La extraordinaria calidad de resultado que la espinaca ofrece en su versión congelada, casi ha hecho anecdótico hablar de su “temporada” ideal. Hoy, como todo el mundo sabe, disponemos de magníficas espinacas congeladas a lo largo de todo el año, sin embargo, bueno será saber también, al menos para quienes gusten de ellas frescas, que ahora y en estos días entramos en su tiempo sazón.
Incluso cabría apuntar más: son dos los ciclos, o etapas, anuales de buena e ideal provisión de espinaca fresca: una ahora, desde el final del invierno y hasta el despunte de la primavera, pongamos que de febrero a abril, …y otro ciclo de presencia en el arranque del otoño, de septiembre a noviembre. Las diferencias entre unas y otras espinacas son, ciertamente, muy pocas, aunque muchos apuestan más por éstas, las de ahora, las invernales, de hojas más pequeñas y oscuras.
La espinaca es originaria de Persia, y llegó a Europa de manera tardía. Ni griegos ni romanos conocieron de ella. Fueron los árabes, y a través de España, allá por el siglo XI, quienes trajeron y promovieron en Europa su cultivo.
En la cocina es una verdura de enorme versatilidad, tanto cocida como rehogada luego en la sartén, y combina perfectamente con piñones, con uvas pasas, o en íntima ligazón con una ligera bechamel.
En lo que hace a la alta cocina tradicional, todos los platos y recetas que se enuncien “a la florentina”, ténganlo en cuenta, no tienen más clave y secreto que el concurso inapelable en ellos de espinacas, las más de las veces en forma de crema, como en el célebre y apreciado “lenguado a la florentina”.
Nutricionalmente, la espinaca es rica en agua y pobre en calorías, por lo que resulta ideal para los regímenes de adelgazamiento. También es rica, como todo el mundo sabe, en hierro; aunque bastante menos de lo que presume el mito. Sepan, por ejemplo, que los puerros, e incluso la lechuga, aportan más hierro que las espinacas. La cosa, ciertamente equívoca, viene del famoso Popeye, personaje creado por Segar en los años USA de la Gran Depresión, que protagonizaba milagrosas recuperaciones de fuerza y energía tras la ingesta, a morro, de su inseparable lata de espinacas. Al respecto de esta curiosa y famosa asociación, se cuentan dos versiones: una, que la idea de asociar el personaje a este producto surgió de una campaña oficial del Gobierno de Estados Unidos, diseñada para apoyar y promover el consumo de espinacas. Y la otra versión, más cierta y documentada –que no excluye la anterior-, que el caso se debió a una coma mal transcrita en un informe: al parecer, una secretaria del laboratorio que había recibido el encargo de realizar un estudio nutricional de la espinaca de cara a aquella campaña, equivocó el dato referido a la riqueza en hierro cambiando de lugar una coma: del cierto y real que debiera figurar, de 2,6 miligramos por cada cien gramos, se le “movió” la coma a la derecha, con el resultado de una cifra diez veces mayor a la real: 26 miligramos en vez del 2,6 correcto.
Y así se escribe la historia: las gracias del marino tatuado y su incondicional amor por su muy querida Olivia, y los celos, siempre por medio, que derivan en golpes mil con su eterno rival, el malo, malísimo, “Brutus”, llevaron el falso mito de asociación entre la espinaca y su presunto aporte extraordinario de hierro a la conciencia nutricional de medio mundo.
En todo caso, mejor que, como Popeye, en lata, y aún mejor que congeladas, cuando llega su tiempo sazón, en el que ya estamos, lo ideal es consumir las espinacas frescas. Les animo a ello. Eso sí, siempre recién hechas, que no es poco lo que pierden, incluso en el breve plazo de un día para otro. Y así consumidas en fresco, otro dato a tener en cuenta es que no cabe calcular menos de 500 gramos por comensal, ya que es mucho, por no decir, muchísimo, lo que merman con la cocción. Al comprarlas, las hojas deben ofrecérsenos a la vista bien tersas y de un color verde uniforme. Buen provecho.
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