viernes, 24 de febrero de 2012

Landrú, a 90 años de sus crímenes


      Muchos, por desgracia, han sido, en todos los tiempos y latitudes, los asesinos en serie de mujeres engatusadas por vía de seducción. De entre toda esa siniestra nómina de criminales, probablemente el francés Landrú, el “Barba Azul” del siglo XX, como así fue conocido, sea el más célebre. Desde luego, su peripecia criminal, descubierta en un momento crucial de la historia europea, en los días del Armisticio de la Gran Guerra, es la que más tinta y más metros de celuloide hizo correr.
      Los hechos salieron a la luz en abril de 1919, cinco meses después de la firma del Armisticio que había puesto fin a la sangrienta Primera Guerra Mundial. Pero el arranque del caso dio sus primeros pasos casi un año antes, cuando una mujer, Madame Lacoste, alertada por la ausencia de noticias de su hermana, que en 1915 se había ido a vivir, según le había contado, con un caballero apellidado Fremyet, ingeniero de profesión, y al que había conocido por medio de un “anuncio por palabras” publicado en un diario parisino.
Con una de sus víctimas
      Madame Lacoste, según declaró, se había disgustado con su hermana por haber tomado una decisión que juzgó tan alocada, casi había roto con ella, aunque no tanto como para suspender su comunicación epistolar, que siguió produciéndose hasta que vino a interrumpirse a partir de mediados de 1916. Por los datos que sabía, la pareja se había instalado en una pequeña casa a las afueras de la villa de Gambais, próxima a Paris. Como las cartas que escribía a aquella dirección no tenían respuesta, un día se decidió a escribir al alcalde, demandándole si podía aportarle alguna noticia de la situación de su hermana. La respuesta negativa del alcalde de Gambais incluía un añadido que sumó nueva inquietud a madame Lacoste: “Por cierto, tengo que comunicaros –le decía- que he recibido hace tiempo una carta idéntica a la vuestra de una tal familia Pellet, pidiéndome información parecida de madame Collomb”. Madame Lacoste se puso entonces en contacto con esa familia, contrastaron datos, acrecentaron su sospecha, y decidieron llevar el caso a la policía.
      La investigación del caso le fue adjudicada al comisario Marcel Belin, quien empezó un tanto rutinariamente, hasta que poco a poco fue cobrando interés al apreciar algunas circunstancias extrañas en el caso. Para las familias denunciantes, el habitante de aquella casa era, en un caso, monsieur Fremyet, ingeniero; en el otro monsieur Guillet, agente diplomático. El propietario de la casa en cuestión, informó que en el contrato de alquiler el nombre que figuraba era monsieur Duppont, y su profesión, el negocio de compra-venta de automóviles. Finalmente, el comisario Belin acabó por descubrir que la verdadera identidad del personaje era la de Henri-Desiré Landrú, prófugo de la justicia por desertor, casado y con tres hijos, aunque su mujer, inválida, vivía en la campiña y decía no saber nada de él desde hacía años. El tal Landrú, había pasado por la cárcel en dos ocasiones antes de la guerra, consecuencia de sendas estafas.
Escoltado por gendarmes
      El asunto de la deserción sirvió al comisario Belin para detener a Landrú, pero éste, con convincente aplomo, negó saber nada de la suerte de las dos damas desaparecidas. Reconoció que, efectivamente, había mantenido con ellas una relación sentimental, pero que ésta en ambos casos había acabado hacía tiempo, y que no sabía nada de adónde podían haberse ido; en el caso de Celestine Lacoste aseguró haberle oído decir, antes de la ruptura, que pensaba emigrar a América, probablemente a la Argentina. Belin también interrogó a la mujer con la que convivía Landrú en el momento de la detención, pero ésta no aportó más que testimonios favorables: su enamorado era un caballero sin tacha, de exquisita corrección, amante de la poesía y de la ópera; un delicado soñador, pulcro en extremo y ejemplarmente ordenado y meticuloso en el orden de sus cosas.
      Y fue, precisamente, este meticuloso orden que Landrú tenía para sus cosas el que al fin vino a perderle, porque él, impertérrito en todo el tiempo de la investigación y a lo largo de todo el juicio, jamás llegó a confesar la autoría de los diez crímenes que se le atribuyeron. La gran suerte para el comisario Belin fue la pequeña agenda de tapas negras que Landrú portaba en el momento de su detención, y que fue advertida por el comisario cuando el reo trataba de deshacerse de ella, arrojándola del coche, camino de la comisaría. En ella estaba todo anotado con pulcritud burocrática: nombres, fechas, lugares, citas... un cúmulo de pruebas –aunque, eso sí, todas circunstanciales- que advertían de diez nombres de mujeres, todas ellas desaparecidas.
      Fue entonces cuando el caso saltó a la prensa, e hizo inmediato furor en la opinión pública. Cuando, a los dos días, justicia y policía acudieron a registrar e investigar el pequeño chalet, una auténtica multitud esperaba ya, rodeando la finca. Los vecinos se disputaban a los reporteros desplazados para contarles de las costumbres taciturnas del personaje, de las idas y venidas de mujeres a aquella casa, y también del hedor que algunos días salía de la chimenea de la cocina, o de alguna ocasional hoguera encendida en el jardín, tras el alto muro que lo circundaba.
La cocina, desmontada, en el juicio
      El registro efectuado resultó determinante. En la casa aparecieron numerosos restos humanos, rastros de sangre, y hasta un pequeño fragmento de cráneo humano dentro del horno de la cocina. También se descubrió allí el meticuloso archivo que Landrú guardaba, con distintos modelos de “anuncios” para publicar en los periódicos. Uno de ellos, al parecer el más utilizado como “reclamo” decía: “Señor de 47 años. Situado. 4.000 francos. Desea unirse con alguien de situación y gustos parecidos”.
      Todas las respuestas, numerosísimas –entre ellas las de las diez víctimas de las que se le acusó-, estaban perfectamente clasificadas en un fichero, con epígrafes como “A archivar”, “Respuesta inmediata”, “Nada que hacer”, “Familia extensa”, “Escasos recursos”, “Buena posición”... junto a otras anotaciones como “regordeta”, “inflexible”, “desconfiada”, “locuaz y chismosa”... etc....
      El sumario instruido por la fiscalía llegó a anotar la estimación de que Landrú debía haber tenido en los últimos veinte años unas 280 amantes sucesivas. ¿Cuántas de ellas murieron por su mano, estranguladas, y luego incinerados sus cadáveres una vez descuartizados? También se anotó que Landrú había adquirido en distintas ferreterías, en todo ese tiempo, más de diez sierras. Pero esa terrible sospecha nunca pudo llegar a esclarecerse. El sumario por el que rindió cuentas se ciñó a las diez víctimas concretas que le fueron atribuidas.
Declarando, en el juicio
      Y habrá que volver a insistir en lo de “atribuidas”, porque -recordamos- Landrú nunca llegó a confesarse culpable. En el juicio, que se inició en Versalles a principios de noviembre de 1921, Landrú se mantuvo en todo momento impertérrito y desafiante, y hasta irónico por momentos. Su mutismo a las preguntas que le hacían sólo lo rompía, a veces, para repetir una y otra vez la que creía su única salida: “No creeré que esas personas han muerto hasta que me mostréis sus cadáveres”. Con frases como éstas, que al día siguiente reproducían los periódicos en grandes titulares, Landrú, 1,80 de estatura, delgado y estirado, prácticamente calvo y con una luenga barba rojiza, se hizo por aquellos días personaje popular como ninguno. Su suerte estaba en todos los debates, y a la sala de audiencia acudía puntualmente cada día, “el todo” Paris. Prueba de aquella morbosa popularidad es el dato de que en las elecciones que se celebraron aquel mes de noviembre, en más de cuatro mil papeletas se había escrito su nombre. Y a la prisión de La Santé llegaba cada día un furgón de cartas a él dirigidas, muchas de ellas con propuestas de matrimonio.
Ilustración de la época, en la que se recoge
la conducción de Landrú camino de la guillotina
      Durante tres semanas se prolongó la vista, en la que en más de una ocasión la insolencia del reo y su inaudita desfachatez llegó a crispar al tribunal. Finalmente, el 30 de noviembre, una vez recibido el informe clínico en el que se le declaraba plenamente responsable de sus actos, Landrú escuchó, impertérrito, su condena a morir en la guillotina. Sentencia que se cumplió a las 6 de la mañana del día 25 de febrero del año siguiente, 1922.
      Ni siquiera en ese trance final perdió Landrú la compostura y la arrogancia. Sus últimas palabras fueron para su abogado defensor, el prestigioso jurista Moro-Gaiffieri, de quien Landrú se despidió con un “¡hasta la vista!”, luego de disculparse ante él y de tratar de apaciguar su sensación de fracaso con un: “Maestro, siento mucho haberle dado a defender una causa tan mala como la mía”...



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