martes, 4 de enero de 2011

Destellos de Hollín (Pag. 81 a 91)


trabajar... Porque el parto, y no se me disguste, pero es la verdad, trae mucho trabajo...Tarde me avisaron. Y no me dejaron hacer nada hasta ahora, que ya le habría yo dado al vientre unas friegas de anís... Pero no se preocupe. Bájese a la cocina, ande, hágame caso; y diga usted que le den un café cargado, y un buen vaso de coñac...”.
      El asustado padre, más entregado que conforme, avanzaba ya, obediente, hacia la puerta, cuando escuchó de Raimunda una última sentencia: --...”Baje, baje, don Matías ...¡Y cuente los truenos!...
-- ¿Los truenos?...
-- ...Los truenos, sí señor, o los relámpagos, que vienen antes... Pero, bueno, ¡por las Ánimas!...¿Es que no se han dado cuenta todavía de que las apreturas de la señora están viniendo al compás de cada trueno?...Desde la cocina lo vengo notando desde hace ya un buen rato, porque sé que suele ocurrir en noches así, y he empezado a contarlos ... ¡Y no me engañaré mucho sí le digo que, a mí entender, no le quedan más de trece!... Ande, baje, baje,...
      ¡Vaya con Raimunda y su intuición obstétrica! ¡Diana total! ... Y qué espanto de noche. Y qué patética escena la de aquel dormitorio, desguazado en su severa armonía por la horripilante artesa dispuesta al centro, con la dilatada silueta de doña Gertrudis galopando espasmos en su lomo y el acompañamiento de las viejas arpías en derredor, peleando por traer al mundo a un infante pertinaz, sin duda alguna encogido en su plácido refugio y remiso a comparecer en una escena tan poco acogedora, enmarcada en una frenética secuencia de fulgores centelleantes, percibidos a través del amplio ventanal que la lluvia machacaba con infernal redoble.
      El niño irrumpió al fin, violentamente, en el punto exacto del pronóstico, coincidiendo con el trueno más descomunal que jamás se haya oído desde que el tiempo inició su cuenta. Vibró el caserón en su estructura, hasta remover la arcaica solera de sus cimientos; y saltó el ventanal, hecho añicos, en mil virutas de vidrio, y la lluvia anegó de inmediato la alcoba con frenética insolencia, al tiempo que los relámpagos se sucedían e iluminaban la estancia una y otra vez, pavorosos y atronantes. Abajo, en la cocina, el afligido padre, imbuido en su cuenta, rodó por el suelo con el estruendo del décimotercer trueno. De bruces allí, en el desolado silencio que sobrevino en el instante después de la gigantesca explosión, llegó hasta el angustiado padre el chillido agudo del vástago recién nacido. Mareado aún, trabajosamente se incorporó y echó a andar, apurado en lo que el susto le permitía, escaleras arriba hacia el dormitorio, alcanzando a llegar apenas a tiempo para asistir a la breve agonía de su esposa, rendida y desvencijada allí sobre la artesa, empapada de lluvia e inmisericordemente aventada por los tremulantes visillos. La gigantesca explosión había hecho que la buena mujer rompiera, en el mismo instante y en trágica sincronía, aguas y vísceras.
      El niño, como bien se sabe por dicho, fue bautizado Matías, como su padre y los demás anteriores de su nobilísimo tronco, desde que hay memoria. Matías, sí, como está escrito que lo fueron todos los Cuernavaca y Muerdecojón, desde aquel primero, fundador de la estirpe, que supo salvar la vida a su buen rey a dentelladas, a dentelladas salvajes, en su más estricto sentido, a heroicos mordiscos, en los oscuros tiempos de la medianía del lejano siglo XIV. Un episodio histórico éste, muy memorable y de mucha honra, que, aun a riesgo de distraer de su secuencia natural el claro objeto de nuestro relato, bueno será que evoquemos ahora, ya sea sucintamente, para que el lector colija de él el añejo engarce de la nobleza de nuestro personaje y, sirviéndose así de tal memoria, entienda luego el lector, llegado el caso, mejor y con más benevolencia, los comportamientos y actitudes de este infanzón al que un descomunal trueno trajo a un mundo ajeno; y cómo devino en él, que es de gran interés para la historia, la extemporaneidad de su carácter.
      La gesta, el suceso preeminente, acaeció en fecha concreta, y bien histórica, el 28 de octubre del año del Señor de 1340, dos días antes de la celebérrima batalla que, junto al río conocido por Salado, en tierras gaditanas, libraron las huestes del rey castellano Alfonso XI contra los invasores benimerines, en el tiempo en que la cercana plaza fuerte de Tarifa estaba siendo sometida a duro asedio por el infiel magrebí, que venía de rendir con éxito la fortaleza de Gibraltar; empresa, ésta, como debe saberse, en la que el moro contó con el desleal y crucial apoyo de la armada genovesa... ¡Ay, de amigos cristianos está el mundo llego de traiciones!... Pero, bien, a lo que vamos. Aquellos días previos a la batalla, con los dos ejércitos a la vista y sus respectivos campamentos separados por una distancia prudencial de no más de nueve leguas, resultaban tan ajetreados para la tropa como impacientemente ociosos para el rey castellano y su corte desplazada. Sólo un afortunado suceso, descubierto fortuitamente por el Adelantado Mayor, don Gofredo Cuernavaca, conde de Benjumea, vino a alegrar las egregias pajaritas de aquellos adustos hombres de armas. Ocurrió que, en una de sus periódicas batidas de vigilancia, había éste, el de Benjumea, sorprendido en un discreto recodo del río a un grupo de hermosas benimerinas aplicadas a la muy encomiable labor de asear y refrescar sus cuerpos morunos.
      Quedose, como es natural, don Gofredo alelado por la visión, y más aún cuando constató, en nuevas y arriesgadas descubiertas que para sí retuvo el noble con loable discreción, que la tal operación higiénica venía a repetirse día sí día también, a la misma hora y en el mismo lugar, con puntual frecuencia, en el ocaso de cada tarde. El grupo de doncellas, siempre siete y un aya ya mayor por toda vigilancia, accedían al lugar por un camino angosto que desde el campamento rival bajaba directamente a la ribera. Entre aquellas divinas odaliscas, una que parecía centrar la atención y los juegos con la deferencia de más principal, era también con creces la más rotundamente hermosa, la de formas más delicadas, sensual exquisitez en sus gestos nobles, y una cadencia celestial, casi mágica, en el modo impecable que tenía de desprenderse de la túnica al desnudarse y acceder al agua.
      Conocido este fascinante encuentro en el campamento, convenientemente adornada, además, la descripción con los encendidos detalles que el conde supo añadir de su cosecha al relato, surgió incontenible en el ánimo del rey el deseo de presenciar por sí mismo la escena. Y aunque los nobles consejeros de mayor cabeza e influencia agotaron su empeño en señalar al monarca los riesgos de aquel insensato devaneo, y hasta la muy probable circunstancia de que el tal baño no fuera otra cosa, al fin, que una trampa urdida por los sibilinos benimerines para pillarle a él, y retenelle, el onceavo Alfonso no cejaba en la imprudente obsesión de ver cumplido, como tenía por costumbre, su real capricho. Ni siquiera le sirvió la oferta que le hicieron de enviar una tropa a secuestrarlas. Pero no, no hubo razón: tenía que ir y ver él mismo, allí, en su lugar propio, tamaño espectáculo. Espiar la magia del momento junto al conde, embozado con él en la corta distancia. Tal quería, y no otra cosa, Alfonso XI, que, a más de caprichoso y temerario, era un “voyeur”.
      Por chuflar a los nobles, y por guardar para ambos los dos el secreto de la localización exacta del celestial baño, allá que se fueron, a hurtadillas, aquella tarde del 28-O, Alfonso y Gofredo. Juntos salieron, al despiste de la regia guardia, con la única compañía del “palanganero” real, un tal Matías, de apellido ignoto, fiel servidor de Alfonso Onceno desde hacía muchos años, y de cuya probada discreción daba fe el hecho de no saber nadie nada de él, salvo su origen cántabro. El rey cristiano, muy en contra de la opinión de don Gofredo, había insistido en la necesidad imprescindible de contar con Matías en la expedición; no fuera, como bien le explicó, que del vistazo al fin derivase algo más, y fuese obligado viajar de vuelta emponzoñado; y que acaeciendo tal vez así, con la fricción del galope y el roce con la silla, surgieran ampollas reales, capaces de restalle movilidad en la inminente batalla.
      Convencido, al fin, por estas razones, el de Benjumea aceptó de buen grado la incorporación del cántabro a la expedición. Y allá que se fueron, como quedó dicho, al despiste de todo el campamento. Con gran sigilo, llegados al lugar, aposentose el trío detrás de unos arbustos muy próximos a la ribera y a la embocadura del camino por el que esperaban ver llegar a las ansiadas diosas morunas. Y a fe que llegaron, puntuales y enjaezadas en voluptuosos mantos de seda, siete odaliscas, siete, y una octava, de apariencia más ajada, en vanguardia; aunque esta vez hacíase notar en el grupo un andar más afectado, de ademanes a todas luces excesivos. Tanto, que cualquier observador de mente refrigerada hubiera advertido al vuelo el burdo teatro de aquella comitiva; pero el ebullente trío, evidentemente, no estaba para otra percepción que no fuera el ansia ciega de regalarse la mirada, y quién sabe si luego algo más, con el lubrificante baño que aguardaban presenciar.
      Ocurrió en un instante. Llegadas las bellas a la orilla del agua, en el punto en que los mirones esperaban el lujurioso despelote, como un relámpago saltaron al aire túnicas y tocados, dejándose ver ocho nervudos sarracenos que, como el fulminante rayo, blandiendo cegadoras cimitarras, dieron en correr directamente hacia el lugar do se hallaban los ingenuos emboscados. Éstos, sorprendidos así, y urgidos por el instinto de conservación, que es el más vivo, aprestaron su defensa en una fracción de segundo, aunque entendiendo, ahora sí prudentemente, que el notorio desequilibrio de fuerzas imponía la estrategia de la huida más pronta que fuera posible. Por fortuna, que no por previsión, hallábanse a un paso las cabalgaduras, y hacia ellas recularon a toda prisa. Saltó el conde, más ágil, el primero, picando su corcel, con valentía, al frente de los desaforados asaltantes, para proteger a su rey. Éste, más lento, trabado por el terror y el untuoso lastre de su baja forma, perdió segundos preciosos batallando en molinete con su rebelde montura. La violenta acometida de los moros, y el burdo enredo del real pie en el estribo, dio al fin con el monarca en el suelo, y arrastrado por él sin respeto ni decoro. Uno de los moros, apercibido de la importancia real de la presa, fuese directamente hacia ella, decidido a rebanar de un tajo la dinastía cristiana. Devino un instante dramático, porque, a punto estaba de lograrlo, dibujando ya en el aire el mandoble fatal y regicida, cuando, insólitamente, viose volar la espada libre de la mano sarracena, y al siervo de Alá recogido en agudo dolor sobre sí mismo, aupado, a saltos de urgente desesperación, sobre una suerte de bulbo negro, apelambrado, que piojosamente asomaba aferrado a su entrepierna. Era la testa de Matías, el palanganero cántabro, el cual, viendo la trágica inminencia, sin tiempo ni arte para otra maniobra de mejor eficacia salvadora, saltó ciego contra el moro y dio en morderle donde mejor halló y pudo. ¡Y halló bien, vive Dios!, que no hay lugar más vulnerable en la humana anatomía del hombre, sea cristiano, moro o descreído, que el cuelgo testicular que entre las piernas se esconde.
      Maltrechos y por los pelos, lograron al fin zafarse los mirones y tornar al campamento sanos y salvos. Pero la decisiva intervención de Matías no fue al olvido ni quedó sin su merecida recompensa. Primero fue el conde quien aprontó su iniciativa, concediendo al cántabro, con la venia de Su Majestad, el uso y disfrute, en adelante y por todas las generaciones futuras, del noble apellido Cuernavaca, porque el gañán, que bien sirvió y con tanta valentía, no fuese más por la vida huérfano y apocado. El rey Alfonso, asintiendo y consintiendo en el noble gesto del Adelantado Mayor, entendió que también a él, quien más directamente había resultado favorecido por el enérgico rapto de su servidor, correspondía un gesto de noble generosidad; mas, dado que no podía, por ser excesivo desafuero, conceder el propio de su regia estirpe como apellido al lacayo, y más y peor para ocupar plaza de segundo, dada la adelantada iniciativa del Adelantado, decidió, como mejor remedio, hacer creación de uno nuevo, que a tanto llegaba su potestad. Y así fue que tal fizo el rey, dictaminando que el abrumado Matías, y todos sus descendientes venideros, acompañaran en el futuro su nombre con el doble apellido de Cuernavaca ... y Muerdecojón. E aún fizo más la magnánima generosidad de Alfonso XI, al conceder al recién alumbrado apellido el uso heráldico del correspondiente escudo de armas, que ordenó fuese anotado registralmente con la siguiente distribución: en un sólo cuartel, sobre fondo de gules, palangana en plata y dos huevos morados en el tercio inferior. Y como lema: “Por Dios y por mi rey, cuando agarro no suelto”...
      Con el tiempo, como hoy es de ver, fueron muchas y sustanciales las mudanzas que los descendientes de aquel heroico Matías promovieron a lo largo de la Historia, hasta el punto de que, en la heráldica actual, si se consulta cualquier catálogo al uso, es de observar la equívoca distorsión sufrida por algunos de los símbolos apuntados en aquella primera hora, como que la palangana original del blasón ha derivado en yelmo, y que los huevos ya no son tales, ni del color que se señalara, sino óvalos dorados y refulgentes, de cuyo origen y porqué no se da explicación ni cuenta. El campo de gules es lo único que permanece fiel al primigenio diseño.

***
  
    Marcado por un nacimiento tan traumático, señalado así en su destino, el joven Matías, el más reciente vástago de la estirpe cuyo tortuoso alumbramiento hemos descrito anteriormente, no tuvo la mejor crianza; ni siquiera buena o normal, aunque lo fuera, eso sí, y en justicia, abundante y suculenta, ya que el padre, viudo como hemos visto desde el mismo instante de serlo, dispuso para el chico los servicios de la mejor ama de cría de la comarca de Pisón, Ramona Iglesias, más conocida por “Asunción”, paradójico trueque nominal del que ni ella misma llegó a saber nunca el engarce. Bautizada Ramona, y conocida por tal durante su etapa de niñez, ocurrió en el tránsito a la adolescencia que unos y otros dieron, sin razón aparente, en comenzar a llamarla Asunción, y nada pudo hacer ella, pobre, por evitar el definitivo cambio, al que no tuvo más remedio que plegarse después de unos años de agotadores y vanos intentos por restituirse al Ramona original.
      Ramona, o “Asunción” ya, para entendernos, felizmente casada con Cosme Mantilla, pastor y herrero también a ratos libres, había dado a luz hacía menos de un mes una hermosa niña, primogénita de su descendencia, a la que, sin gran fe de que pudiera llegar a prosperar y consolidarse, dieron en el bautizo el nombre de Ana.
      Durante dos años y tres meses, “Asunción”, atada por la disciplina de la crianza, pasó más tiempo en la casa grande que en la propia suya. Y es de conceder que, por su natural ser, bondadoso y siempre alegre, tanto en el aspecto nutricional como en el de los cuidados y ternuras, Matías y Ana recibieron a la par, “tete á tete” cabría decir aquí con muy buena razón, así sólo sea fonética, en un escrupuloso y equilibrado reparto, el beneficio irreemplazable del mejor amparo maternal. Una feliz situación que bien podía haber durado mucho más, asegurando tal vez con ello un futuro más derecho para el niño Matías. Pero el destino, por vía de la patosidad del padre, vino a quebrar la bondad de aquella solución. Y es que en veintisiete meses de viudedad, el viejo don Matías había hecho un recorrido tan precipitado de degradación alcohólica, que a duras penas podía reconocerse en él la estampa de noble hidalguía que tanto había cuidado y promovido en vida de su infortunada esposa. Antes de cumplido el primer año de soledad, ya había abandonado el consuelo del anissette con pastas en la franja de la media tarde, y la fina y caliente copa de balón, moderadamente cargada de brandy añejo, tras la cena, para instalarse en un trasiego permanente, sin hora ni medida, del aguardiente más peleón. Su mirada, otrora distante y elevada, volviose pronto líquida y lasciva, y lo que es peor al cuento que nos trae: enfilada hacia una pobre “Asunción” que, por tardar en comprender el acoso, mostrábase ante él imprudentemente suelta y natural en su administración de lactancia. Hasta que llegó el zarpazo, el asalto más grosero y bajo que un hombre haya llegado a cometer nunca por lograr a una mujer. Bien, sí, que no era él sino la monumental tajada que le impelía. Tal se dijo en su descargo, y eso fue, tal vez, lo que le salvó de verse destripado por la horquilla de Cosme Mantilla, quién alcanzó a controlarse, en el límite mismo de su ira, al dejarse convencer por las apremiantes súplicas de su mujer de que no valía la pena arruinar la vida por un borracho, y el juramento desesperado de “Asunción”, avalado a coro por el resto del personal de servicio en la casa, de que el brutal embate ni había ni hubiera podido llegar nunca a mayores, dado el penosísimo y muy lamentable estado del agresor.
      Desde entonces, tan precozmente destetado, el niño Matías creció silvestre. Sin cariño; sin freno ni guía. Torrentera sin cauce, medró el chaval a borbotones de una cada vez más achulada insolencia. Niño insufrible y adolescente temido y temible, la memoria de los más veteranos hoy entre sus paisanos aún guarda el recuerdo mítico de sus fechorías y trastadas; como aquella, memorable, una de las primeras, cuando tuvo la ocurrencia de “repartir” cuarenta reales entre sus amigos Adrián, Tito, Abel y Donato, la plana mayor de la banda de “Los Cuernavacos”, que Matías lideraba con poco más de seis años. Posiblemente fue un error de interpretación, sin premeditada crueldad en su origen, pero el caso es que tuvo a todo el pueblo en vilo durante cuarenta y ocho horas. El episodio surgió a raíz del hecho evidente e insoslayable de que el niño Matías iba de rico. Cierto es que el chaval no hacía nada, o muy poco, por subrayarlo o enfatizarlo, pero el mundo, y muy particularmente el entorno de sus compinches, lo sentían así, bien a las claras, y hasta justo será decir que, inconscientemente, todos se complacían de ello con evidente orgullo. El viejo párroco, don Abelardo, advirtiendo con alarma el fenómeno, por atajarlo quiso un día reconvenir al chico, largándole una filípica cuya tesis, resumida en su esencia, abundaba en el conocido tópico de la “riqueza interior”



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