viernes, 1 de julio de 2011

Destellos de Hollín (Pag 146 a 156)


-- Perfectamente. Todo perfectamente, de verdad, tranquilo...

-- ¿Lo has repasado todo?¿Lo tienes todo en la cabeza?...

-- Todo, absolutamente. Sin ningún problema ... Confía en mí. ¿Y tú, qué sabes de lo tuyo?¿ Qué pasa con ...el encargado? ¿Está el campo despejado?

-- Sí. He hablado esta mañana con él; y mejor imposible, porque está medio griposo, según me dijo, y tiene pensado pasar estos días en casa, sin salir y medio en la cama... O sea que, adelante; y mucha suerte. A ver qué te encuentras...

-- A ver. A ver. Ya veremos. Ojalá pueda llenar siete bolsas...

-- ¡Cómo que bolsas! ...¿Qué bolsas?... Coño, ¿ya estamos?...

-- Que no. Que no... Es un decir. Maletas; dos maletas, ya lo sé. Están preparadas, descuida. Todo se hará según el plan previsto, no, te preocupes...

-- Bueno, otra cosa: Recuerda bien el camino para llegar... Acabo de estar en la cabaña. Vengo ahora mismo de allí, y está perfecta... Recuerda que son siete kilómetros por el primer camino, a la derecha, que hay después de pasar el alto... Verás un templete rojo de una parada de autobús, que tiene un anuncio grande de Coca Cola, recuérdalo; y de ahí mismo sale el camino, no tiene pérdida... Se puede ir en coche perfectamente, y a los siete kilómetros ya verás la cabaña, a la derecha, con un pequeño cobertizo de madera delante, y los tres robles grandes que te he contado en la parte de atrás... Tú ven tranquilo, y seguro que no te pierdes, ¿de acuerdo?

-- De acuerdo. Sí. Perfectamente entendido... Hasta el sábado.

-- Sí, hasta el sábado... ¡Joder, qué dura y qué angustiosa me va a resultar la espera!. Crucemos los dedos, y mucha suerte.

-- De acuerdo... Sí. Que no falte...

-- Eso ...¡Y ... que no faltes tú!... Oye, en fin, ya sabes:... que no me la juegues...

-- ...No seas gilipollas, Matías ¡A estas horas con eso! Parece que no me conozcas todavía... Venga, hasta el sábado. Adiós...

-- Adiós.

      De vuelta al pueblo, algo más sosegado tras la llamada, Matías torció la ruta para echarle por fin un ojo al caserón que fuera solar de los suyos por tantas generaciones. Aquí sí pudo comprobar que los cambios eran radicales, no sólo en el edificio, sino en todo su entorno. La finca había sido despojada de los muros de cierre y explanada en su totalidad. Al fondo habían construido una amplia pista polideportiva de cemento, que ahora aparecía poblada de chiquillería, y en el espacio aledaño al caserón, por la parte de atrás, formaban en paralelo dos pabellones de nueva construcción de viviendas de los guardias, una de las cuales correspondería sin duda al domicilio de Alicia y Benigno. Matías aparcó el coche en las proximidades de la puerta principal, sin percatarse de la prohibición expresa que indicaba una señal bien visible. El guardia de puertas salió de inmediato para reconvenirle, pero aplacó el gesto al instante de reconocerle, lo que sorprendió agradablemente a Matías. Tras ese guardia, asomaron por la puerta el propio Benigno y el sargento que ostentaba el cargo de comandante de puesto y jefe de línea. Benigno hizo las presentaciones, y el sargento correspondió con un saludo ceremonioso y preñado de cordialidad. Era evidente que todos estaban bien informados de su vida e historial.
      Nadando en el halago, Matías aceptó de buen grado la visita que le ofrecieron al interior remodelado de la que había sido su vieja casa familiar. En la memoria de Matías volvieron a cruzarse los recuerdos más vivos de la infancia, pues aunque las obras de acondicionamiento dibujaban una arquitectura interior totalmente diferente a la que él podía evocar, algunos elementos sí permanecían inalterados, como la escalera ancha de acceso a la planta superior, con el mismo pasamanos de caoba, sustentado en una filigrana floral de hierro y adornos dorados de bronce; o el salón noble de la primera planta, reconvertido ahora en cuarto de banderas, que conservaba, restaurados, los mismos lucidos estucos en las anchas molduras sobredoradas que remataban las paredes, pintadas al gusto tradicional, en rojo pompeyano. Cada una de las cuatro esquinas del remate superior conservaban, en bajorrelieve de escayola policromada, el escudo de los Cuernavaca y Muerdecojón; y los frescos del techo, en los que perduraba la recreación alegórica de la escena en la que el fundador de la dinastía salvaba a su rey, aparecían ahora, tras la restauración, más luminosos y vivos de lo que nunca se habían podido admirar en los últimos cien años.
      La amigable charla se prolongó allí por más de una hora. Matías desgranó, invitado por los guardias, alguna de sus anécdotas rusas, comprobando con íntima satisfacción que el relato no era ni mucho menos nuevo para sus interlocutores, quienes mostraban más interés en oír la peripecia en su propia voz que en conocerla de primeras, lo que resultaba evidente por las matizaciones que introducían a la menor digresión u olvido por parte de Matías. Todos lucían el uniforme de gala, con los vistosos correajes amarillos y los tricornios mudados del charol tradicional al terciopelo negro. Al cabo, la conversación hubo de interrumpirse un tanto bruscamente al caer en la cuenta de la hora, y el compromiso de los guardias de comparecer en la procesión para dar escolta solemne al paso del Santo Entierro. Una costumbre ésta, ganada desde su llegada al pueblo, del que todos ellos hablaban maravillas, por cordial y acogedor. Y allí estaba Benigno, como mejor prueba, que se ennovió al tercer mes de la inauguración del nuevo cuartelillo.
      Antes de abandonar el lugar, agradeciéndoles la deferente acogida, Matías fue invitado a asomarse a la obra que sustituía, en la planta baja, lo que en tiempos fueran cocina, despensa y comedor de diario, ocupadas ahora por dos celdas formalmente asépticas, con su camastro y sus barrotes, ante cuya visión Matías no pudo evitar un respingante escalofrío, perfectamente advertido por los guardias, que bromearon y disculparon el gesto entendiéndolo como justa y comprensible reacción a la impresión de un cambio tan brusco con respecto a lo que él recordaría de aquel lugar. La impresión de Matías obedecía, por supuesto, a otras causas, más engarzadas en su propia experiencia reciente, y más aún por lo que de mal fario cabía interpretar de aquella visión para la empresa que tenía en marcha. En realidad, lo que en Matías provocó la contemplación de aquellas reformas vino a ser algo así como un efecto similar, en aquellos momentos, a la rotura de un espejo, el desparrame de un salero, o el encuentro siniestro con el más luctuoso de los gatos.
      Sin dejar de pensar obsesivamente en lo que estaba a punto de suceder a quinientos kilómetros, en la ribera del Manzanares, cuyo repaso no dejaba de cruzar permanentemente por su cabeza, Matías no tuvo más remedio que consentir en canalizar su impotencia por la vía de una implicación, siquiera formal, en la rutina local de la liturgia del Jueves Santo, centrada, después de los Santos Oficios, ya entradas las primeras horas de la noche, en la procesión del Santo Entierro. Un desfile austero y solemne, sólo para hombres, acompañando con gravedad ceremonial por las calles del pueblo al Cristo yacente, de cuya imagen, cubierta por un sudario, sólo se dejaba ver el rostro torturado, dentro de una urna de cristal profusamente decorada, que hacía las veces de supuesto ataúd. La escolta marcial de seis guardias civiles vestidos de gran gala, descubiertos, el tricornio a la espalda y con el mosquetón al hombro y rendido, del revés, apuntando al suelo en señal de luto, era para él la única nota diferencial de una escenografía conocida y siempre emotiva, remarcada en la solemnidad por las lucientes hileras de hachones y velas, el mareo de la cera ardiente y la sonoridad coral de aquellas voces, acentuadas a propósito de viril gravedad, que entonaban una y otra vez la adusta salmodia del “Perdona a tu pueblo, Señor...”, en respuesta a la prédica secuencial del fraile que iba marcando las estaciones del Via Crucis.
      Al pasar frente a la casa de los Heredia, Matías observó en el balcón, asomadas muy juntas, a Ana y a Alicia, como dos gotas de agua, confundidos sus rasgos en las sombras de la noche helada por el efecto de los tenues resplandores de los cirios encendidos que subían del desfile. Por reclamar su atención, Matías elevó por un instante, ostensiblemente, el nivel de su canto, pero desistió de inmediato, enmudecido por el singular brillo que advirtió en las miradas de las mujeres, pletóricas de orgullo ambas: la una hacia Donato, que desfilaba al centro, junto al alcalde y el resto de compañeros de Corporación, orlado igual que ellos con el cordón de concejal; la otra, rutilante, hacia Benigno Sarasa, hecho un pincel con su flamante uniforme, cerrando marcialmente el grupo de escolta militar, inmediatamente detrás del “paso” que cargaban a hombros doce cofrades encapuchados. El punto definitivo de amargura, la puntilla insufrible que impelió a Matías a abandonar la fila y huir del allí casi a la carrera fue, en el silencio tras la última estrofa, la voz del fraile desde un balcón próximo, refiriéndose a los ladrones que fueron crucificados a la derecha y a la izquierda de Jesús. El pobre Matías, deprimido por el ambiente y la asfixiante ansiedad de su propia conciencia, ni siquiera fue capaz del consuelo de imaginarse merecedor de la suerte de Dimas; eligiendo, en la huida desesperada, el destino ciego y fatal de Gestas.
      La noche, como bien se veía venir, acabó ahogada en alcohol en la cantina de la estación de ferrocarril, único garito abierto en estas fechas señaladas, en las que hasta la radio enmudecía de otro mensaje que no fueran los puntuales boletines de noticias y la música sacra, adecuada al riguroso luto oficial.
      El viernes discurrió para Matías en un permanente sobresalto interior. A vueltas consigo mismo, imbuido por la secuencia paso a paso del atraco, que no dejaba de repetírsele en la cabeza obsesivamente, junto con la factura de migraña por el exceso alcohólico de la noche anterior, Matías aparecía completamente ajeno y embotado. Con poca atención y menos entusiasmo, escuchó en el almuerzo los planes de futuro que quisieron participarle Alicia y Benigno. Oía, como en un rumor lejano que no fuera con él, los razonamientos de Alicia, que Benigno, de paisano, confirmaba asintiendo con la cabeza de cuando en cuando, a intervalos regulares: La conveniencia de ser previsores, la anotación de que Rita habría de crecer, y que en el pueblo no había posibilidades para una educación adecuada de la niña; y mucho menos, claro, cuando llegara la hora de afrontar estudios superiores, hacer una carrera y todo eso... En la guardia civil, ya se sabe, los traslados no son fáciles, y las buenas plazas están muy solicitadas, por eso es tan importante aprovechar las ocasiones cuando se producen, aunque sea con mucha antelación.

-- En fin, Matías, que lo que queríamos decirte... Lo que habíamos pensado, sin ningún compromiso, claro, es que... A ver qué te parece..-Alicia buscaba infructuosamente el momento de una atención más comprometida de Matías ...¿Verdad, Beni?

-- Claro, claro, por supuesto...

-- Bueno. Pues que a Beni le sale ahora la posibilidad de conseguir una plaza en Madrid ...Y habíamos pensado que, puesto que Madrid, la capital, ya se sabe, es mucho más caro para vivir, ... pues que tal vez yo podría complementar un dinero trabajando algunas horas en tu fábrica de corbatas... Eso habíamos pensado... ¿Qué te parece?

-- ...¿Eh?... Ah. Sí, me parece muy bien, muy bien, estupendo... Perdonadme, pero hoy tengo la cabeza hecha un bombo. -Matías, para no parecer más grosero y desatento de lo que ya lo estaba siendo, por demostrar algo más de interés por la cuestión, preguntó: ¿Y a dónde te destinarían, Benigno?...porque yo tengo algunos amigos en la Dirección General?

-- No. Eso ya lo tengo. Es un puesto bastante cómodo: en Carabanchel. En la cárcel de Carabanchel... Como si de mentar la bicha se hubiese tratado, en la repetición de la palabra “Carabanchel” el tenedor que Matías acercaba en aquel instante a la boca, cargado de arroz, dio en moverse convulsivamente, derramando todo su contenido. La cara perdió su color y, pidiendo mil perdones, impelido por la urgencia, en el segundo después no tuvo más remedio que abandonar la mesa precipitadamente camino del baño, a todas luces para desalojar el estómago, enturbiado repentinamente por el maleficio de aquel conjuro, que Matías encajó como premonitorio de las fatalidades que tanto temía. El resto del día hubo de pasarlo en la cama, asistido por las infusiones de manzanilla de Ana, quien sólo evidenció su sospecha con una pregunta, eso sí, repetida dos veces:

-- Matías, dime la verdad, no me engañes, ¿te ocurre algo más que la resaca?

-- Qué dices, Ana, ¿qué me va a ocurrir?: que ayer me pasé un poco. Eso es todo...

-- ¿Seguro?

-- Seguro, seguro, tranquila... ¡Qué me va a pasar!...

      Al amanecer del lunes, tras una despedida breve y precipitada, Matías emprendió el viaje de vuelta a Madrid. Ana y Donato aceptaron con resignación la frialdad de los abrazos protocolarios, renunciando a inquirir más acerca de la causa de aquel comportamiento tan extraño y ajeno. Sabían, y en ello descansaban, que aquella patética actitud de Matías, su comportamiento huraño y profundamente ausente en las últimas cuarenta y ocho horas no obedecía en ningún caso a desafecto hacia ellos, o a algún fallo achacable a su hospitalidad como anfitriones. Matías tenía problemas, posiblemente graves, pero, dado su carácter, era inútil indagar o esperar de él la descarga de una confesión; obligándole a ello, mentiría, y muy probablemente se sentiría aún más incómodo. Desde el día anterior, Ana y Donato, por confidencia de Alicia, sabían que la guardia civil local había recibido la orden de vigilar con discreción todos los pasos que Matías diera en el pueblo de día y de noche, a todas horas, e informar de su salida y programar un seguimiento del viaje hasta el límite provincial, donde otro grupo tomaría el relevo. La cosa parecía un asunto grave, aunque ignoraban absolutamente de qué pudiera tratarse.
      La jornada completa del sábado, y toda la del domingo, la había pasado Matías en el monte, en la vieja cabaña de los años adolescentes, cuando, al cuidado de Cosme Mantilla y “Asunción”, disfrutando con ellos de un paradisíaco nacer a la vida junto a Ana, viviera sus mejores años totalmente ajeno a la sangría incivil que entonces anegaba el valle.

      El imponente Mercedes 200 SE, color canela, rugía ahora en plenitud de potencia devorando kilómetros crispados de vuelta a Madrid. Matías maltrataba, como no lo había hecho nunca, el acelerador de aquella máquina perfecta, el último modelo de la casa alemana, por aquellos días un verdadero lujo insólito en las carreteras españolas. Su modelo, además, a mayor abundamiento de sibaritismo, correspondía a una serie especialmente exclusiva en detalles de acabado, como el espléndido autoradio de que iba dotado, un “BecketEuropa”, encastrado en armónico juego con la decoración del salpicadero. Un aparato que se había demostrado imprescindible para él en las últimas cuarenta y ocho horas, aunque no tanto por las noticias recibidas a su través, sino precisamente por la desasosegante ausencia de la que Matías temía escuchar. Nada del atraco, nada del botín, nada de la suerte de “Bermeo”...
      Al volante, liberado ya de ataduras y de convenciones de discreción, Matías se maldecía a sí mismo por haber confiado en el cerrajero vasco. Daba por seguro que éste había completado el trabajo y había decidido apropiarse el beneficio en su totalidad. Con infinita rabia, venía ahora a reconocerse ingenuo e infantil al haber supuesto que en el ánimo de su cómplice, lealtades aparte, fuera a pesar más el odio acumulado de una traición que el codicioso panorama de un millonario botín, así lo imaginaba, y la dolorosa perspectiva de menguarlo en el reparto.
      Cabía, claro, aunque era ésta una posibilidad que descartaba al tiempo mismo de esbozarla, que por alguna razón o impedimento “Bermeo” se hubiera visto obligado a desistir o a aplazar la acción en el último momento; pero, de haber sido así, nada le hubiera impedido acudir a la cita en la cabaña. No. Le había engañado. Le había traicionado. Y, siendo así, a lo que ahora tenía que disponerse, y con plena concentración, era a desarrollar su propio papel del modo más convincente, fuera cual fuera el panorama que le aguardase. Recuperar la serenidad y prepararse bien para su llegada, esa era la prioridad ahora. Si todo sucedía como pensaba, se plantaría en la fábrica unas tres horas después de que los hechos, si habían ocurrido realmente, hubieran sido descubiertos, bien en su local, o en el de al lado, por los primeros en llegar al trabajo en aquella mañana de lunes.
      Al entrar en la ciudad, antes de dirigirse a su casa, Matías hizo una parada para comprar el juego de periódicos del día, advirtiendo en ellos la ausencia total de cualquier referencia noticiosa a la comisión de un robo de



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