Sí, barro, barro cerámico. Eso sí, de buena calidad, proveniente, a poder ser de zonas concretas, de buen prestigio, como el de Estremoz, en Portugal, el de la comarca de Tierra de Barros, en Badajoz, o, el preferido por las damas más refinadas, el que mercaderes especializados traían de Jalisco, de Chihuahua concretamente, en Méjico.
El gusto por la ingesta de barro fino, planteada así, como bocado de placer y refinamiento, está documentado desde muy antiguo; cuando menos, desde la califal Bagdad del siglo X. Y probablemente fue esa “vía árabe” la que trajo la costumbre a España. Aquí, ese barro, preferentemente el de color rojo intenso, se cocía en pequeños cacharros individuales, o búcaros, que eran los que concretamente se comían las damas, mordisqueándolos a pequeños trocitos, una vez ingerido el líquido que contuvieran. Tal costumbre generó incluso un nombre: “bucarofagia”, y, como les contamos, la tal práctica se puso muy de moda entre las damas de la corte española en el Siglo de Oro.
Según opinión de la época, la ingesta de este barro procuraba varios efectos, todos ellos de alto interés para las mujeres de aquel tiempo. Se creía que retrasaba la menstruación, y que disminuía su flujo. Les procuraba, además, una tez blanca, lo cual era entonces empeño de muy alto interés para las damas refinadas. Y también, por último, producía un cierto efecto narcótico, al parecer muy placentero, que llegaba a fijar una clara dependencia en las consumidoras; lo cual era el principal reparo que los confesores ponían a la costumbre. La Marquesa D’Aulnoy (a la que, recordarán, hicimos referencia en la entrada “Llevarse la comida”, del pasado mes de enero), en sus “Memorias de la Corte de España”, escribe: “…hay señoras que comían trozos de arcilla… tienen una gran afición por esta tierra… Si uno quiere agradarlas, es preciso darles de esos búcaros, que llaman barros; y a menudo sus confesores no les imponen más penitencia que pasar todo el día sin comerlos”.
Otra cronista de aquel tiempo, Sor Estefanía de la Encarnación, nos dejó otro testimonio substancioso, fechado en 1631: “…como lo había visto comer [el barro] en casa de la marquesa de La Laguna, dio en parecerme bien y en desear probarlo”. Y lo probó y “un año entero me costó quitarme de ese vicio”, si bien “durante ese tiempo fue cuando vi a Dios con más claridad”.
Esta curiosa práctica de la bucarofagia podría tener, incluso, una representación plástica excepcional, que vino a abrirse, como pista o teoría, en 1984, cuando tuvo lugar la última restauración del cuadro de “Las Meninas”, de Velázquez. La obra, una de las más admiradas del arte universal, pintada por el genial sevillano en el año 1656, había ocultado durante los últimos siglos, por el efecto del barniz envejecido, los detalles más pequeños, entre ellos, la composición real de la ofrenda que la infanta Margarita, personaje central del cuadro, recibe de manos de la “menina” (dama de compañía) doña María Agustina Sarmiento de Sotomayor, hija del conde de Salvatierra, una bandeja con un búcaro, presumiblemente con agua fresca perfumada, para refrescarse.
El caso es que hasta esa restauración que comentamos, la opinión general entendía que el recipiente en cuestión de la ofrenda era una jarrita de fino cristal, que parecía lo más propio, y ahora aparecía nítidamente la realidad de un modesto búcaro de barro, que, a más a más, se presenta sobre una fina bandeja (“azafate”, bandeja con pié) bañada en oro. Realmente, el contraste es, como poco, sorprendente.
Y ahí surgió la especulación y la polémica. Según algunos expertos en historia de la cerámica, el búcaro que se presenta en el cuadro responde justamente al modelo que en la época se usaba para la bucarofagia. La duda que se plantea es la juventud de la niña, que parece demasiado joven para que le fuera ofrecido, con el fin de comérselo después, el tal búcaro. No obstante, también nos hacen notar que el juego de miradas del cuadro nos permite ver cómo la infanta mira a su madre tras recibir el jarro, y cómo (presuntamente, porque ahí se ve muy poco) la reina le regaña con la mirada. Y se preguntan; ¿por qué? ¿porque el agua está demasiado fría, o porque es demasiado joven para iniciarse en una práctica poco recomendable?
En fin, que así se las gastaban con las vasijas de barro nuestras damas del Siglo de Oro. Y un apunte más, final. Obviamente, la ingesta (había muchas damas que se comían un búcaro al día) producía, además de los efectos profilácticos y narcóticos descritos, una inevitable toxicidad, un envenenamiento, por mercurio, plomo y arsénico principalmente. Y para ello también había un remedio médico curioso y no menos sorprendente: “tomar acero”, o “agua acerada”, es decir, beber agua en la que se había hundido una barra de hierro candente, que debía tomarse en ayunas. Así lo recoge, en 1606, Lope de Vega en “El Acero de Madrid”, en el que un músico canta:
“Niña de color quebrado, o tienes amor o comes barro”, y un criado, que finge ser médico, recomienda a la protagonista que “tome hasta media escudilla reposada de agua acerada”.
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