonazos, los animales, enloquecidos por el susto, irrumpieron confusos, por cientos, entre las formaciones en línea de batalla.
       Y así ocurrió y devino la más gigantesca y patética batida de liebres de la historia. Según se cuenta, aquellos amilanados y horrorizados animales fueron cazados a sablazos o ensartados en las lanzas de los coraceros de uno y otro bando, y en ambos campamentos, al llegar la noche forzando el aplazamiento de la sangría humana hasta el siguiente amanecer, todas las hogueras lucían rodeadas de jugosos espetones de liebre.
      La carne de liebre, con su peculiar sabor fuerte y algo “grueso”, como juzgaba nuestro clásico Alonso de Espinar, es de las pocas carnes venatorias que nos van quedando ciento por ciento originales en su sabor secular. De momento, y por fortuna, sólo cabe catarla “salvaje”. No hay de ella criaderos, ni dietas a pienso ni engordes controlados. Su mercado es, pues, mínimo, selectivo y ocasional.
Liebre a la Royal
       En fresco –aunque esto de “fresco” ya se sabe que en la conveniencia de las piezas de caza tiene muchos matices- sólo cabe hallarla en restaurantes especializados, y también en muchos –por lo menos algunos, y cada vez más- de la nueva vanguardia, que presentan, cuando es su tiempo, siempre invernal, interesantísimas innovaciones y adecuaciones sobre recetas clásicas, como el civet, en el que la salsa se liga con el concurso de la propia sangre del animal; o la liebre a la Royal, la más rancia y trabajosa, sin duda alguna, de las formulaciones clásicas, al punto de que en algunos recetarios llega a ocupar su simple descripción metodológica hasta ocho páginas.
      Pero, para cualquier tiempo y época del año, sin necesidad de implicarnos en engorrosos fogones, cabe un modo ideal de catar ese sabor peculiar de liebre en plenitud. Por ejemplo, es nuestra sugerencia de hoy, un “paté de liebre”, facilísimo de untar sin ningún esfuerzo en una rebanada de pan tostado. Una liebre española, cazada, por ejemplo, en los Montes de Toledo, donde desde hace unos años viene funcionando, con modélica artesanía, un ejemplar Taller Gastronómico especializado en enlatados, de preciosísima factura, de todo tipo de carnes de piezas venatorias. Buen provecho.





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