Eduardo Dato e Iradier, nacido en La Coruña en 1856, ejercía como líder del partido conservador en aquellos años convulsos del primer tercio del pasado siglo, en el reinado de Alfonso XIII. El año anterior, en el mes de mayo había vuelto a ocupar, por cuarta y última vez, la presidencia del Consejo de Ministros.
El 8 de marzo de 1921, a la caída de la tarde, cuando regresaba a su domicilio después de una sesión en el Senado, tres anarquistas venidos desde Barcelona con ese fin, ametrallaron su coche a la altura de la madrileña Puerta de Alcalá. Sumaba el político gallego 64 años de edad, más de la mitad de ellos dedicados a la vida pública. Un ejercicio, éste de la vida pública, extremadamente peligroso en la España de aquel tiempo, como bien indica el hecho de que Dato viniera a ser el cuarto presidente que caía asesinado en el último medio siglo de la historia política de España.
Eduardo Dato |
En las cuatro etapas presidenciales en las que a Dato correspondió el ejercicio del poder ejecutivo en España, el político, nacido circunstancialmente en Galicia (hijo de murciano -militar- y vasca), se había distinguido por un talante de reformador moderado, especialmente en sus primeros gobiernos. A su impulso se había debido la primera legislación laboral que tuvo España, y el arranque de la primera seguridad social. Igualmente, y en aquellas primeras legislaturas, supo marcar un nuevo estilo de hacer política, sobre bases de tolerancia y de negociación. Motivo por el que los mauristas dieron en llamarle “el hombre de la vaselina”. Sin embargo, tal vez su mayor mérito histórico fue la defensa a ultranza, en la que se empeñó, de la neutralidad española en la Primera Guerra Mundial, a pesar de las fortísimas presiones de las potencias beligerantes para que España tomase partido en la conflagración.
Otra de las facetas determinantes de aquellos años, y que vino a agudizarse a partir del final de la Guerra Europea, con la terrible crisis económica que la paz proyectó en España, fue el problema de la tensión social y su reflejo agobiante en el fenómeno del pistolerismo, que alcanzó cotas extraordinarias en el arranque de la última presidencia de Dato, cuando, particularmente en Cataluña, día sí y día también eran abatidos a tiros patronos y obreros a plena luz del día. Para atajar esta situación, el gobierno cedió al fin a las presiones de la Patronal, en la exigencia de que la anarquista CNT fuera desmantelada y encarcelados sus dirigentes. Metido en esta dinámica, y abierta sin rubor la “guerra sucia” contra el anarquismo, el gobierno de Dato, además de penas de cárcel indiscriminadas y de confinamientos y deportaciones masivas, no dudó en autorizar la aplicación expeditiva de la ley de fugas, que autorizaba a la fuerza pública a disparar a matar contra quienes se resistían a su detención o huían. Esto acabó por exacerbar a los anarquistas, que se decidieron por la vía de la venganza contra el presidente del Consejo.
Pedro Mateu |
Tomada la determinación criminal, sin necesidad de designación ni de sorteo tres jóvenes militantes se ofrecieron voluntarios para llevar a cabo la acción. Eran, Pedro Mateu, de veintitrés años, jefe y cerebro del comando; Ramón Casanellas, de la misma edad, y Luis Nicolau, de veinticinco años. Juntos llegaron por tren a Madrid el 11 de enero de 1921. Por sus informes previos, ya traían elegida la zona idónea para la comisión del atentado, en algún tramo de la céntrica calle de Alcalá, y en ella buscaron su alojamiento, repartido en sendos pisos que alquilaron. Y así iniciaron su vigilancia, comprobando al poco tiempo la sorprendente circunstancia de los desplazamientos en coche de presidente, que usaba dos modelos distintos, pero perfectamente identificables en la escasa circulación de aquellos días. Y comprobaron también que sus trayectos eran de una regularidad temeraria: siempre por la calle de Alcalá arriba desde la Plaza de la Cibeles, para girar a la izquierda en la confluencia de la calle de Serrano, enfilando por ella luego hasta la próxima calle de Olózaga, donde Eduardo Dato tenía su domicilio. Y otro hecho más vino a sorprenderles y animarles –éste auténticamente insólito-: el coche presidencia realizaba siempre sus trayectos sin escolta de ningún tipo.
La moto utilizada, tras su hallazgo |
Estudiado el escenario, y elegido el lugar idóneo para la comisión del atentado, un poco antes del giro hacia la calle de Serrano, donde el automóvil tenía que aminorar forzosamente la velocidad, pensaron en el vehículo que ellos mismos utilizarían. En este aspecto, el criterio que se impuso fue el del jefe Mateu: mejor que desde otro coche, les explicó, serían más efectivos y podrían acercarse más si utilizaban una moto con sidecar. Tomada esa decisión, dos de ellos volvieron a Barcelona para adquirirla. Allí encontraron una perfecta, una Indian de gran cilindrada por la que pagaron una auténtica fortuna para la época, 5.100 pesetas. También mejoraron e incrementaron su arsenal, adquiriendo cinco pistolas nuevas de gran calibre, entre ellas dos Mausser ametralladoras del calibre 7,63, capaces de abatir un buey a quinientos metros o de atravesar una pared. Todo ello, evidentemente, a cuenta del sindicato, que les proveyó también de una buena cantidad de dinero en efectivo.
Una "Indian", restaurada, igual a la del atentado |
A bordo de la Indian regresaron a Madrid el día 21 de febrero. Conducía Casanellas, que era el experto y un fanático de la velocidad. La máquina era nueva, y ya hemos dicho que muy potente, probablemente de mayores prestaciones de las que Casanellas había probado nunca. Y así ocurrió que en el puerto de La Muela, en Aragón, se salieron de la carretera, precipitándose por un terraplén de siete metros. No se mataron de milagro. En el taller de un herrero local tuvieron que reparar a toda prisa la máquina, soldando el sidecar, que se había desprendido en el accidente. Ya de vuelta en Madrid, alquilaron un garaje para la moto, en la calle Arturo Soria, y allí la acabaron de adecentar a toda prisa de las aún visibles secuelas del accidente.
A partir del 3 de febrero, y en los días sucesivos, no hicieron otra cosa que ensayar recorridos, precisar tiempos, y vías de escape, hasta que consideraron que el plan estaba a punto, con precisión matemática.
El coche de Dato, tiroteado |
El día 8 de marzo se decidieron a ponerlo en práctica. Casanellas conducía. Mateu ocupaba el asiento detrás de él, y Nicolau el sidecar. Cuando vieron que el coche presidencial, una imponente limousine negra, enfilaba la calle de Alcalá tras dejar atrás la plaza de la Cibeles, se dispusieron detrás de él, a su estela. Instantes antes, habían soltado el tubo de escape de la moto, para con el ruido “apagar” el estrépito de las detonaciones. Al aproximarse a la altura de la frenada prevista, desde atrás y a una muy corta distancia, dispararon sus armas, más de veinte impactos que dejaron en la chapa trasera un salpicado de agujeros, como un colador, en particular en el lado izquierdo, donde habían observado que siempre se sentaba el presidente. Tras comprobar que, como habían supuesto, la carrocería del coche no estaba blindada en absoluto, lo rebasaron por la derecha, hicieron aún algunos disparos más, y emprendieron la fuga a toda velocidad, Serrano adelante.
Pistola-ametralladora Mauser 7,63 |
El ataque, además de muy rápido, había resultado letalmente eficaz. Eduardo Dato había recibido en su cuerpo ocho balazos, tres de ellos mortales de necesidad. También había resultado ligeramente herido en la cabeza su ayudante, que viajaba a su lado. El conductor, que resultó ileso, pisó entonces el acelerador a fondo, dirigiéndose, primero al domicilio, y luego a una Casa de Socorro próxima, aunque cualquier auxilio médico era ya inútil.
El cadáver de Dato, en la Casa de Socorro |
La noticia del atentado fatal saltó inmediatamente a la calle y a la prensa, y por vía telefónica y telegráfica al resto del país. Al conocerla, también con ella el escándalo de los detalles circunstanciales que habían facilitado el magnicidio, en particular esa insólita carencia de escolta. La razón que se arguyó entonces como justificación es que no había vehículos disponibles para llevarla a cabo, y se paliaba en precario con la disposición, en distintos tramos del recorrido habitual, de cinco policías a pié; que, en realidad, eran cuatro, porque se contaba entre ellos al fijo que debía apostarse en la puerta del domicilio. Abrumado por esta vergüenza, el director general de Seguridad se vio forzado a presentar su dimisión. Desde los medios periodísticos, trasmisores de la indignación ciudadana, se exigía una pronta resolución del caso, la detención de los asesinos y el esclarecimiento de la trama que les había dado cobertura y respaldo.
Entierro de Dato |
Y eso sí, menos mal, se produjo con bastante agilidad. La moto con sidecar no había pasado inadvertida a los testigos presenciales del crimen, y un vecino de Arturo Soria denunció haber visto entrar una, montada por tres individuos, en un garaje de su calle. Personada la policía, descubrió que, efectivamente, se trataba sin duda de la moto en cuestión. Al fondo del sidecar estaban las pistolas, y varias cajas con más de 200 cartuchos. También en el suelo hallaron varios periódicos de Barcelona, lo que les llevó a lo que ya sospechaban: la pista del anarquismo catalán. El dueño del garaje confirmó, además, que el acento de la persona a la que se lo había alquilado era inequívocamente catalán. El nombre que había dado, evidentemente, era falso, pero la policía ya sabía dónde buscar.
Mausoleo de Dato, en el Pabellón de Hombres Ilustres, de Atocha |
Los tres asesinos habían optado por quedarse en Madrid un tiempo, hasta que la presión policial se relajase un poco. Mataron ese plazo divirtiéndose en espectáculos y en lugares de alterne, derrochando dinero cual si de millonarios se tratara. Por precaución, habían decidido cambiar de domicilio. El jefe, Matéu, se había trasladado a un cuarto de alquiler en el extrarradio, en compañía de dos prostitutas con las que ya se había corrido alguna juerga. No obstante, el domingo 13 se decidió a volver al piso de Alcalá, donde, con las prisas, había dejado algunos documentos comprometedores. Al entrar en el piso, fue encañonado y detenido por la policía. La detención de sus cómplices parecía cosa hecha, pero Nicolau logró burlar el cerco, y llegar hasta Alemania. El tercero, Casanellas, ayudado por los anarquistas madrileños también logró salir de la ciudad, disfrazado entre un grupo de trajinantes. Así, logró pasar a Francia, y también llegó a Berlín, logrando finalmente pasar a Rusia.
Así pues, el proceso judicial por el magnicidio sólo contaba con un detenido, el tal Mateu, para el que el ministerio fiscal pidió la pena de muerte. En éstas se estaba cuando, en Alemania, la policía logró la detención de Nicolau, suscitándose entonces un conflicto internacional, ya que la extradición –según los convenios entonces vigentes- no podía aplicarse por delitos políticos. No obstante, la cancillería española presionó hasta lograr que los alemanes cedieran a la extradición. Pero ahora surgía otro problema: al extraditado Nicolau no podía aplicársele la pena de muerte, porque esa había sido condición impuesta por Alemania para acceder a extraditarlo. Así pues, ¿cómo ejecutar a uno sí y a otro no? Y por si eso fuera poco, desde Moscú, sabiéndose enteramente a salvo, Casanellas empezó a enviar una serie de cartas al gobierno de Madrid y a otros gobiernos reivindicando para sí la autoría del atentado y exculpando a sus compañeros. Éstos, se declararon entonces inocentes, y la justicia acabó optando por condenarles a cadena perpetua; condena que, en todo caso, no llegaron a cumplir, ya que diez años más tarde fueron indultados con el advenimiento de la Segunda República.
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