¡Guárdate de los Idus de marzo!... tal fue la clarividente advertencia que el augur le hizo a Julio César, y que éste desoyó fatalmente aquel 15 de marzo del año 44 a. C.
Empecemos por el calendario romano, en el que los Idus, sin ninguna connotación negativa o nefasta antes del episodio de Julio César, eran una de las tres fechas claves de cada mes. Las otras dos eran las Kalendas y las Nonas. Así en plural, aunque se tratara, en los tres casos, de la referencia a un día único. Las Kalendas se correspondían con el día 1, el primer día de cada mes. Los Idus se fijaban en el 15, o en el día 13, según los meses; y las Nonas, que apuntaban al noveno día antes de los Idus. Por cierto que eran nombres del género femenino, por lo que lo más correcto sería hablar de “las” Idus de marzo, aunque a esto habrá que renunciar, ya que no tiene sentido enfrentarse a un uso tan universalmente establecido y sancionado en la tradición española: dejémoslo, pues, en “los” Idus de marzo.
Julio César |
Vayamos, pues, con la evocación de lo que ocurrió aquel 15 de marzo, y su histórica trascendencia. Julio César resultó asesinado, en el Senado, por veintitrés puñaladas. El magnicidio del más famoso dictador romano dejó traumatizada a la sociedad de su tiempo y tuvo consecuencias históricas definitivas para todo el Imperio. Entre otras, ésta de que la fecha del los Idus de marzo, aséptica hasta entonces en su significación, pasara a cobrar un sentido de nefasta fatalidad, que vino a consolidarse y a afirmarse con las recreaciones literarias posteriores de los trágicos hechos, y muy en particular por la trascendente versión que de ellos hizo Shakespeare.
Probablemente nadie en occidente haya encarnado mejor que César el oficio de político. Su habilidad, audacia y fortuna son proverbiales. Ya en la Antigüedad, su cognomen, es decir, su apellido familiar, pasó a convertirse en título asumido por los emperadores romanos, que pasaron a autonominarse como “césares”. Un uso, éste, que pervivió hasta los tiempos más recientes, pues de “César” deriva el alemán “Kaiser”, o el ruso “Zar” (Tsar).
Asesinato de César (detalle del cuadro que abajo se muestra completo) |
En la historia que nos ocupa, diez años atrás del trágico episodio que hoy evocamos, hallamos a Julio César aupado a un poder compartido, bajo la fórmula de triunvirato, con Craso y Pompeyo. En el 53 muere Craso, y un año después se alza en rebeldía la Galia. Hecho trascendente para Julio César, ya que la brillante campaña que asume para sofocarla servirá para hacer de él un mito y un temible jefe militar. En su ausencia, Pompeyo había maniobrado para hacerse elegir por el Senado como cónsul único. César cruza entonces el Rubicón con su poderoso ejército, y derrota a Pompeyo en Farsalia. Éste escapa y busca refugio en Oriente, y César parte en su persecución. Acosado, Pompeyo acaba en Egipto acogido y amparado por el faraón Ptolomeo. Cuando César llega, Pompeyo acaba de ser asesinado, víctima de un complot urdido por la hermana de Ptolomeo, Cleopatra. César se instala en Alejandría, impone en el trono a Cleopatra, y se casa con ella. Con ella y con el hijo de ambos, Cesarión, Julio César acaba por regresar, después de varios años, a Roma. Trae con él un proyecto que a nadie se le oculta apunta sin disimulo a la liquidación definitiva de la República y la instauración de un régimen monárquico hereditario. Entre los pasos necesarios para materializarlo, uno principal consiste neutralizar el Senado disponiéndolo a favor. Para ello, en una sucesión de diferentes decretos va imponiendo cambios sustanciales, tanto en la composición de la Cámara como en la procedencia de los nuevos senadores que acceden a la condición de togados, entre ellos muchos centuriones e hijos de libertos, y representantes de los territorios provinciales que le eran completamente adictos. Surge entonces el complot entre los restos de la vieja oligarquía aristocrática, que viene a materializarse en aquel 15 de marzo del año 44
La existencia de ese complot era, al parecer, cosa sabida, rumor a voces. Según dejó escrito Suetonio, en los días anteriores, los harúspices (los prestigiosos adivinos etruscos) habían advertido señales y prodigios que anunciaban y concretaban la amenaza para la fecha de los Idus de marzo. Sus amigos y consejeros coincidían con los magos en la percepción de la amenaza, y en vano trataron de persuadir a Julio César de que no acudiera aquel día a la sesión del Senado. Pero éste no hizo caso. Todavía a la entrada de la Curia, un informador fiel se le acercó y le ofreció una lista con los nombres de los conjurados, pero César ni la miró, y se limitó a guardarla con desdén bajo la toga, mientras saludaba al adivino que le había prevenido en vano. Incluso llegó a burlarse de él, preguntándole con soberbia si ya habían llegado los Idus de marzo. A lo que el adivino, con gravedad, contestó: “Sí han llegado, sí... pero no han pasado”.
Lucio Junio Bruto |
Instantes después, en el trance de acceder al hemiciclo, el grupo de los conjurados se echó sobre él y le cosió a puñaladas, veintitrés en total. Entre los asesinos se hallaba uno de sus hijos naturales, Bruto, al que César había reconocido y encumbrado al Senado, luego de perdonarle que se hubiera alineado con Pompeyo en la guerra civil. Bruto era el hijo (algunas fuentes niegan esa filiación natural) que César había tenido con su antigua amante, Servilia, y cuentan las crónicas que, viéndole avanzar contra él puñal en mano, César llegó a increparle en lengua griega la famosa frase: ¡Tú también, hijo mío!...
Así ocurrió y vino a consumarse la tragedia de aquel histórico 15 de marzo. Un episodio en el que sus inmediatos contemporáneos y los escritores posteriores vieron los rasgos más distintivos y simbólicos de la tragedia antigua, urdida por el destino inexorable, la ceguera y la soberbia de la víctima empeñada en seguir contra toda lógica y razón los designios inexorables de una desgracia anunciada, que desde entonces quedó acuñada en esa frase de episódica actualidad: ¡Guárdate de los Idus de marzo!...
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