lunes, 14 de febrero de 2011

Cocina afrodisiaca


      En este valentinesco día, en el que el amor y el enamoramiento se hacen cada año recurrente hueco, parece pertinente traer a este rincón culinario algún apunte breve sobre lo mucho que se ha escrito y cantado acerca de los presuntos efectos lúbricos de algunos determinados alimentos... sobre eso que se ha dado en llamar la “cocina afrodisíaca”.
      Desde el principio de los tiempos se ha dicho y escrito con abundancia sobre ello. Toda una historia llena de jugosísimos consejos, tan razonables y explicables algunos, como desternillantemente escatológicos otros, los más.
      Sin la menor duda, una mesa sibarita, refinadamente servida, constituye, en todo tiempo y lugar, un magnífico prólogo para cualquier encuentro amoroso. Eso es tan obvio, que no hay en ello ciencia ni arcano alguno. Otra cosa es afirmar que un combinado de, pongamos que ostras, caviar, trufa, nuez moscada y jengibre, disponga por sí mismo y por su efecto al más cuitado en trance de emular al mítico Casanova. Eso, ay Dios, no está al alcance de ningún producto –y buena pena es- ya sea del mar o de la tierra. Lo tristemente cierto es que la sexología ha revelado científicamente la casi total falacia de la cocina afrodisíaca. La cocina erótica, pues, no existe. Sentado este principio, hablemos de la “cocina erótica”.
      La relación de productos etiquetados como afrodisíacos a lo largo de la historia es tan extensa, que no cabría en nuestro acotado espacio siquiera su relación nominal. Los ya dichos, marisco, trufas, caviar y especias en general figuran en los catálogos de todos los tiempos; pero hubo muchos que en una determinada etapa tuvieron ese predicamento sin razón clara que lo justifique. Los pimientos, por ejemplo, cobraron esa fama recién llegados de América. Y hasta la inocente alcachofa, tan ponderada en la Edad Media, fue condenada en el siglo XVII como hortaliza que atentaba contra la virginidad de las doncellas.
      Los ingleses tuvieron durante siglos prohibida a la mujer casada la ralla de clavos, que no debía ni siquiera tocarla. Y hasta anteayer, como quien dice, a esa misma mujer custodia de su honra, en Inglaterra, y aquí en España también, y en toda Europa, nada podía desacreditarla más que consentir que en público la vieran ingiriendo espárragos blancos asidos, como bien debe ser y hacerse, con su propia mano.
      La carga erótica de los alimentos tiene, las más de las veces, y en muchos casos como el anterior, raíz en su forma insinuante; o en su apariencia, como en los mariscos bivalvos. A veces en su color, como el rojo pasión de fresas y cerezas; y otras, por simple asimilación de función, cual el caso de las criadillas de distintos animales.
     Más razón de fundamento científico colateral hay en los picantes, que, efectivamente, tienen un moderado efecto vasodilatador. La pimienta, entre las especias, es la reina; como entre las bebidas lo es la menta, sin que le vaya muy a la zaga el burbujeante efecto del champagne.
      En fin, que la historia es larga, y con fundamento o no, es muy cierto que el hombre a lo largo de la Historia ha depositado con mucha frecuencia su suerte amatoria a la complicidad a favor de determinados productos de la despensa. Hoy en día aún perdura esa creencia, aunque es verdad que notablemente atemperada. Según una encuesta reciente, hecha a propósito de estos asuntos, tan sólo uno de cada cinco españoles da crédito a la existencia de alimentos con cualidades afrodisíacas; entre los cuales marisco, chocolate y canela se llevan la palma. Sin embargo, y ahí sí estamos muy de acuerdo y compartimos plenamente el resultado de la encuesta, en otro apartado de preguntas uno de cada tres españoles reconocieron que una cena romántica es el prolegómeno ideal para un encuentro amoroso. Que ustedes lo prologuen bien. Buen provecho.










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