En la resaca de los edulcorados enamoramientos valentinianos, en los que andamos en esta medianía de febrero, venimos ahora a evocar una historia, a medias real y a más mítica, de la que fueron protagonistas, en la memoria legendaria, la pareja de enamorados más célebre y simbólica de nuestro país. Una historia romántica y trágica a la vez, de similar enjundia a las otras varias que la literatura recoge en otras latitudes, y cuya relación, o siquiera apunte, ocuparía de por sí todo nuestro espacio. En todo caso, podrían muy bien resumirse en tres parejas de universal conocimiento: los italianos Romeo y Julieta, los franceses Abelardo y Eloísa... y los españoles Diego e Isabel ...los celebérrimos Amantes de Teruel.
De las tres historias célebres, la que tiene un sustrato de apoyo histórico más sólido es, sin duda, la de nuestros amantes turolenses. Aún así, hay que reconocer que todas las tres tienen más adorno de leyenda, más de proyección literaria y acomodo mítico, que de historia real, cierta y constatable documentalmente. Son las tres, en definitiva –y no está mal que así sea- historias que triunfaron y trascendieron por su condición de arquetípicas del amor apasionado y desesperado. En el caso de los de Teruel, la historia que se cuenta es la siguiente.
Allá por los primeros años del siglo XIII vivían en la ciudad aragonesa de Teruel dos jóvenes; él, de nombre Diego Marcilla, era segundón de una familia noble local, aunque venida a menos en lo económico. Ella, Isabel de Segura, era hija de un hombre muy rico emparentado con la poderosa familia de los “Muñoces”.
Diego e Isabel se habían tratado desde niños, y con la adolescencia aquella familiaridad se transformó en amor. Cuando Diego pidió la mano de Isabel, el padre de ésta lo rechazó porque, según le dijo, no tenía suficientes medios de fortuna. El joven pidió entonces a la familia de su amada un plazo de cinco años para enriquecerse. Y así lo convinieron ambas partes, y, fiado en ese acuerdo, Diego marchó a la guerra. Según se cuenta, peleó en la batalla de las Navas de Tolosa, y luchó denodadamente después en tierra de moros, y hasta hay quien dice que marchó a las Cruzadas (aunque esto es improbable, porque en aquel tiempo no había ninguna, y la lucha contra el infiel en la Península todavía no tenía esa consideración).
Iglesia mudéjar de San Pedro |
Sea como fuere, lo cierto es que el mancebo Diego luchó y peleó denodadamente hasta lograr un inmenso botín, con el que regresó a Teruel justamente el último día en el que expiraba el plazo. Pero, al entrar ilusionado en la ciudad, conoció la amargura de lo que insólitamente había ocurrido: su amada acababa, ese mismo día, de contraer matrimonio con un miembro de la poderosa familia Azagra.
Al parecer, Isabel había consentido en tal matrimonio presionada por su padre, luego de que éste le asegurara que Diego no iba de cumplir la promesa y que nada se sabía de él. Probablemente mintiendo, le contó a la niña que los ojeadores y criados que había mandado en descubierta a los caminos de acceso a la ciudad, le habían informado que no habían visto a nadie en la ruta, y que era, pues, vana toda esperanza.
Ante tal panorama, Isabel accedió a la boda; no obstante lo cual, impuso una condición a su padre, que éste debería negociar con el novio. La tal condición no era otra que la promesa que su nuevo marido habría de hacerle, de respetarla al menos aquella primera noche. Y en esas estaban, en su cámara nupcial los recién casados, con el frustrado de Azagra ya dormido, cuando Diego, tras gatear por el muro, logra acceder al dormitorio por una ventana. El de Azagra no oye nada, y sigue dormido, ajeno a todo, en tanto el enamorado recrimina a Isabel que no le haya esperado ni siquiera veinticuatro horas. Roto el corazón, como última prueba para acceder a irse, Diego le pide a Isabel un beso, que ella le niega; lo que hace que el pobre de Diego caiga fulminado de dolor insoportable allí mismo.
Oleo del valenciano Antonio Muñoz Degrain (1884) |
Al día siguiente, durante el funeral del infortunado Diego en la iglesia de San Pedro, Isabel, enlutada y cubierta, se presenta en el templo desafiando a su propia familia, y en medio de una enorme expectación se arroja sobre el cadáver de su amado, y le da el beso que la noche anterior le negara. Tras hacerlo, también ella muere de amor. Impresionados y conmovidos por lo que acaban de presenciar, las dos familias sellan una paz temporal y deciden enterrarlos juntos. Y hasta aquí la leyenda, que juglares y trovadores habrían de cantar y recrear en su trágica secuencia y detalle durante varios siglos.
Un mito con fundamentos históricos
La historia podría muy bien haber quedado inscrita en la nebulosa de las leyendas sin fundamento real constatable. Y así puede que sea, ciertamente, en buena parte de su contenido. Pero bien decíamos que en este caso, aunque no suficientes ni determinantes, sí hay algunos apuntes históricos que dan fundamento a pensar que, al menos, los personajes en cuestión existieron realmente, y que el drama de su amor imposible también ocurrió, aunque tal vez en otras circunstancias menos románticas.
De la existencia y pugna enconada entre “Marcillas” y “Muñoces” hay prueba documental, como así consta en los archivos del concejo turolense, que recogen una curiosa disposición, ya por el siglo XV, en la que se delimitan las calles por las que pueden transitar los miembros de una y otra familia, junto con la anotación explicativa de que por varias veces el Concejo ha tenido que asumir a su costa la limpieza de la Plaza del Mercado, “que está –dice el legajo- inmunda de texas y piedras a causa de las bandosidades de Muñoces y Marcillas...”
El soberbio mausoleo de Juan de Ávalos |
También consta abundante documentación sobre los pleitos que mantuvieron durante años -décadas- estas dos familias por la herencia de doña Isabel. Y ahí asoma una duda, ya que, sin no llegaron a casarse, a qué plantear pleito por la herencia. De lo que muchos concluyen que acaso los amantes no eran novios ni prometidos, sino marido y mujer. Y que el caso del escándalo en cuestión habría derivado de que Diego, marido de Isabel, hubiera tenido que partir a la guerra, y que a su regreso se hallara con la sorpresa de ver a su mujer, Isabel, casada con otro, el tal Azagra; y que de ello hubiese derivado una tragedia pasional que luego alimentara la leyenda en otro formato.
Pudiera ser... o tal vez no. Lo cierto es que la leyenda vino a reavivarse allá por el año 1555, cuando, al acometer obras de remodelación en la vieja iglesia de San Pedro, bajo el suelo de la capilla de los Santos Cosme y Damián afloró un enterramiento del que no se tenía noticia. En él, dos cajones de madera contenían sendas momias, y en una de ellas, un pergamino en el que se daba cuenta de su identidad, y del relato de la peripecia que les había llevado a la muerte. Dos notarios del reino constataron el contenido de aquel pliego, aunque de su paradero hoy no se tenga noticia.
Exhumación de las momias, en 1910 |
De la que sí se tuvo a partir de entonces fue de la historia en su versión literaria: en 1581, Andrés Rey de Artieda publico el primer drama con ese nombre, “Los Amantes de Teruel”, al que luego habrían de seguir otros varios y numerosos, hasta los determinantes que fijaron la historia, por la pluma de Tirso de Molina, en el XVII, y, ya en el XIX, Juan Eugenio Hartzenbuch.
Cartel de las "Bodas" 2011 |
En los años cincuenta del pasado siglo, el Ayuntamiento de Teruel retomó el impulso cultural y turístico de su famosa leyenda local, y reinstaló los dos sarcófagos en un monumental mausoleo esculpido por Juan de Avalos. Desde entonces, y de unas décadas para acá con especial realce, particularmente a partir de que, en el año 2005, se inaugurara el nuevo, monumental e independiente, Mausoleo de los Amantes, el Ayuntamiento de Teruel ha apostado por el culto a esta leyenda como principal reclamo turístico de la ciudad, organizando en su honor cada año una suntuosa fiesta medieval de bodas a la que concurren cada vez un mayor número de turistas enamorados de todo el mundo. El balance del pasado año anota la cantidad fabulosa de 120.000 visitantes. Para este 2011, los actos y las representaciones callejeras populares se inician este próximo jueves 17 de febrero, con el tradicional “cierre” de las Puertas de la Muralla. El viernes es el día de la representación de la “boda” de Isabel. El sábado, 19, la “llegada” de Diego. Y el domingo, 20, el gran colofón, con el “funeral” de Diego, y la “muerte” de Isabel, desplomada sobre el cadáver del amado.
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