sábado, 16 de julio de 2011

Sardina, qué tarde llegaste


      Pasó la noche solsticial del 24 de junio, y en lo que hace a la cuita que hoy nos trae, justo será decir que lo hizo muy en precario, sin pena ni gloria, ni tampoco ajuste cierto a lo que advierte, desde que hay memoria, la vieja sentencia: “Por San Juan, la sardina pringa el pan”… Quiá, este año no, por desgracia. Ni mucho menos se cumplió el dicho; entre otras razones, porque apenas había sardina en el mercado en esa fecha, y la poca que había andaba a precio de lenguado, casi. Aquí en Galicia, me han contado, el que por capricho y tradición la quiso entonces, hubo de pagarla por encima de los 9 euros.
Asadas, con cachelos y pimientos de Herbón, qué ricas son
      Esta preocupante tendencia al retraso en la anual cita sardinera empieza a hacerse común de, al menos, una década para acá. Habrá, aunque con mucho lamento, que aceptarlo así, que resignarse y mudar el refrán sanjuanero por ese otro, igualmente clásico, que fija la mejor época y comparecencia abundante de la sardina, “de Virgen a Virgen”, es decir, del 16 de julio (el Carmen) al 15 de agosto (la Asunción). Ahí sí, en ese margen la garantía de presencia es casi total. De hecho, apelando a las viejas tradiciones norteñas, la fecha del 16 de julio, la de la Virgen del Carmen, patrona de la mar y de la marinería, era la que fijaba, en la práctica, el arranque oficial del verano. Ya las viejas abuelas solían advertir a los más inquietos jóvenes que la inmersión en el agua, los baños de mar, no debían anticiparse nunca a la formal liturgia de bendición de esas aguas, lo cual acontecía -como hoy se sigue haciendo- en las procesiones marítimas del 16 de julio.
      Y hablando de sardinas y abundancias de otro tiempo, recuerdo ahora lo extraordinario que, hace ya bastantes años, me contó el famoso financiero Fernández Tapias, sobre el origen, que él conoce muy bien, de la radicación de las industrias de salazón y conservas de pescado en las gallegas Rías Baixas. Según su relato, en los años del último tercio del siglo XIX solían navegar esas costas barcos veleros de carga, con mercaderías propias de la industria textil, que hacían ruta regular entre Inglaterra y Cataluña. A aquellos navegantes les era dado observar con asombro un fenómeno que anualmente se repetía en el arranque de la estación estival, cual el de que la singladura se veían notablemente dificultada, refrenada incluso, por la densidad de los bancos de sardina que debían atravesar. Aquellos industriosos catalanes, advertido el fenómeno y el potencial de negocio que ofrecía, no tardaron en destacar a sus vástagos a la zona para iniciar, con buen capital y utillaje, la que no tardaría en llegar a ser importante industria conservera gallega. Todavía hoy, de aquellos apellidos pioneros y fundacionales se guarda viva memoria en el sector: Barreras i Casellas, Massó, Alfageme, Curbera, Albo,…
      El lado triste de la epopeya, iniciada por éstos, pero seguida de inmediato por otros próceres locales y oriundos, es que en poco más de cien años (la primera fábrica gallega de enlatados se inauguró en 1882) nuestras aguas se han visto esquilmadas a un punto de tanta preocupación como bien indica la escasez que hoy padecemos, reseñada en el arranque de este comentario.
      Y tornemos ahora, si les parece, para ir concluyendo, luego de esta reflexión triste e inquietante, a la sabrosa sardina, y a su cocina veraniega más genuina. El verano, cierto, es el tiempo de su mejor sazón; la época en la que este pez se nos ofrece en su mayor proporción y riqueza en grasas. Grasas, ya lo saben, en las que la moderna dietética ha redescubierto bondades salutíferas sin cuento. Pero, en todo caso, salud a parte –que no es mal “a parte”, ni mucho menos- esa peculiaridad tan propia de la “grasa” característica de los pescados azules, en general, y de la sardina muy en particular, constituye también su mejor soporte culinario. Ingrediente fundamental, ese de la grasa, para el realce extraordinario que estos pescados producen en su formulación más brillante, que no es otra que la más sencilla, la más directa, y la más tradicional, es decir, su asado, bien en contacto directo con las brasas, bien por intermediación de una parrilla.
Sardinas al espeto
      A la brasa, a la parrilla, al espeto, el verano español, especialmente en la costa, sabe, y sobre todo huele, a sardinas; que las hay entre nosotros de dos clases, al menos de dos: las mediterráneas, más pequeñas y tal vez menos “engrasadas”, y las cantábricas, de mayor tamaño y algo más de aporte de “Omega 3” bajo las escamas. En todo caso, la diferencia sápida es mínima entre unas y otras, depende del gusto de cada consumidor, pero justo será decir, y reconocer, que tanto las pequeñas como las grandes están excelentes.
      Unas y otras, todas, sea cual sea su variedad y filiación, no necesitan más manipulación previa antes de ir al fuego que el salado, mejor con sal marina de grano grueso. Deben, eso sí, consumirse lo más frescas posible, y, de poder elegir, que no hayan pasado por el hielo. Téngase en cuenta que, como todo pescado azul, la sardina empieza a estropearse muy pocas horas después de haber sido pescada. De no darse esa circunstancia, casi es mejor adquirirlas “abiertas”, ya evisceradas, y hasta “semi-secas” al sol, como tienen por tradición en algunos lugares. Pero no es lo más recomendable, porque la sardina fresquísima de verano debe ir a la brasa perfectamente entera, tal cual como salió del agua y con el sólo aderezo de esa sal gorda. Y una vez asada, de la parrilla al pan, que no sirve cualquiera sino ese también tan tradicional y rústico de hogaza.
      Una buena rebanada sustituirá al plato, que en romería o de fiesta campera no es menester tal intermediación, como no lo son tampoco los cubiertos. Nada de tenedor: directamente con los dedos separamos un lomo, y el otro, y de inmediato, como bocado excelso, el chupeteado intenso, sin asomo de rubor, de la cabeza, y hasta de la tripa ¡Humm, qué delicia! Casi tanta como ese pan que se ha ido impregnando bien de los aceites y rezumos del asado. Y junto al pan, eso sí, de arrimo próximo a la mano el vino, siempre fresco, y hasta a morro, aunque sea “peleón”, que aquí no importa, para disponer de él con licencia generosa, que ya es verano. Buen provecho.






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