martes, 28 de febrero de 2012

Julio Camba, medio siglo sin él

   No es, ni mucho menos, infrecuente lo que ahora, en cabecera, confieso y vengo a describir a ustedes, mis cómplices amigos. Fijemos lo sucedido, por que ustedes mejor me entiendan: Pongamos que sabe uno -que tal es el caso-, con suficiente antelación, que en el discurrir inminente de la agenda que corre apunta una fecha de atención insoslayable; y sabe ese uno -o sea, yo mismo, el aludido- que en concurrencia con tal fecha quiere, por íntima voluntad y expresamente, dedicar una atención especial a la memoria del personaje vinculado con tal día… Y lo quiere y planifica, además, con sobradísimas razones: porque resulta ser que no se trata de una fecha más, sino justamente el día de una efeméride “redonda”: medio siglo que se cumple… Y porque el tal personaje en cuestión resulta ser, se reconoce uno, de los que más admira el suscribiente -o séase, yo mismo-. En fin, que si para la fecha del 28 de febrero, que es la cuestión del caso, ha anotado mucho antes uno en su agenda que concurre el 50 aniversario del adiós a Julio Camba, egregio paisano de la arosana ría; y, cuando apenas horas quedan para el cumplimiento de tan programada cita, cae uno en la advertencia fatal, no diré que con sorpresa, de que nada de lo previsto y programado se ha hecho todavía: ni una línea escrita aún de aquella sentida semblanza prevista, ni tampoco, siquiera, la planificada selección de frases y textos escogidos del genial autor pontevedrés. Entonces, en tal caso, hete aquí que uno se las ha de ver ante la vergüenza de uno mismo, que es ésta, siempre, de las peores vergüenzas.
-- Bueno, pero tampoco te pases… Que, al fin, del supuesto fallo ningún perjuicio deriva. Que esto del blog es puro divertimento…Que nada te obliga a escribir, o a tratar de esto o de aquello. Piensa que no hay contrato alguno; ni siquiera cobras un céntimo. Relájate…
-- Ya…Pero sí hay un compromiso moral que, quieras o no, se va formando y al fin te compromete igual, y está ahí… Y, además, es que me enfado conmigo mismo, porque ciertamente tenía pensado dedicarle a don Julio y a su merecidísima memoria una página muy especial, y ya ves…por vagancia, que no otra cosa, pues ahí se queda; dejas pasar un día, luego otro, y al final, como siempre y ya con anticipación sabes, te acaba pillando el toro…
-- Bueno, tampoco ahora tienes tanto tiempo, que andas bastante pachucho…
-- Sí, eso es verdad. Y estos dos últimos días he estado bastante regular… Pero es que la fecha de Camba la tengo anotada desde principios de año… En fin, qué se le va a hacer. Aprendamos para la próxima… Pero, digo yo que aún así don Julio no debiera quedar hoy sin homenaje en este blog… Se me está ocurriendo…
-- ¿Qué? ...Vamos ¿Qué?¡Seguro que es buena idea!...
-- Pues que tengo por ahí, guardado en el archivo, un artículo realmente importante: el que escribiera, en 1962, precisamente al conocimiento de la noticia de la muerte de Julio Camba, otro de los grandes sabios de la gastronomía, y otro de mis más admirados del género: el catalán Néstor Luján… ¿Lo vemos?... Y así, además, al fin haremos de la desgracia, virtud, porque el trueque, sin duda, es ciento por ciento a mejor...
-- Pues, sí, ahí te doy plena razón. Veámoslo…



Camba: posición de pura inteligencia

Néstor Luján

por NÉSTOR LUJÁN

(publicado en LA VANGUARDIA, el 01/03/1962)

      La desaparición de Julio Camba representa la extinción de uno de los espíritus más afilados, más irónicos y elegantes de la literatura y el periodismo de nuestro siglo. Nacido en Villanueva de Arosa en 1882, muere al filo de los ochenta años como un escritor celta sin misterio. Periodista clarísimo, de una economía de medios sólo comparable a su positiva eficacia, el escritor Camba escapaba constantemente de los posibles lazos que le tendían la sensibilidad y la imaginación. Quería conservarse ágil, casi acrobático, en el mundo de las ideas y de las paradojas; pretendía hablar sólo de cosas reales y tangibles, de hechos positivos, de la cultura y de la vida. El arte que más le emocionaba era,según escribió, la gastronomía y en este sentido son las suyas -las de "La casa de Luculo"- las páginas mejores que se hayan escrito sobre este tema en castellano.
Estatua de Julio Camba, en
Vilanova de Arousa (Pontevedra)
      Julio Camba mantuvo una posición de pura inteligencia ante los nombres y sus días. A veces parecía un escritor francés del XVIII, otras un humorista anglosajón de impasibles, bien tallados, contornos. Su capacidad expresiva, tan breve como intensa, es uno de los milagros del periodismo español. Nunca hubo menos retórica, más concisión y aticismo. Un verdadero escritor, en un país donde tan a menudo escribir es un tropical ejercicio de complaciente narcisismo.
      La obra periodística de Julio Camba es una extraordinaria colección le artículos cortos, todos de idéntica medida. Desde sus corresponsalías de antes de 1914 a los últimos artículos publicados en "ABC", Camba ha escrito centenares, millares de artículos breves, concisos, certeros. Cuanto más claras las ideas, más corto el artículo: la fórmula, en él, resulta infalible.
      Cuando un escritor excepcional es capaz de condensar en cincuenta líneas lo que un escritor normal dice en cien, el éxito es seguro, irrefutable la calidad. Así era Camba: la adjetivación se soldaba al sustantivo con una sobriedad absolutamente natural –líbrenos Dios del adjetivo que quema, en el periodismo, como quisiéramos huir de la peste-, era la claridad expresiva, total; las ideas, agudas y lógicas. La prosa se tornaba elegante como lo es siempre aquélla que no se hace notar al ser leída, de la cual no se recuerda ni un sólo destello; la intención se aguzaba y así, sus artículos se notaban sinceros y tensos. Así escribió Camba sobre la Europa de la "belle époque" agonizante: Alemania, Francia, Inglaterra. Así explicó, perplejo, la Primera Guerra Mundial, las dos o tres graves Españas de nuestro siglo, el mundo de hoy. Siempre fue irónico, capaz de decir lo que quería. Siempre fue algo doloroso porque ningún escritor auténtico es lo suficientemente inteligente para extirpar el puto dolor de la sinceridad. Su sentido del humor conseguía apagar esa constante sorpresa ante la inconsecuencia humana. Ello aplicado a nuestra realidad era un ejercicio moralizante, una constante punzada ética. Quizá se diga que es gracioso, superficial o humorístico -también se dijo en su momento de Larra-, pero su obra, leída en conjunto, es de una atroz, casi medieval, moralidad. Nada se libró a su examen y practicaba la crítica aún a pesar suyo, como un ejercicio automático y profundo.
      Julio Camba no creyó jamás en los honores, ni le pareció que la vida literaria mereciese la pena de ser literariamente vivida. Cuando lo necesitaba, escribía, con acuidad única, sus artículos. Cuando no tenía necesidades se callaba, se dedicaba a hablar, a pasear, a descansar. Fue indolente y escéptico, y sus libros eran todos colecciones de artículos recogidos por algún editor. Y, sin embargo, ¡qué sorprendente unidad de libro tienen "Alemania", "La ciudad automática" o "Sobre casi todo". Sólo "La casa de Lúculo" fue escrito y pensado como libro, pero toda su obra esté escrita con un absoluto rigor mental. Todas sus paradojas responden al uso del sentido común que, llevado con una total sinceridad, es lo menos común que imaginarse pueda. Y ahí queda su obra, que es un testimonio más del antiguo y terapéutico uso de la sonrisa ante el hombre, ante su vida y sus costumbres.
Camba, en su cama de la habitación
383, en el madrileño Hotel Palace
      Siempre que iba a Madrid solía saludarle. Era en estos últimos años un caballero simpático y atildado que vivía en el Hotel Palace y paseaba por sus corredores y salones con un aire de tolerante paciencia. Me pareció siempre que había vivido en el mundo romo en un gran hotel, viendo pasar a los hombres y examinando su agitada biología.
      Iba vestido sin la menor petulancia, usaba a menudo bastón y caminaba con paso vivaz. Era pequeño, fino de articulaciones, algo lleno de carnes, muy curioso y claro de mirada. Semejaba un rentista retirado que iba gastando parsimoniosamente un fabuloso capital.
      Hemos dicho que era un escritor celta sin misterio pero, como persona, nos parecía enigmático, ensimismado, con un punto de abismal melancolía. Escribía poco y vivía con sabia lentitud sus últimos años. Hoy nos llega la noticia de que ha muerto en una clínica de Madrid después de un tiempo de permanecer enfermo en ella. Otro gran escritor se nos va y con su muerte disminuye la conciencia lúcida del país. Descanse en paz y quede su obra en la batalla diaria, necesaria y dramática, de la vida espiritual española.
















viernes, 24 de febrero de 2012

Landrú, a 90 años de sus crímenes


      Muchos, por desgracia, han sido, en todos los tiempos y latitudes, los asesinos en serie de mujeres engatusadas por vía de seducción. De entre toda esa siniestra nómina de criminales, probablemente el francés Landrú, el “Barba Azul” del siglo XX, como así fue conocido, sea el más célebre. Desde luego, su peripecia criminal, descubierta en un momento crucial de la historia europea, en los días del Armisticio de la Gran Guerra, es la que más tinta y más metros de celuloide hizo correr.
      Los hechos salieron a la luz en abril de 1919, cinco meses después de la firma del Armisticio que había puesto fin a la sangrienta Primera Guerra Mundial. Pero el arranque del caso dio sus primeros pasos casi un año antes, cuando una mujer, Madame Lacoste, alertada por la ausencia de noticias de su hermana, que en 1915 se había ido a vivir, según le había contado, con un caballero apellidado Fremyet, ingeniero de profesión, y al que había conocido por medio de un “anuncio por palabras” publicado en un diario parisino.
Con una de sus víctimas
      Madame Lacoste, según declaró, se había disgustado con su hermana por haber tomado una decisión que juzgó tan alocada, casi había roto con ella, aunque no tanto como para suspender su comunicación epistolar, que siguió produciéndose hasta que vino a interrumpirse a partir de mediados de 1916. Por los datos que sabía, la pareja se había instalado en una pequeña casa a las afueras de la villa de Gambais, próxima a Paris. Como las cartas que escribía a aquella dirección no tenían respuesta, un día se decidió a escribir al alcalde, demandándole si podía aportarle alguna noticia de la situación de su hermana. La respuesta negativa del alcalde de Gambais incluía un añadido que sumó nueva inquietud a madame Lacoste: “Por cierto, tengo que comunicaros –le decía- que he recibido hace tiempo una carta idéntica a la vuestra de una tal familia Pellet, pidiéndome información parecida de madame Collomb”. Madame Lacoste se puso entonces en contacto con esa familia, contrastaron datos, acrecentaron su sospecha, y decidieron llevar el caso a la policía.
      La investigación del caso le fue adjudicada al comisario Marcel Belin, quien empezó un tanto rutinariamente, hasta que poco a poco fue cobrando interés al apreciar algunas circunstancias extrañas en el caso. Para las familias denunciantes, el habitante de aquella casa era, en un caso, monsieur Fremyet, ingeniero; en el otro monsieur Guillet, agente diplomático. El propietario de la casa en cuestión, informó que en el contrato de alquiler el nombre que figuraba era monsieur Duppont, y su profesión, el negocio de compra-venta de automóviles. Finalmente, el comisario Belin acabó por descubrir que la verdadera identidad del personaje era la de Henri-Desiré Landrú, prófugo de la justicia por desertor, casado y con tres hijos, aunque su mujer, inválida, vivía en la campiña y decía no saber nada de él desde hacía años. El tal Landrú, había pasado por la cárcel en dos ocasiones antes de la guerra, consecuencia de sendas estafas.
Escoltado por gendarmes
      El asunto de la deserción sirvió al comisario Belin para detener a Landrú, pero éste, con convincente aplomo, negó saber nada de la suerte de las dos damas desaparecidas. Reconoció que, efectivamente, había mantenido con ellas una relación sentimental, pero que ésta en ambos casos había acabado hacía tiempo, y que no sabía nada de adónde podían haberse ido; en el caso de Celestine Lacoste aseguró haberle oído decir, antes de la ruptura, que pensaba emigrar a América, probablemente a la Argentina. Belin también interrogó a la mujer con la que convivía Landrú en el momento de la detención, pero ésta no aportó más que testimonios favorables: su enamorado era un caballero sin tacha, de exquisita corrección, amante de la poesía y de la ópera; un delicado soñador, pulcro en extremo y ejemplarmente ordenado y meticuloso en el orden de sus cosas.
      Y fue, precisamente, este meticuloso orden que Landrú tenía para sus cosas el que al fin vino a perderle, porque él, impertérrito en todo el tiempo de la investigación y a lo largo de todo el juicio, jamás llegó a confesar la autoría de los diez crímenes que se le atribuyeron. La gran suerte para el comisario Belin fue la pequeña agenda de tapas negras que Landrú portaba en el momento de su detención, y que fue advertida por el comisario cuando el reo trataba de deshacerse de ella, arrojándola del coche, camino de la comisaría. En ella estaba todo anotado con pulcritud burocrática: nombres, fechas, lugares, citas... un cúmulo de pruebas –aunque, eso sí, todas circunstanciales- que advertían de diez nombres de mujeres, todas ellas desaparecidas.
      Fue entonces cuando el caso saltó a la prensa, e hizo inmediato furor en la opinión pública. Cuando, a los dos días, justicia y policía acudieron a registrar e investigar el pequeño chalet, una auténtica multitud esperaba ya, rodeando la finca. Los vecinos se disputaban a los reporteros desplazados para contarles de las costumbres taciturnas del personaje, de las idas y venidas de mujeres a aquella casa, y también del hedor que algunos días salía de la chimenea de la cocina, o de alguna ocasional hoguera encendida en el jardín, tras el alto muro que lo circundaba.
La cocina, desmontada, en el juicio
      El registro efectuado resultó determinante. En la casa aparecieron numerosos restos humanos, rastros de sangre, y hasta un pequeño fragmento de cráneo humano dentro del horno de la cocina. También se descubrió allí el meticuloso archivo que Landrú guardaba, con distintos modelos de “anuncios” para publicar en los periódicos. Uno de ellos, al parecer el más utilizado como “reclamo” decía: “Señor de 47 años. Situado. 4.000 francos. Desea unirse con alguien de situación y gustos parecidos”.
      Todas las respuestas, numerosísimas –entre ellas las de las diez víctimas de las que se le acusó-, estaban perfectamente clasificadas en un fichero, con epígrafes como “A archivar”, “Respuesta inmediata”, “Nada que hacer”, “Familia extensa”, “Escasos recursos”, “Buena posición”... junto a otras anotaciones como “regordeta”, “inflexible”, “desconfiada”, “locuaz y chismosa”... etc....
      El sumario instruido por la fiscalía llegó a anotar la estimación de que Landrú debía haber tenido en los últimos veinte años unas 280 amantes sucesivas. ¿Cuántas de ellas murieron por su mano, estranguladas, y luego incinerados sus cadáveres una vez descuartizados? También se anotó que Landrú había adquirido en distintas ferreterías, en todo ese tiempo, más de diez sierras. Pero esa terrible sospecha nunca pudo llegar a esclarecerse. El sumario por el que rindió cuentas se ciñó a las diez víctimas concretas que le fueron atribuidas.
Declarando, en el juicio
      Y habrá que volver a insistir en lo de “atribuidas”, porque -recordamos- Landrú nunca llegó a confesarse culpable. En el juicio, que se inició en Versalles a principios de noviembre de 1921, Landrú se mantuvo en todo momento impertérrito y desafiante, y hasta irónico por momentos. Su mutismo a las preguntas que le hacían sólo lo rompía, a veces, para repetir una y otra vez la que creía su única salida: “No creeré que esas personas han muerto hasta que me mostréis sus cadáveres”. Con frases como éstas, que al día siguiente reproducían los periódicos en grandes titulares, Landrú, 1,80 de estatura, delgado y estirado, prácticamente calvo y con una luenga barba rojiza, se hizo por aquellos días personaje popular como ninguno. Su suerte estaba en todos los debates, y a la sala de audiencia acudía puntualmente cada día, “el todo” Paris. Prueba de aquella morbosa popularidad es el dato de que en las elecciones que se celebraron aquel mes de noviembre, en más de cuatro mil papeletas se había escrito su nombre. Y a la prisión de La Santé llegaba cada día un furgón de cartas a él dirigidas, muchas de ellas con propuestas de matrimonio.
Ilustración de la época, en la que se recoge
la conducción de Landrú camino de la guillotina
      Durante tres semanas se prolongó la vista, en la que en más de una ocasión la insolencia del reo y su inaudita desfachatez llegó a crispar al tribunal. Finalmente, el 30 de noviembre, una vez recibido el informe clínico en el que se le declaraba plenamente responsable de sus actos, Landrú escuchó, impertérrito, su condena a morir en la guillotina. Sentencia que se cumplió a las 6 de la mañana del día 25 de febrero del año siguiente, 1922.
      Ni siquiera en ese trance final perdió Landrú la compostura y la arrogancia. Sus últimas palabras fueron para su abogado defensor, el prestigioso jurista Moro-Gaiffieri, de quien Landrú se despidió con un “¡hasta la vista!”, luego de disculparse ante él y de tratar de apaciguar su sensación de fracaso con un: “Maestro, siento mucho haberle dado a defender una causa tan mala como la mía”...



jueves, 23 de febrero de 2012

23F...y café


     Treinta y un años se cumplen de aquella infausta tarde-noche eterna del 23F, de imborrable memoria, en la que los españoles nos dimos, en la angustiosa e impotente espera, a fumar como locos millones de cigarrillos, en la inquieta compañía de, cuando menos, otras tantas humeantes tazas de café bien cargado. Y pues que de cigarrillos no hablaremos (de momento), que proscrito lo ha este gobierno liberticida, les contaremos hoy del café.
cafeto
      El café es el fruto de un pequeño árbol, mas bien un arbusto, el cafeto, originario del África tropical, del que hoy en día existen y se conocen más de sesenta subespecies, aunque sean tres, realmente, arábica, robusta y libérica, las más apreciadas. Y aún de las tres, principalmente la primera, que da lugar a más de las tres cuartas partes del café que se bebe en el mundo.
      Del África tropical, el primigenio conocimiento del café pasó a Etiopía, y de ahí saltó a Arabia, siendo después los peregrinos musulmanes, a su regreso de La Meca, quienes se encargaron de propagarlo por todo el mundo musulmán. A España, según el criterio de algunos autores, el conocimiento del “cahve” (lo que excita, lo que eleva), que es cómo le llamaban los mahometanos, llegaría en tiempos de la más alta Edad Media. Sin embargo otros, convendrá anotar, defienden que tanto a España como al resto de Europa el conocimiento del café llegó, y en una época muchísimo más tardía, a partir de Italia, de Venecia, concretamente, a través de los mercaderes de aquella próspera ciudad-estado, que lo habrían importado de Turquía. En cuanto al viaje a América, también es ardua la polémica, con teorías para todos los gustos: que si fueron barcos españoles los que llevaron los primeros esquejes a las Antillas; que si los portugueses, a sus plantaciones de Brasil; y hasta los franceses (¿a qué no se apuntan los franceses, cuando de reivindicar paternidades se trata?) afirman que fue un capitán normando, Gabriel de Clieu, quien, en 1793, llevó el primer esqueje, para plantarlo en la isla de la Martinica.
Operación de secado al sol
      Fuera como fuese, que es muy difícil llegar a un acuerdo sobre esta cuestión de quién lo llevó primero, lo cierto es que la planta del café logró, en tierras americanas, muy pronto una fantástica aclimatación, proyectándose luego, a partir de ahí, la generalización paulatina del consumo de café aquí en Europa. Lo que es bien cierto es el hecho de que hasta ese viaje de vuelta, ya bien entrado el XVIII, la planta, y su infusión derivada, permanecieron relegados, la una, a los muestrarios exóticos de los jardines botánicos, y la otra, la bebida, el consumo de la infusión, circunscrita a muy limitados devotos, y a muy puntuales y testimoniales establecimientos que la servían.
      Sí, porque la conquista europea del café, puede decirse muy bien, no fue, ni muchos menos, temprana. Si aceptamos que en España, y en Italia, a través de Sicilia (venecianos aparte, que vendrían luego), se conocía desde antiguo por el contacto con los musulmanes, lo cierto es que su consumo no se generalizó hasta muchísimo más tarde. Y para la Europa central y del norte la vía de penetración fue claramente veneciana, y ciertamente muchísimo más lenta y tardía. Costó mucho que los Alemanes aceptaran el café; y también se mostraron muy reticentes, al principio, austríacos y británicos. Y también los franceses porfiaron en sus recelos, llegando a tildar al café de ser poco menos que un veneno. El propio Voltaire intervino en la polémica, aunque posicionándose claramente como defensor y favorable a la aceptación de su consumo, al afirmar que “si el café es venenoso, tiene que ser de un efecto muy lento, porque son casi setenta años los que llevo yo tomándolo”.
      Al fin, que es lo importante, los recelos acabaron por disiparse, y el café fue aceptado mayoritariamente, ya en el arranque del XIX, y de qué manera. Hoy en día, los españoles consumimos unas 300.000 toneladas de café al año, que nos llega, principalmente, de Brasil, Colombia, Costa Rica, Uganda y Costa de Marfil. Pero nuestro consumo es discretísimo, al lado de nuestros vecinos europeos, y muy particularmente de aquellos otrora tan reticentes nórdicos. Nuestro consumo medio por habitante y año es de apenas 4 kilos, mientras que finlandeses y noruegos consumen 12 kilos; los alemanes, 7; y los franceses 6
      Los mejores cafés, según los expertos, son los más viejos, es decir, los que se han dejado envejecer “verdes” durante dos o tres años. En todo caso, a la hora de comprarlo y consumirlo debemos elegir siempre el que haya sido torrefactado más recientemente.

Color, fuerza, sabor y aroma
     
      La torrefacción es el tostado de los granos de café, operación esencial de la que dependen las cuatro cualidades sápidas de la bebida: el color, la fuerza, el sabor, y el aroma. Éste, el aroma, es lo más delicado, y procede de una especie de aceite que se forma en la superficie al tostar los granos, confiriéndoles esa brillantez característica; obviamente, es una substancia muy volátil, que se pierde muy pronto, al paso de poco tiempo. De ahí la importancia de esa elección que comentábamos del café más recientemente torrefactado.
      Igualmente, perjudica al aroma, o lo anula incluso, el empleo en la cafetera de agua del grifo, si ésta es muy clorada, o demasiado calcárea. Y también, obviamente, mata el aroma cualquier práctica de volverlo a hervir, o incluso recalentarlo. Y, hombre, también las formas: nada de vasos o cristal: el café siempre en porcelana, ya sea ésta de más o menos finura. Es el recipiente adecuado. Ya lo decían las viejas abuelas: el café, en taza, y los toreros, en plaza. Así debe ser. Buen provecho.

Tres tipos básicos:

Arábica. Tuvo su origen en Abisinia y fue, sin duda, el cafeto más conocido en la antigüedad, el más extendido y el más apreciado por los buenos degustadores. Su plantación y cultivo se desarrolla en zonas con altitudes que oscilan entre los 600 y 1.000 metros. Mide de 2,50 a 5 metros de altura; sus granos se distinguen por su corteza larga y lisa, y su calidad es excelente y relativamente baja en cafeína (entre 0,8 y 1,3 por 100). Su producción representa alrededor de las tres cuartas partes de la mundial.


Canephora o Robusta. Se descubrió a finales del siglo XIX, originaría de Zaire, y su cultivo es posible en terrenos bajos, lo que la distingue por su gran interés económico. Su planta alcanza de 8 a 15 metros de altura, y sus granos, de color marrón claro, tienen forma redondeada e irregular. Es más precoz, más resistente y productivo, y su porcentaje en cafeína más elevado que el del arábica; su sabor es fuerte y amargo, representa aproximadamente el 30 por 100 de la producción mundial.


Libérica. Sin duda el menos conocido. Esta especie cada día se cultiva menos. Su planta es grande y alta y produce voluminosos granos de hasta dos centímetros. Algunas de sus variedades, como la Indeniés o Excelsa, son muy apreciadas.


Formas de tomarlo:


      En el mundo hay tres modos muy establecidos de saborear esta bebida: el nórdico, el mediterráneo o latino y el turco.



      El sistema que llamamos nórdico es el propio de alemanes, norteamericanos, y anglosajones, en general. Comúnmente se le conoce como “café americano”, “de puchero” entre muchos de nosotros, o también con el nombre del tipo de cafetera que mejor le sirve “melitta" (filtro-embudo). Resulta un café aromático y ligero.


     El café a la turca, que incluye Grecia y toda la zona de los Balcanes, se realiza con el grano molido finísimamente y se prepara como una infusión en la característica cafetera cónica llamada "ibrik". Se bebe sin colar y muy azucarado. Los árabes a veces aromatizan esta infusión con especias como la pimienta, el cardomomo, la canela, etcétera.


      Finalmente, tenemos el café exprés o a la italiana, que es el sistema latino-mediterráneo; es el preferido en Italia, España, Portugal, Cuba y más al norte, Austria y, en parte, Bélgica. Se trata de un café muy concentrado y aromático que empezó a difundirse a partir de los años 20 del pasado siglo, merced a la introducción de las cafeteras de presión. Es un café muy dúctil, ya que sirve para beber con leche o crema -como el delicioso "capuccino", que es el café con leche a la italiana y que suele confundirse con el café vienes, con nata montada-, para beber solo e incluso "coretto", como se dice en Italia, o “carajillo”, que decimos aquí en España, con aguardiente, brandy, ron, anís e incluso whisky y licores de crema.















lunes, 20 de febrero de 2012

Filloas vrs. crêpes


      Hubo un tiempo, es verdad -y no ha pasado de él mucho-, en el que los gallegos que vivimos fuera nos las veíamos con frecuencia, o bien ante la pregunta de ¿qué son las filloas? (cuando se terciaba el caso de traer a colación la nómina de los postres gallegos más representativos), o bien, en otros casos de personas ya conocedoras del postre en cuestión, el tema de controversia venía a suscitarse -y aún lo hace hoy, con pertinaz frecuencia- sobre si nuestras filloas tal vez no son otra cosa que una “versión adaptada” de las famosas “crêpes” francesas. Sobre esas dos cuestiones, y sobre alguna otra más de directa o bien próxima relación al hilo del Carnaval en el que andamos, trataré de aclarar ahora, confío que con buenos y suficientes argumentos.
filloa rellena de crema pastelera y
cubierta con miel
      Las filloas (o freixós, o fereixós, como también nos gusta llamarlos en mi comarca ortegana) son una modalidad propia de las genéricamente reconocidas, desde siempre y en el ancho orbe, como “frutas de sartén”, es decir, el resultado de extender sobre una plancha o sartén bien caliente, con un cazo, una porción de una mezcla semilíquida de agua, o leche, o caldo, o sangre, y harina, bien sea ésta de trigo, como en nuestro caso, o de cualquier otro cereal. Los “bao bin” de la cocina china (hechos con harina de arroz), la “bistela” de los árabes, o las “arepas”, de maíz, suramericanas, son algunos ejemplos de esa universal extensión de una fórmula culinaria, bien primitiva sin duda, que tiene como forma y fundamento lograr esa suerte de obleas finas, susceptibles de ser comidas solas directamente, endulzadas con azúcar o con miel, o, muchas veces, en plan salado, enrolladas sobre un relleno de carnes picadas o vegetales.
Filloas rellena de nata sobre salsa de chocolate
      Aquí en España, nuestras gallegas filloas son, podría decirse, una versión muy poco distinta a las “hojuelas” castellanas, con las que convivió, en tiempos de paridad casi indiferenciada, allá por el Bajo Medievo. De esa época, siglos XIV y XV, son los documentos más antiguos -en todo caso muy pocos- que nos dan cuenta de la práctica y existencia de este tipo de formulaciones en Europa, en todo caso siempre implicadas en los recetarios más populares, de ahí también la escasez de documentación y referencias al respecto.
      Para el caso de las “crêpes”, que son típicas de Bretaña, vale prácticamente todo lo anterior. De hecho, no cabe, por apoyatura histórica documental, establecer si fueron antes las “crêpes” o las “filloas”, y, por consecuencia, apelar a algún indicio de que alguna de ellas haya servido de modelo o de inspiración a la otra. Sí hay, por contra, algunos significativos indicios de conexión entre ambas, con el Camino de Santiago como más que probable vínculo de relación entre ambas. Ahora bien, ¿fueron, o vinieron? Pues, ciertamente, no se sabe. Sí, por ejemplo, se anota la curiosidad de que tanto allí, en Bretaña, como aquí, en Galicia, el tiempo del Carnaval marca el hito de su mayor presencia tradicional en la cocina popular.
Entre las filloas "saladas" caben infinitas
variantes de relleno, como éstas rellenas de
centolla
      De lo que no cabe la menor duda es del hecho indiscutible de la extensión universal de las “crêpes” hoy en día, como una de las formulaciones culinarias francesas de mayor reconocimiento. Pero éste es un fenómeno que sí puede documentarse y, consecuentemente, fijarse en su raíz. Ocurrió al socaire de la imparable resaca de la Revolución Francesa. Napoleón y su primera esposa, Josefina, según se cuenta, tenían la costumbre de usar de las “crêpes” al modo bretón, en una tradición propia del martes de carnaval consistente en hacer un juego adivinatorio en el momento de cocinar la oblea. Se trataba de que el ejecutante, una vez hecha la “crêpe” por un lado, a la hora de darle la vuelta trataba de hacer el giro al vuelo, haciéndola saltar dentro de la sartén tras un movimiento enérgico y preciso que la impele a voltear, girando en el aire. Si la operación se lograba con éxito, se entendía como claro signo de buen augurio; pero si al “saltar” la “crêpe” se rompía, o -peor- caía en la lumbre, tal resultado era tenido por inequívoco signo de mal presagio. Según esos dichos que se cuentan, el martes de carnaval de 1812, aun cuando Napoleón ya estaba divorciado de Josefina, decidió visitarla aquel día en La Malmaison, el palacio-castillo donde la exemperatriz vivía recluida desde su divorcio. El motivo principal era el de renovar junto a ella aquella tradición carnavalesca del “vuelo” de las “crêpes”. «Josefina -le dijo el emperador- vamos a hacer “crêpes” como antes». La emperatriz repudiada se apresuró a preparar la pasta, la sartén y las brasas. Napoleón, después de verter una cucharada de pasta en la sartén, cogió ésta por el mango y, en el momento preciso, hizo saltar la “crêpe”. Esta fue al fuego. Otras tres veces más ensayó Napoleón y otras tantas fueron a parar al fuego. Ocurría esto muy poco tiempo antes de que el emperador declarase la guerra a Rusia, de la que devino el gran desastre. El mal presagio se había cumplido.
Filloas de sangre
      Como en otras ocasiones les hemos contado, en la Revolución Francesa nacieron, en el sentido que hoy tienen, los restaurantes, cuando los grandes cocineros de la aristocracia se vieron en la calle y sin empleo, y se decidieron a abrir establecimiento público por su cuenta. Para la nueva burguesía enriquecida, tradujeron los grandes platos de los viejos salones palaciegos, pero también otras formulaciones, que idearon sofisticar en lo posible, de clara raíz popular y regional. Tal ocurrió con las “crêpes” bretonas. En 1898 tenemos constancia de que las “crêpes”, en una amplia gama de variantes, constituían una de las especialidades más celebradas del acreditado y exclusivo restaurante parisino “Mairé”.
La grasa del tocino es la única admitida para
la elaboración de las filloas gallegas
       En lo que hace a Galicia y a nuestras filloas, es muy de reconocer, y de aplaudir, el hecho ya felizmente constatable de la frecuente presencia actual de las filloas (en su versión dulce) en nuestra hostelería, las más de las veces rellenas de crema pastelera y convenientemente flameadas con aguardiente, que es versión ésta de seguro éxito; o acaso mudando su relleno por todo tipo de confituras, a cual más singular y sorprendente. Bien. En lo que no se ha avanzado mucho, quiero decir dentro de ese sector hostelero, es en la incorporación de las propuestas de filloas “saladas”, que son tan antiguas, si no más, que la versión dulce. La principal diferencia en la cocina entre unas y otras es la siguiente: para las “dulces”, la harina y el huevo se mezcla con leche para hacer la pasta. Si se trata de filloas “saladas”, pueden ser simples, si usamos agua para amalgamar harina y huevo, o -éstas riquísimas- caldo colado del cocido, dando lugar a las "filloas de caldo"… o también, otra variedad muy peculiar, aunque actualmente cada vez más difícil, por no decir imposible, tras la prohibición de la matanza casera del cerdo, usando como líquido base de la mezcla la sangre del puerco, lo que da lugar a las por tantos añoradas “filloas de sangre”. En todos los casos, otro hecho diferencial importante a tener en cuenta es el de que la sartén de uso no se engrasa con aceite sino sólo y exclusivamente frotándola con un trozo de tocino blanco convenientemente ensartado con el tenedor. Buen provecho.

 
Y de postre, una receta: FILLOAS
 
 
Ingredientes (para seis personas):
4 huevos
3 dl. de harina.
6 dl. de leche
un pellizco de sal
mantequilla

Prepración: Usaremos de una preparación base única tanto para filloas saladas como dulces. Luego, dado que la que aquí proponemos en nuestra foto es "dulce", veremos el proceso de la diferencia. Empezaremos por batir los huevos con un poco de leche. Se añade la harina y la sal. Cuando la masa está lisa y sin grumos, se le añade el resto de la leche y se deja reposar de una o dos horas. En una sartén (a ser posible de hierro fundido), cuando esté muy caliente, frotamos su superficie con el tocino, ensartado en un  tenedor, y vertemos seguidamente un poco de la pasta semilíquida. De inmediato movemos la sartén para que se esparza la masa con rapidez y por todo el fondo de la misma, formando una capita delgada. Cuando la filloa empieza a tomar color, se le da la vuelta, con una espátula grande, o, mejor si hay práctica, ayudándonos de la punta de los dedos, para que se dore por él otro lado. Y así una tras otra, dejándolas enfriar en un montón, encima de un plato.
      Si las filloas van para "salado", procederemos ahora a rellenarlas convenientemente y a procesarlas con la receta correspondiente. Si van para "dulce", entonces, antes de rellenarlas, o de consumirlas directamente salpicadas de azúcar o miel, volveremos a pasarlas una a una por la sartén, pero ahora engrasada con mantequilla.


viernes, 17 de febrero de 2012

Carnaval gallego, visión cunqueirana


      De la serie "Andar y ver por Galicia", espacio radiofónico que, con éste u otro título Álvaro Cunqueiro presentó durante muchísimos años en RNE-La Coruña, recuperamos ahora la charla emitida el 15 de febrero de 1980, en la que el genial mindoniense traza un apunte, como siempre en él preciso, poético y evocador, de la evolución del modo gallego de celebrar la fiesta del Carnaval. 

      Ya estamos en vísperas de Carnaval. Parece ser que la palabra nos haya llegado de Italia, y nadie duda de que significa carnis vale, ¡adiós carnes! Porque éstos, los carnavalescos, días carnales, los días del puerco, los días lardeiros o del tocino, antes de que venga el miércoles que pone ceniza en la frente del cristiano, y entre la Cuaresma, en la que nos son quitadas las carnes, y que por eso se llama tiempo de Carnestolendas, de las carnes quitadas, del latín tóllere, quitar. 
1968. Ortigueira. "Duelo" del Entierro de la Sardina de aquel
año  (el jovenzuelo con chistera y bigote es servidor )
                              
      El entierro de la sardina era y es una protesta, una contestación: enterramos la sardina, el pescado en general que se nos va a imponer durante la Cuaresma, y reclamando el derecho a seguir comiendo carne en los días de abstinencia.
      Los tiempos han cambiado mucho, la penitencia se ha dulcificado, y ya no hay la gran batalla que contó Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita, entre don Carnal y doña Cuaresma, y que contra todo pronóstico venció la Cuaresma con todos sus pescados.
      Una Galicia rural muere, y cuando hablamos de nuestros carnavales, de los días de Antroido -es decir, del Introitus de la liturgia a la Cuaresma-, ya muchas de las cosas que eran tradicionales en el país se han ido, quizás para siempre. El último en estudiar el gran muñeco que en tantas casas aldeanas se hacía el Martes Lardeiro con paja y ropa vieja, y que después era quemado o ahorcado, fue el antropólogo Taboada Chivite, que en paz descanse.
      Este muñeco, este gigantón, representaba la muerte invernal, la esterilidad de los días fríos, y su quema o ahorcamiento era el anuncio de un nuevo reverdecer o resucitarde los campos. Últimamente ya el gran muñeco, el gigantón, no ponía miedo a nadie, y ni se observaban las prescripciones antiguas. Por ejemplo, que no lo vieran las muchachas solteras, no fuese irse a ellas a engendrar hijos, que saldrían tan enormes como el padre. Hoy son, en algunas casas, las propias muchachas las que hacen el gigante de paja y ropa vieja, tan disparatado como un espantapájaros.
      Queda en Galicia por resolver el problema de las máscaras, del rostro cubierto con antifaz o careta. Ambas cosas, especialmente el antifaz, parecen ser de origen italiano. Un obispo de Orense prohibía las caretas en el año 1748, y me parece que es la primera prohibición que hay en Galicia. Debió de ser en esa época cuando en nuestras ciudades y villas pasó de ser el carnaval fiesta de jolgorio campesino y de excesos gastronómicos, a ser fiestas de bailes de disfraces. Aquí era el sentarse a comer cerdo y a gastar bromas al vecino, cuando ya Venecia celebraba sus grandes carnavales, con toda la población con antifaz, y bailes que duraban jornadas enteras.
      Gastronómicamente, el lacón con grelos ha ido sustituyendo a los grandes cocidos, en los que iba a las ollas lo mejor del cerdo: la cachucha, la costilla salpresa, la soá, el diente, la oreja, el rabo, la longaniza y el chorizo, y si la matanza era reciente, la androlla o botelo, allí donde suele hacerse este gran embutido. Días de filloas, de orejas y de flores de sartén.
      El gallego se quitaba el hambre, salía de los caldos invernales y de la leche, para la gloria carnívora del martes lardeiro, uno de los días del año que más celebraba. Siempre cuento de los bailes del Círculo de las Artes, de Lugo, en los que al filo de la madrugada, los asistentes sacan sus cestas y hacen cena, opípara sin duda.
      En las ciudades y villas abundaban las comparsas musicales, que ahora apenas salen a las calles. Un gran cambio se ha producido, y del carnaval rural de antaño casi nada queda, salvo la gran comilona del martes. Disfrazadas o no las gentes, van a bailar a un salón, al son de una orquesta, bajo la lluvia de confetti y viendo volar las serpentinas. Ambas cosas venecianas y que debieron llegar a Galicia en el siglo pasado.
Las típicas filloas
      Es curioso que en un país tan católico viejo como España, y como nuestra Galicia, se haya celebrado, pese a todas las prohibiciones, el entierro de la sardina, y se haya conservado, como última juerga carnavalesca, y es otra protesta, el baile de domingo de piñata, que coincide con el primer domingo de Cuaresma. Yo recuerdo, de niño y de mozo, la oposición del clero de mi ciudad, y del predicador cuaresma de turno, al baile del domingo de piñata. Por cierto que ya no recuerdo que hubiese piñata, que en algunos lugares de León y de Castilla, entre los dulces que llovían en la piñata, llovían también pequeños chorizos y morcillas, embutidos adrede. Doble protesta, pues, contra el tiempo de penitencia y las carnes quitadas.
Orejas, otro dulce típico del Carnaval
       Las bromas campesinas eran semejantes a las de la noche de San Juan. Se cogía el carro o el arado del vecino y se llevaban lejos, o el arado se colgaba de un árbol. Bromas pesadas, pero aceptadas. Una Galicia urbana, con otros hábitos, sustituye a la Galicia campesina. Repito que si en alguna aldea hacen el gigantón del Antroido, ya nadie sabe que tiene un significado agrícola, y que al darle muerte, quemándolo o ahorcándolo, se propicia la llegada de la primavera, del primum ver, del primer verdecer. Menos mal que queda todavía el respeto al almuerzo del martes.
      ¡Alegría, alegrote, o rabo do porco no pote! El gallego talla cerdo en el plato, aunque ya no le diga adiós a las carnes durante los largos días de la Cuaresma. Que eran, en verdad, muy largos, para el gallego cristiano, con sus ayunos y abstinencias. Aunque muchos gallegos bastantes abstinencias forzadas tenían todo el año. 


jueves, 16 de febrero de 2012

El país del grelo

      Tiempo de grelos, tiempo de grandes “enchentes”, de pantagruélicas laconadas. Unos y otros, lacones y grelos, alcanzan por este tiempo su plenitud. De la matanza decembrina nos llega ahora, salobre aún, el lacón. Y del otoñal noviembre, cuando se plantaron, apuntan ya con plena madurez los grelos, que antes fueron nabiza, y por medio cimón, en la mitad de su ciclo.
      El noroeste peninsular, con Galicia como principal referente y con amplia y tradicional implantación también en Asturias, León y norte de Portugal, es el país del grelo, una hortaliza de humildísimos orígenes, se dice que procedente originariamente de China.

plantación familiar de grelos

     Hablamos del grelo, es decir, de la parte aérea, de las hojas verdes, de la verdura que tanto nos gusta a nosotros, aunque en razón habría que hablar del nabo, que es la planta hortaliza matriz. Que yo sepa, esta preferencia y aprovechamiento singular es propia y exclusiva de nuestro Finisterre. Alemanes, franceses, belgas, ingleses, y muy particularmente los escoceses, son devotos del nabo (nosotros también, claro está, aunque en la otra acepción), y así se plasma en sus recetarios tradicionales; pero, allá ellos, que desdeñan las hojas y prefieren la raíz enterrada. Nosotros, los gallegos –permítaseme pensar que con mayor inteligencia- optamos desde siempre en esto por el contrario, eligiendo la saludable verdura como ingrediente principal de algunas de nuestras más emblemáticas preparaciones, como el caldo y el inefable lacón con grelos.
      Aún a sabiendas de moverme ahora en un terreno singularmente delicado y resbaladizo, para poder explicar lo que quiero no veo el modo de evitar algunas connotaciones que, ya lo sé, a más de uno podrán resultarle “gruesas”, siempre y cuando, claro está, las interprete en un sentido que yo, en ningún modo, quiero darle. Pero es que del grelo, y ello es casi un deber para nosotros, conviene que sepamos lo más posible.
      Veamos: la diferencia esencial es que los grelos de hoy son mucho, muchísimo más grandes que los de antaño. Bien. En ello no hay problema. Pero es que ocurre que eso es así, en pura lógica, porque –y hete ahí lo delicado del asunto- el nabo de hoy, el nuestro, es también infinitamente más grande. Ocurre –y entiéndaseme, por favor, sólo en términos gastronómicos- que el nabo que va la mesa en cualquier otra latitud, en el resto de España y en esos antedichos alemanes, belgas y escoceses, y también, como habrán observado de un tiempo acá, en nuestros propios mercados, es de una variedad tierna –foránea- y, por ende, muy pequeña. El nuestro también era así en tiempos muy pretéritos, antes de la arribada de la americana patata. Hasta entonces, esos nabos tiernos, junto con las castañas, ocupaban la plaza que luego hemos dado al tubérculo en nuestro caldo esencial. Y ocurrió que, al generalizarse el trueque, en los hogares de nuestras aldeas no optaron, como en otras zonas, por arrumbar el nabo y dejarlo para consumos esporádicos, integrado las más de las veces en guisos y estofados. No. Nuestros labriegos tenían una “parentela” especial en casa a la que había que atender, la vaquiña y o porquiño, y perseveraron en el cultivo; aunque, eso sí, planteándose a partir de entonces el reto empírico de lograr cada vez piezas más grandes, es decir, más rentables y de mayor rendimiento. Y así fue como hemos llegado a nuestro grandioso nabo de hoy, esencialmente forrajero y probablemente indigesto para el consumo humano, pero con la contrapartida singular de unas hojas, tiernas y sabrosamente acidulas, de agigantada envergadura, probablemente únicas en el mundo entero, chinos aparte.
lacón con grelos
      Y hete ahí, para finalizar, que ahora, también de un tiempo acá, la llamada “cocina creativa” (de la que yo, por cierto, abomino en buena parte de los casos que conozco y he sufrido) está “descubriendo” el grelo como ingrediente de altísimo interés, ya en ensaladas, ya en cromáticos aliños de platos de pescado, y hasta en purés. Pero nada he de oponer yo a tan estilísticos desarrollos, siempre que el tradicional se mantenga. Bienvenidos sean los experimentos, que el grelo bien los merece; y más y mejor a la luz de sus inmejorables cualidades dietéticas, que hoy en día también gozan de amplio predicamento. Sépase, en este orden, que los grelos son una de las verduras con más aporte de fibra vegetal, riquísimos en hierro y también en vitamina C. Su valor calórico, para beneficio de obesos y obsesos, es irrisorio, apenas 30 calorías por cada cien gramos. Y, además, la repera, tienen probadas cualidades emolientes, diuréticas, y hasta vermífugas. ¡Caray con el grelo... de Lugo!
      Y qué contarles de ese plato supremo, en el que el grelo alcanza su plenitud de armonía: el inefrable lacón con grelos, tan invernal, tan racial, tan propio y esencial y tan carnavalesco, pues de él  ahora mismo les cuento, a continuación y de viva voz. Buen provecho.