Gastronomía e Historia son, bien lo saben, los dos principales ejes de afición que inspiran los contenidos de este blog. Contamos -y nos felicitamos mucho por ello- con un buen número de amigos-lectores que comparten conmigo esa misma dualidad de interés. Otros, también muy natural, me hacen llegar sus correos indicando no estar muy conformes con esa doble atención; me dicen, por ejemplo, que con ello “…viene a rebajarse la eficacia del blog en cuanto a su [presunta] ambición de llegar a ser referente en el ámbito de la divulgación culinaria especializada…”, y me sugieren, en fin, que “centre” los contenidos en lo gastronómico, y que, si me apetece, abra otro blog para lo “histórico”. Ciertamente, sí, podría hacerse de ese modo, aunque indudablemente conllevaría, al menos, doble trabajo de atención y seguimiento. Y eso, amigos míos, lo del “trabajo”, he de confesarles que cada vez me fatiga más su sola mención. Así pues, adelantando la disculpa y suplicando la dispensa para quien se pueda sentir contrariado, es mi intención seguir con lo uno y con lo otro, aunque, si acaso, anotando -como creo que he venido haciendo hasta ahora- que la elección del tema a tratar se sustancie con más definición, y más clara ponderación en el futuro, por lo gastronómico que por lo histórico. Procuraré, por ejemplo -como es el caso de hoy-, que las referencias “históricas” se ciñan a acontecimientos o personajes menos conocidos y, por ende, más curiosos. En tal sentido, estoy seguro de que la historia de hoy cumple a la perfección con tales premisas. Vean, y lean, como siempre, con mi mejor saludo.
Les traemos hoy la controvertida, y bastante poco conocida, figura de aquel que fue designado al poco de nacer como Rey de Roma, conocido por los más en el trato de su corta vida como duque de Reichstadt y “sottovoce” de todos, como “El Aguilucho”, es decir, el hijo de “El Águila”, o, lo que es lo mismo: de Napoleón Bonaparte.
Cuando el corso sucumbió definitivamente en Waterloo, y se produjo su segunda abdicación, los bonapartistas más entusiastas llegaron a proclamarle como Napoleón II, pero él apenas se enteró, porque vivía totalmente ajeno su niñez en Viena, al amparo de su abuelo, el emperador Francisco I, y literalmente “secuestrado”, y convenientemente “reeducado” por las directrices del maquiavélico canciller Metternich, quien puso buen cuidado en despejar de la mente del niño todo recuerdo, vínculo o sentimiento “francés”, para hacer de él un genuino príncipe “austriaco”.
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Metternich |
Nunca llegará a saberse del todo el alcance real subyacente de la genética impronta napoleónica en el ánimo y la conciencia del joven “Aguilucho”. Hay indicios de que sí; pero también los hay de todo lo contrario. Y los que hay, unos y otros, en todo caso son pocos, porque no hubo tiempo para sumarlos, ya que una cruel tuberculosis acabó con su vida apenas cumplidos los veintiún años: un día como hoy hace 179, el 22 de julio de 1832
Napoleón Francisco Carlos José fue inscrito así en el registro de su nacimiento, en Versalles, en 1811. Era el ansiado heredero varón por el que tanto había suspirado Napoleón Bonaparte y por cuya consecución (además de la nada desdeñable ventaja de lograr una alianza con Austria, y la no menor e inherente de “legitimar” su estirpe emparentando nada menos que con los rancios Habsburgos) había repudiado a la parvenue Josefina para sustituirla por María Luisa, hija de Francisco I.
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Boda con María Luisa |
El matrimonio –como tantos de la realeza, pero éste mucho más- se había ajustado al más genuino esquema de la “conveniencia política”. Napoleón, en la cresta de su poder y dominio, había cosechado en Austerlitz una de sus más brillantes victorias –la batalla de los tres Emperadores, como fue conocida, porque en ella participaron, en el propio campo de operaciones, el zar Alejandro I, el austriaco Francisco I, y Napoleón, que les derrotó con genial y memorable estrategia-. Tras esta victoria, un Napoleón triunfante hizo su entrada en Viena. El francés no pretendía liquidar el imperio austro-húngaro, se conformaba con doblegarlo –como ya había hecho en el campo de batalla- y subordinarlo a su política. Austria también necesitaba la paz, para rehacerse, y ahí intervino la sutil capacidad de maniobra del genial Metternich. El canciller advirtió la envidiosa admiración que en el todopoderoso Emperador francés causaba, a pesar de la severa derrota recibida por el austriaco, la sólida pervivencia de los fundamentos dinásticos de los Habsburgo. En un momento determinado, Napoleón, a la vista del protocolario y solemne respeto que todos los cortesanos seguían prodigando a Francisco I aún después de haber sido humillado en el campo de batalla, y ante el comentario que Metternich le hiciera de que, luego de tantas campañas y tan exitosas, hora era ya de que descansara y disfrutara de lo muchísimo logrado, Napoleón, un tanto quejumbroso, le respondió: “Eso puede hacerlo vuestro Emperador... yo me sostengo sólo en mis victorias”. Metternich captó la onda de aquella soterrada queja, que no hacía más que poner en evidencia, una vez más, la cuestionada legitimidad del autoproclamado Emperador francés, y no dudó en proponerle una solución conveniente para ambos: un posible acuerdo matrimonial con la hija predilecta del austriaco, María Luisa.
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Josefina |
Y así se hizo y pactó. Napoleón volvió a Paris, y repudió a Josefina, sustituyéndola por la princesa austriaca. Ésta aceptó obediente los designios de su padre, pero nunca, probablemente, llegó a tomarle cariño sincero a su marido. Además, en su corta vida conyugal –Napoleón partió pronto, tras la boda, para su campaña en Rusia- nunca logró hacerse con las simpatías de los franceses, que veían en ella una austriaca, es decir, una enemiga, y compadecían el infortunio de la repudiada Josefina. A los tres años de haberle dado el heredero que buscaba, tras el desastre de la Gran Armée en Rusia y el precipitado y consecuente declinar de la estela napoleónica, al producirse la primera abdicación Maria Luisa convenció a Napoleón de que ni para ella ni para su hijo era conveniente el clima de Elba, así que el derrotado Emperador se fue solo a su isla, y la emperatriz, con el niño, a la corte vienesa de su papá. Nunca más volverían a verse.
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El Rey de Roma |
Retornó después Napoleón, y dirigió el gobierno de los “Cien días”, pero la decisiva derrota en Waterloo puso definitivo fin a sus sueños, que acabaron confinados en la remota isla de Santa Elena hasta el final de sus días, en mayo de 1821. Contaba entonces el niño diez años, y desde hacía siete vivía en Viena, bajo la tutela de su abuelo y sometido a un auténtico “lavado de cerebro” para borrar de su memoria cualquier referencia paterna. De su nombre oficial se había borrado y proscrito el primero, Napoleón, y era ahora Su Alteza Serenísima Francisco Carlos José, el príncipe Franz, como se le conocía en la Corte, o el duque de Reichtadt, por el título que su abuelo le había otorgado. En sus clases, las de historia –y particularmente las de historia militar- eran las que más le interesaban; y llamaba la atención oirle decir, y escribir en sus ejercicios, de los franceses como “el enemigo”, y reseñar hechos o maniobras de “El Bonaparte”, sin mayor inflexión al referirse a su padre.
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Napoleón I |
El joven “Aguilucho” pasó así su infancia escolar en Viena, retenido y controlado muy de cerca por Metternich, quien no consintió que acompañara a su madre, ahora revertida en Archiduquesa María Luisa, cuando ésta, por el designio de su padre y el acuerdo de las potencias partícipes en el Congreso de Viena, reunido allí para ver y resolver de los despojos napoleónicos, fue nombrada para regir el gobierno del Ducado de Parma. María Luisa se instaló allí, en ese feudo italiano, bajo la directa supervisión de un hombre puesto por Metternich para asesorarla y controlarla. Este personaje, el conde Neipperg, hizo tan bien su labor –o ella su seducción- que al poco de llegar ya eran amantes, y con el fruto de varios hijos habidos antes de producirse la muerte del desterrado Napoleón. Cuando ésta se produjo y se conoció, Maria Luisa y Neipperg no tardaron en oficializar su unión con un discreto matrimonio. Entre tanto, el “Aguilucho” iba creciendo, y al hacerlo, también distanciándose afectivamente de su madre, a la que su prurito adolescente nunca perdonó la frivolidad del amante, de los hermanos ilegítimos, y del posterior apaño del casamiento.
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Francisco I |
El duque de Reichtadt, ya alcanzados los años juveniles e independizado en Casa propia, mostró algunas mudanzas; entre otras de nuestro interés, como han dejado testimoniado alguno de sus amigos íntimos, una copiosa biblioteca con todos los títulos que hasta entonces –y ya eran muchos- se habían publicado de las campañas napoleónicas y de los hechos biográficos de Napoleón. Otra de las facetas distintivas del joven duque, que muy pronto empezó a correr por los mentideros, fue la de los “excesos juveniles del príncipe”, aunque en esto no está muy claro si efectivamente fue así, una suerte de precoz licencioso sexual, o más bien un inocente soñador de amores platónicos. Hay leyenda en uno y otro sentido. Incluso la hay que afirma que la causa de su prematura muerte se debió a haber contraído la sífilis, y que ésta, colateralmente, hubiera favorecido el cuadro tuberculoso.
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Lápida actual, en Los Inválidos, de Paris |
Fuera como fuere, el diagnóstico oficial de la enfermedad que tan prematuramente le llevó al otro mundo fue el de tuberculosis. Cuando tal acaeció, aquel 22 de julio de 1832, apenas sumaba 21 años. Como todos los Habsburgo de la rama austríaca, su cadáver recibió solemne sepultura en la cripta de la iglesia de los Capuchinos, de Viena, en un mausoleo al lado del que años más tarde había de recibir los restos de su madre, María Luisa. Allí pasaron, madre e hijo, juntos, poco más de cien años; ya que un siglo después, en el que tal vez pueda ser considerado como el único gesto romántico que Adolf Hitler tuvo en toda su vida, en julio de 1940, inmediatamente después de la fulminante victoria sobre Francia, ordenó –probablemente no tanto por un acto de justicia póstuma cuanto por una hábil jugada para atraerse las simpatías de los franceses, siempre tan sensibles a la memoria del Emperador- que los restos del “Aguilucho” fueran trasladados desde su reposo vienés al Templo de los Inválidos, donde desde entonces comparten vecindad con su padre, ahora al fin rotulados en la lápida para la historia como Napoleón II.
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