martes, 29 de noviembre de 2011

Camba y los percebes

      El genial articulista gallego Julio Camba (n. Vilanova de Arousa, 1884), viajero impenitente, vocacional del buen vivir, poseedor de un estilo transparente y siempre lúcido en sus escritos, gran maestro de la sátira inteligente (sin veneno), sin duda alguna uno de los mejores prosistas del pasado siglo, nos ha dejado toda una infinidad de pasajes memorables, como éste que hoy rescatamos, en el que se ocupa de ilustrarnos acerca del sabroso percebe gallego, de su cualidad de selección, y del mejor modo de sacarles provecho culinario:
      “Los mejores percebes son los percebes de uña, gordos y pequeños, que se crían al embate de las olas en la parte más expuesta al sol. En mi tierra las mujeres no cuecen estos percebes más que durante el tiempo necesario para rezar un padrenuestro. Otros mariscos requieren una salve, otros un avemaría, etc. Como simples medidas cronológicas igual daría el que estas preces se recitaran con fe que sin ella, pero está demostrado que no hay cocineras como las devotas ni cocina comparable a la de los países católicos.”




domingo, 27 de noviembre de 2011

"icewine": Vino de hielo



      Voy a contarles hoy de un vino realmente peculiar, raro y extraño, al menos por nuestras latitudes, del que muy pocos españoles tienen siquiera conocimiento de su existencia. Un vino que yo tampoco he probado, lo confieso, por lo cual sólo podré remitirme a la nota de cata que de él he leído, y que se expresa en estos términos, tan elogiosos y sugerentes: un vino “meloso, delicado, sabroso, exuberante, pleno de aromas frutales, casi femenino”… Tal es, al parecer, el “Icewine”, el “vino de hielo”.
      Aclaremos de inmediato que no se trata de un vino elaborado para ser consumido como un helado, en cucurucho, o a lametazos entre dos galletas, sino al modo común, en su botella, y a la temperatura que de ordinario corresponde a un blanco, a un blanco dulce, en este caso. Su peculiaridad diferencial reside –de ahí el nombre- en que las uvas, normalmente para este vino las de la variedad Riesling, o, mejor aún, según cuentan, las de la casta híbrida de este mismo varietal, llamada Vidal, se vendimian tardíamente, esperando y aprovechando las primeras grandes heladas del otoño. Es decir, se vendimian heladas, prácticamente congeladas, y se prensan así, en ese estado, sin dejar que ganen temperatura. El efecto que se logra es que una parte del agua que contiene la pulpa del grano de uva, al estar así congelada, hecha cristales, no pasa al mosto, con lo cual éste resulta muy concentrado, con una ganancia notable de azúcares y acidez natural. Consecuentemente, por esas circunstancias tan peculiares de vendimia y prensado, la fermentación posterior es muy lenta –incluso de varios meses- con el resultado final de un caldo muy aromático y semi-dulce.
Uno de los clásicos icewine canadienses

      Para que se produzca esa congelación parcial natural de los granos de uva en la misma cepa es necesario que la temperatura de la helada, durante varios días –los que ocupe la vendimia- se sitúe al menos por debajo de los 7 grados bajo cero. Lo cual explica que de estos “icewine” o “vinos de hielo” no tengamos apenas referencia ni conocimiento aquí en España. Son vinos cuyo solar natural tradicional es Alemania y Austria, y que han cobrado también gran proyección en las últimas décadas en el norte occidental de los Estados Unidos y en Canadá.
      Se cuenta que su origen se remonta a finales del siglo XVIII, cuando de manera accidental, no intencionada, en el norte de Baviera los viticultores de aquella zona un año intentaron elabora su vino con uvas que se habían congelado parcialmente por causa de una inesperada y pertinaz helada. Así fue como obtuvieron, con gran sorpresa, un vino de muy lenta fermentación y de unas características muy diferentes a lo esperado. De entonces parte la tradición de este tipo de vino, siempre de producción muy limitada y costosa, dado que el rendimiento baja en una gran proporción por esa pérdida de agua; además de la dificultad inherente a tener que vendimiar casi siempre de madrugada, trasladar la prensa a la misma viña para que el grano siga congelado, y esperar, además, pacientemente, para hacer todo esto, a que la climatología resulte propicia, es decir, especialmente dura en la concurrencia de una gran helada.
vendimia nocturna
      Los “icewines”, o “vinos de hielo” son pues, siempre, vinos de lujo, de alto precio, caprichos para la celebración de ocasiones especiales. La Unión Europea los tiene reconocidos como tales en su especificidad, y también en el control del fraude, que es tentación de muchos, de no esperar a la helada concreta para vendimiar, y saltarse el trámite por el expeditivo método de someter a uvas normales a un proceso inducido de congelación. Cuando es así –que también puede ser, aunque no se trata entonces de un “vino de hielo” genuino, sino de un sucedáneo –de muy inferior calidad- su condición debe venir anotada en la etiqueta como “vino crioconcentrado”.
Alicia Vidal, de la Bod. Vidal Sobrechero, con su pionero
"Clavidor"
      Aquí en España, en Cataluña se han hecho ya varias experiencias de este tipo de vino. Y en la Ribera del Duero, la siempre inquieta bodega vallisoletana Vidal Sobrechero, ubicada en el término de La Seca, en una finca que bien parecía premonitoriamente abocada al experimento –dado que se la conoce como Finca Pozo la Nieve- embotellaron hace unos años el que pasó por ser el primer genuino “vino de hielo” español (apenas 700 botellas), sobre la base de un verdejo sobremadurado, cuya vendimia, por esa condición de aguardar el tiempo propicio de las obligadas heladas, hubo que retrasar entonces nada menos que hasta finales de noviembre, y efectuarla, además, con iluminación artificial, en plena noche. Que ustedes, si la curiosa oportunidad se les ofrece, lo caten bien.





viernes, 25 de noviembre de 2011

El malvasía canario


      Volvemos hoy por la senda del mundo del vino; para contarles de uno de los caldos más legendarios del universo mundo: el malvasía canario. Un vino en el que todo es extraordinario, y por el lado de la mayor excelencia. Desde su historia, auténticamente mítica; la peculiaridad de su cultivo, en un titánico empeño y esfuerzo por sacar adelante cada una de las cepas; la singularidad de un varietal de aristocrática estirpe, ya que la decimonónica filoxera nunca llegó a Canarias; y otra doble nota más -por acotar y dejarlo aquí-, no menos curiosa e igualmente derivada de esa aislada localización, cual, de una parte, que el canario sea el vino más sureño del hemisferio norte, y, de otra, que por la consideración que las Islas Canarias tienen, en tanto que españolas, de territorio “ultraperiférico” de la Unión Europea, sea el que allí se produce, en verdad y ciertamente, éste sí, el primer vino europeo del año.
sobre la roca volcánica de Lanzarote, protegida
cada cepa por  por pequeños muros
      Sí, porque cuando el galo “Beaujolais nouveau”, apurando irresponsablemente su ciclo, sale al mercado el tercer jueves de noviembre, ya hace algunas semanas que los vinos canarios están perfectamente “hechos” y, esta vez sí, en plenitud de su ciclo completo y natural. Es sólo cuestión de clima, ya que cuando ese “beaujolais”, o cualquier otro francés, o español peninsular, ni siquiera se ha vendimiado aún, la uva canaria ya hace más de un mes que se hizo mosto, por ser vendimiada en los primeros días de agosto, o incluso en los finales de julio. A tanto llega el adelanto en las Afortunadas islas.
malvasía
      Los varietales autóctonos isleños son varios, y los más nobles de ellos de uva blanca. En la cuenta está, como la más extendida, la “Listán”, que viene siendo la versión canaria de la jerezana “Palomino”; la “Albillo”, la “Marmajuelo”, la “Gual”… y la que hoy nos ocupa con especial interés: esa legendaria “Malvasía”.
      La “Malvasía” es, pues, una variedad de vinífera, una cepa, que produce un vino de indiscutible nobleza y carácter, cuando seco, y excepcional y extraordinario, grandioso, cuando dulce. Dicen los estudiosos que la uva malvasía tiene su origen primigenio en el oriente mediterráneo, en el griego Peloponeso, tal vez, o en la isla de Creta, más probablemente. Pero, en lo que a nosotros ahora nos ocupa, la tal malvasía habría llegado a Canarias allá por el primer tercio del siglo XVI, según se cuenta para ocupar el espacio que el cultivo de caña de azúcar iba dejando en nuestras islas tras la sorprendente aclimatación que la planta azucarera estaba consiguiendo, rapidísimamente, en las nuevas tierras americanas.
Shakespeare fue un
declarado enamorado
del "canary"
      El caso es que en muy poco tiempo, los malvasías canarios cobraron una enorme celebridad en todas las cortes renacentistas del momento. Particularmente, fueron los ingleses quienes más se quedaron prendados de ellos. Y a tanto llegó la identificación del malvasía con nuestras islas, que los tales británicos lo bautizaron directamente como “canary”. El gran Shakespeare, dejó constancia escrita de ese aprecio en su “Enrique IV” y en “Las alegres comadres de Windsor”, donde un personaje reconoce que son vinos que “alegran los sentidos y perfuman la sangre”. Aunque no todos los tragos, por aquellos pagos de la Pérfida Albión, fueron tan gozosos y gratificantes. Véase, si no, el caso del duque de Clarence, hermano del rey Eduardo IV, del que se cuenta que acabó sus días en la Torre de Londres, ahogado en un barril de “canary”. Había sido, el malhadado duque, condenado por traición a la pena capital, pero el privilegio de su hermano le permitió elegir el modo de hacer el tránsito, y fue el caso que eligió morir ahogado en un barril de vino canario. Así lo cuenta la leyenda, aunque parece bastante improbable que tal ocurriera históricamente, ya que la fatal sentencia se produjo en el año 1478, y no es muy verosímil que el malvasía canario, así sólo fuera el de sus primeras cepas, estuviera ya en producción en las islas en una fecha tan temprana.
Falstaff,  el shakespeariano personaje,
liante y enredador, de "Enrique IV".
      El malvasía canario de hoy en día sólo tiene una pega: la cortedad de su producción, a la que coadyuva, además, la peculiaridad climática de la escasez de lluvias, que propician un bajísimo rendimiento de cada cepa. Todo lo cual hace que los deliciosos malvasías canarios apenas puedan, en su comercialización, trascender a la propia demanda de las islas. En casi todas, en las diferentes Denominaciones isleñas, se producen malvasías, pero en lo que hace a la variedad dulce, quinta esencia de estos vinos delicados, de color oro viejo, fuertemente aromáticos, de dulzor nada empalagoso y hasta un ligerísimo pero perceptible y muy sutil final amargo, los de Lanzarote alcanzan el culmen, lo máximo de su soberbia potencialidad de expresión. Y es bien curiosa también esta circunstancia, porque las cepas lanzaroteñas nada tienen de vínculo directo con aquel comercio legendario renacentista que venimos de evocar, ya que las primeras viñas que se plantaron en la isla de Lanzarote son de una época, en todo caso, posterior a la erupción del Timanfaya, acaecida en 1730.





miércoles, 23 de noviembre de 2011

El pavo, el Día de Acción de Gracias ...y su antecedente hispano

    La jornada de este jueves se anuncia como la de la gran “carnicería” anual pavera en los Estados Unidos. Se calcula que serán más de 80 millones los pavos que sucumbirán al cuchillo del cocinero, para honrar con su presencia en la mesa, convenientemente rellenos y asados, la jornada grande, familiar, solemne y tradicional de su Día de Acción de Gracias, que viene siendo, en una equivalencia que bien puede hacerse, en el plano de encuentro familiar, algo así como lo que para nosotros es la Nochebuena.
Abraham Lincoln
      Fue Abraham Lincoln, en 1863, es decir, hace 148 años, quien instituyó en esta fecha, la del último jueves de cada mes de noviembre, la jornada festiva del Día de Acción de Gracias. Lo cual no significa que antes no se celebrara, pero no exactamente en esta fecha concreta, sino que, con anterioridad, tuvo el festín diferentes ubicaciones en el calendario anual: el 1º de noviembre, el 1º de enero…y hasta, en una etapa, el 19 de febrero.
      En todo caso, como bien se sabe, el origen de esta celebración anual engarza, según la historiografía oficial, con la evocación de la fiesta –liturgia religiosa y cuchipanda colectiva- que allá por el año 1623, es decir, tres después de la llegada de los peregrinos del “Myflower”, organizaron los colonos de Plymont, en Massachussets, para dar gracias a Dios por la primera cosecha recolectada en las nuevas tierras.
      Y es así que, según se cuenta, en aquel almuerzo comunal fue el pavo –la oronda gallinácea que habían descubierto, salvaje, al desembarcar- la que sirvió de base principal al histórico menú.
      Así ocurrió, y tal es historia cierta y verídica, aunque con matices –que es lo que hoy venimos a contarles- . Y es que las investigaciones llevadas a cabo por el profesor de la universidad de Florida, Michael Gannon, publicadas hace unos diez años, han sacado a la luz que la tal celebración, en stricto sensu, no fue un invento de los peregrinos del “Myflower”, sino que, con anterioridad de al menos de medio siglo, la costumbre de un ágape comunal tras una jornada religiosa de “acción de gracias” venía desarrollándose con regularidad en el poblado hispano de San Agustín de Nuestra Señora de la Florida. 
      Reconoce el profesor Gannon una verdad cierta: cual la de que los británicos ganaron la partida a los españoles en el norte de América …y los vencedores, ya se sabe, son los que escriben la Historia. Pero, buscando en ella -en la Historia-, Gannon afloró documentos fehacientes que hablan de que en el año del Señor de 1565, es decir, más de medio siglo antes que en Massachussets, concretamente el 8 de septiembre de aquel año, en aquel poblado de San Agustín presidió la misa y la mesa comunal festiva don Pedro Menéndez de Avilés, junto a otros 800 colonos españoles. Y que luego de elevar las correspondientes plegarias, se sirvió un ágape, al que, por cierto, fueron invitados decenas de indios de la tribu local de los Seloy, en el que se sirvió como plato principal un excelso cocido, acompañado para la ocasión con vino tinto. Un menú comunal de “acción de gracias” –también motivado por la feliz recolección de la cosecha- al que los indios aportaron, de su despensa indígena, pavo salvaje, maíz, calabaza y frijoles.
La familia Obama en el "Tahnksgiving 2010"
      Buen menú, por cierto. Y buena historia perdida e injustamente olvidada, que, en su valor de símbolo y moraleja no es, ciertamente no, “moco de pavo”. Ave de la que, por cierto, hoy les hemos contado poco. Comprometida queda, pues, para una próxima “entrada”, la curiosa historia gastronómica de este animal, y la no menos curiosa de su tradicional vinculación con la mesa navideña española.
  




      Benjamín Franklin, uno de los “padres fundadores” de la nueva nación norteamericana y destacado redactor de su Declaración de Independencia, defendía, festivamente, que  en vez del águila calva, los Estados Unidos mejor debieran exhibir en su escudo el suculento pavo, «el verdadero original nativo de América.»






martes, 22 de noviembre de 2011

El gran Grimod de la Reynière (y II)


      Grimod de la Reynière; qué personaje inabarcable; original y excéntrico donde los haya; insolente y arrogante siempre, y no pocas veces pendenciero, aunque fue templando su ardor con el paso de los años. En lo que no menguó nunca, hasta el último de sus días, fue en su cualidad de ferviente edonista y consagrado epicúreo.
      El Grimod gastrónomo que aquí más nos interesa empieza de destaparse para el todo Paris al poco de perder a su padre y hacerse cargo de la fabulosa herencia recibida. Momento éste a partir del cual, en el suntuoso palacete familiar de los Campos Elíseos, empieza a reunir con frecuencia a sus amigos, muchos de ellos destacados miembros de la mejor calaña de la alta sociedad parisina, siempre en armónica coyunda y mezcla con las más famosas artistas del mundo del teatro y las varietés.
      Como bien se sabe, el laminador paso de la Revolución -Terror incluido- despobló Francia de aristócratas en tiempo record; los más avisados huyeron con lo puesto, en tanto los más rezagados hubieron de vérselas, rendida su propia cabeza, ante la guillotina. Cuando la terrorífica marea pasó, y advino el Consulado, nada quedaba si no la memoria, y los palatinos cocineros en paro, de las francachelas culinarias de diez años atrás. Tímidamente al principio, superando los miedos pasados, empezó a resurgir con plenitud de alarde, con poder y con dinero, la nueva burguesía dirigente. Y como el mundo es el que es desde que de él hay memoria, aquellos nuevos financieros enriquecidos, mercaderes de acumulada fortuna, diputados, políticos y altos funcionarios, no tardaron en pugnar por ocupar plaza en las mesas mejor servidas, que es ése, al fin, como siempre y desde siempre, el mejor escaparate para exhibir el poder. Pero, claro, faltaban los salones nobles y aristocráticos de antaño en los que homologarse; y fue entonces cuando aquellos otrora encopetados cocineros de los fogones de alcurnia, siempre avispados en lo natural, y ahora más por su forzada situación de paro, vieron al vuelo el nicho de negocio, y se decidieron a dar el paso de abrir comedor y servicio al público que pudiera pagarlo, por su cuenta y riesgo. Nacía así el restaurante, en la concepción que de él hoy tenemos. Algún día, por cierto, habrá que hablar, sin duda, de cómo fue y devino ese fascinante fenómeno. Pero lo que ahora nos interesa subrayar es la circunstancia de cómo nuestro personaje, el gran Grimod, supo sacar provecho del novedoso panorama.
Uno de los ejemplares de su famoso "Almanaque"
      En primer lugar, comprende perfectamente y antes que nadie que las circunstancias habían operado un cambio copernicano. Que los nuevos tiempos habían dejado atrás definitivamente aquellos banquetes barrocos del Antiguo Régimen, compuestos por multitud de manjares, regados con una lista infinita de vinos, y servidos con lenta y solemne parsimonia. Son nuevos los modos, y también nuevos los anfitriones y comensales. Grimod advierte la necesidad de enseñar a comer a las nuevas generaciones de nuevos ricos surgidos de la Revolución, y para ello imagina una nueva gastronomía, rica, sabrosa, sencilla y delicada. Con tal propósito, ideó y puso en marcha, lo que llamó “Soupers del gourmand” (“cenas de gourmets”), en las que todos los martes reunía en su casa, bajo su dirección inapelable, a una docena de los más acreditados degustadores de Paris. La gracia es que aquel grupo se constituyó muy pronto, y muy formalmente, en “jurado” degustador. Y lo más gracioso aún es que los restaurantes admitieron tal prevalencia, dado que el público aceptaba sin reservas los veredictos que de allí salían. Así fue que, muy pronto, a las despensas de Grimod llegaban cada día, de regalo, las mejores materias primas de Francia; y los distintos establecimientos, a su vez, pugnaban por que sus platos fueran degustados allí. Todas las preparaciones sometidas a aquel jurado degustador debían seguir un protocolo rigurosísimo. En definitiva, Grimod había inventado el que pudiera ser el primer “certificado de calidad” de la historia. Tal certificado, con el juicio que el plato en cuestión había merecido al selecto grupo, le era enviado al remitente contra reembolso, y éste no tardaba, si el resultado había sido favorable, en exhibir su copia en un recuadro destacado en su restaurante.
      Todas estas anotaciones, y otras muchas de divulgación y didáctica sugerencia para aquel público advenedizo, empezaron a ser recopiladas, a partir de 1803, en una publicación anual, el “Almanach des Gourmands ou Calendrier Nutritif”, que alcanzó un éxito inaudito, y pasa por ser el primer periódico gastronómico de la historia.
      Grimod de la Reynière escribió también a lo largo de su vida un buen número de libros y manuales sobre distintos aspectos de la comida y su servicio. Ponderaba muy particularmente el arte de trinchar, y fue también notable -determinante, bien se diría- la influencia suya en el radical cambio que se produjo en el servicio de las viandas, dejando atrás el viejo sistema de los buffets sucesivos, que consistían en disponer sucesivamente varios platos en la mesa, por el servicio plato a plato. “El método de servir plato a plato -escribió-, es el refinamiento del arte del bien vivir. Es la forma de comer caliente, largo tiempo y mucho, siendo entonces cada plato un único centro en el que confluyen todos los apetitos.” Esta novedosa, y racional, moda, fue uno de los muchos aportes de otra de sus obras fundamentales, el “Manual de Anfitriones”, otro sagrado incunable de la literatura gastronómica.
castillo de Villier-sur-Orge, última
residencia de Grimod de la Reynière
      Tras casi toda la vida de estelar proyección, en sus últimos años el destino vino a pasarle factura de cierto olvido. Grimod de la Reynière decidió entonces retirarse al castillo que había adquirido en la campiña. Allí siguió escribiendo y leyendo infatigablemetne. Sus amigos también fueron menguando. Con los más íntimos celebró su postrera cena, la de Nochebuena de 1837. Después de comer con alegre apetito, se acostó y ya no volvió a despertarse. Hacía apenas un mes que había cumplido 79 años.





domingo, 20 de noviembre de 2011

El gran Grimod de la Reynière (I)


      Desde hace tiempo esperaba yo la fecha adecuada para ofrecerles a ustedes la evocación de este personaje, realmente curioso, por histriónico y excéntrico, de riquísimo anecdotario, que en su tiempo ejerció como verdadero e inapelable árbitro de la gastronomía francesa. El refinamiento y sofisticación de sus pantagruélicas ingestas ya sería en sí mismo justificado motivo para recordarle; pero su verdadero mérito, por el que ha pasado a ocupar un lugar de honor en la historia de la gastronomía moderna, es su cualidad de innovador y pionero de este género de la divulgación, al que yo tan modestamente trato de arrimar mi pluma.
Grabado de Grimod, incluido en su
famoso "Almanach des gourmands"
      Grimod de la Reynière, que tal se llamaba, pasa por ser el primer periodista gastronómico de la Historia. Fue ésta faceta que ejerció en su etapa de madurez, ya en el último tramo de su larga existencia -murió casi octogenario, y eso entonces, y con la vida que el personaje llevó, no es mala marca-. De esas obras memorables, dos destacan sobremanera con carácter de incunable: su Manual de Anfitriones y Guía de golosos (1808) y sus Almanach des gourmands (1810), que pasa por ser la primera publicación periódica (anual) gastronómica de la Historia, de la que llegó a publicar tan sólo seis números.
      La biografía de Grimod, nacido en Paris el 20 de noviembre de 1758, está jalonada de legendarios excesos. Su familia poseía una muy considerable fortuna, aunque un punto “vergonzante” para la alta sociedad parisina del momento, ya que el primer aporte principal de ella provenía de su abuelo, que había ejercido, con muchísimo éxito económico, como fabricante charcutero en su tierra originaria de Lyon. El padre de Grimod, ya instalado en Paris, centuplicó aquel capital heredado ejerciendo el cargo de intendente general (recaudador principal de impuestos) en los últimos Gobiernos absolutistas de Luis XVI. Según cuentan las malas lenguas, para obtener dicho cargo había sido determinante su condición de “consentido” del barón de Breteuil, penúltimo primer ministro del Rey, que se las veía, con no demasiado secreto, con su encopetada mujer, hembra de legendaria belleza y, ella sí, con cierta nobleza de sangre, sobrina del obispo de Orleans.
Embajada estadounidense en Paris
      La familia habitaba un imponente palacete en los Campos Elíseos (justamente el edificio que hoy ocupa la Embajada USA), donde menudeaban las fiestas y las recepciones del más alto nivel.
      El joven Grimod, sin embargo, no participaba en ninguna de ellas, ya que su madre repugnaba abiertamente de su presencia debido a la curiosa deformidad con la que el chico había nacido: padecía una "sindactilia", que es una deformidad física que consiste en poseer una membrana entre los dedos de las manos, excepto en el pulgar, lo que le obligó a ir siempre enguantado para que no se vieran sus manos de palmípedo. Probablemente fue esa deformidad la que le impelió a reprimir su sexualidad, y a volcarse, por compensación, más en los placeres de la mesa que en los de Venus. Realmente, el joven Grimod tuvo un muy menguado éxito con las mujeres -su matrimonio fue muy tardío- y ello hizo que, a pesar de su considerable fortuna, no llegara a participar nunca del foro ni de la política; lo cual, en aquellos días tan difíciles y tumultuosos, probablemente le salvó la vida, ya que mantuvo su posición y su fortuna en todo el trepidante periodo histórico que le tocó vivir, desde el Absolutismo, a la Revolución, la República, el Consulado y el Imperio, y la posterior Restauración.
      El padre de Grimod soñaba para él la toga de juez, pero el hijo, que ya desde muy joven mostraba la arrogante rebeldía de su carácter, se negó a ser juez, y decidió no pasar de abogado. El argumento que le expuso al padre para no seguir el consejo es del todo memorable: “Si me convierto en juez, padre mío, me veré en la obligación de ahorcaros; quedándome en abogado conservo el derecho de defenderos”.
Firma autógrafa de Grimod de la Reynière
      Las salidas de tono y las caprichosas excentricidades del joven Grimod darían aquí para siete o diez páginas más, tan sólo en su exposición sintética, pero como no es el caso de este espacio -ya las iremos, en todo caso, y sin duda, desgranando en futuras evocaciones- recordemos tan sólo dos, y aquí lo dejaremos por hoy, aplazando para la próxima entrega el sustancial capítulo de su etapa adulta, cuando al fin se vio liberado de la tutela paterna.
      En una ocasión, el padre, que también era un sibarita en asuntos de ingesta (no hemos dicho que se llamaba Laurent -el hijo tenía por nombre Alejandro Baltasar, ya que Grimod de la Reynière es apellido-), entró en una hostería de las afueras de Paris, y pidió que le sirviesen algo de comer. La posadera le dijo que lo sentía muchísimo, pero que no tenía nada que darle. Laurent se mosqueó un tanto, ya que vio que en la chimenea se estaban asando seis pavos. Asi que le preguntó a la cocinera para quién los reservaba:
- “Para un joven caballero que ha venido antes que usted, señor” - respondió la buena mujer.
- ¿Y está solo ese joven?
- Pues, sí, señor. Está solo en ese comedor, entreteniendo la espera con otras viandas que tenía. Por eso no me queda nada que ofrecerle a usted.
      Laurent, admirado, quiso ver entonces quién era aquel personaje que pensaba comerse él solo seis pavos. Y se encontró con que era su hijo.
- Pero, Baltasar, hijo, ¿eres tú quien piensa comerse solo los seis pavos?
- No, padre, las seis piezas no, que sería demasiado, o incluso imposible: sólo las rabadillas de cada una, que según vos me habéis enseñado, son su bocado mejor…
      Otro episodio memorable de la atolondrada juventud de Baltasar es el que le llevó a dar con su huesos, castigado por varios años, en un convento cerca de Nancy.
      Ocurrió una noche de 1786, cuando nuestro golfante protagonista sumaba ya 28 años. Aprovechando la ausencia de sus padres, convocó formalmente a más de un centenar de invitados a cenar a su casa. Lo hizo con toda la premeditada formalidad que era de uso en aquel tiempo: ordenando imprimir la convocatoria en correctos tarjetones, una parte de los cuales remitió a los más encopetados amigos de sus padres, y la otra a un grupo, igualmente numeroso, de menestrales, artesanos, pícaros reconocidos de la ciudad, y ganapanes de precaria posición, que no acababan de creer que a ellos fuera dirigida aquella glamurosa invitación.
      La escenografía y utillaje que dispuso para la cena fue de todo punto rutilante, mucho más aparatoso aún de lo que de habitual sus padres solían disponer en las fiestas comunes: contrató a decenas de pajes, camareros y figurantes, a quienes vistió con ropajes de insólito alarde. El estupor de los invitados no dejó de crecer desde la misma recepción, primero por verse así, tan insólitamente mezclados, y luego, al acceder al palacio, al verse escoltados, en el camino hacia el comedor, por una pareja de niños vestidos de pajes medievales, que iban sahumando con un incensario, a la vez que proclamaban: “Esto se hace para evitar que lancéis incienso a los dueños de la casa como tenéis por mala e inveterada costumbre”…
      Ya en el comedor, el joven Grimod les recibía uno a uno gentilmente mientras decía: “Mucho les agradezco su asistencia, si bien he de excusarme ya que sólo les ofreceré productos del cerdo: un cercano pariente mío que explota todavía el comercio de este delicado animal me los proporciona a buen precio”. 
Baron de Breteuil, primer ministro de
Luis XVI,  presunto amante de la madre
de Grimod de la Reynière
      Y así fue, efectivamente, el menú no se salió de esa premisa condicionante, pero cuentan que aún así resultó delicadamente extraordinario y exquisito; y los vinos y los licores de la bien surtida bodega del padre complementaron maravillosamente la magia de aquella noche, que al fin resultó memorable, tanto por la excelencia del menú como por la circunstancia cierta de que durante varias horas -hasta que llegaron los padres y se arruinó la noche- consiguiera el joven que duques y marqueses se divirtieran en solidaria francachela con tenderos y menestrales.
      Al día siguiente llegó el castigo. El indignado intendente general consiguió de Versalles una “lettre de cachet”, que venía siendo una suerte de orden que el rey extendía a petición de los padres, o por propia decisión, por la que, sin el menor juicio, se ordenaba el destierro de Grimod a un convento cerca de Nancy.













jueves, 17 de noviembre de 2011

El "Beaujolais Nouveau" est arrivé

      Como cada tercer jueves de noviembre, nuestra vecina Francia vive hoy una jornada de singularísima exaltación vínica: el día de la presentación anual del celebérrimo Beaujolais Nouveau, es decir, el vino joven, recién salido de la cosecha misma de este año, aún tan reciente. Presumen los franceses, en su “grandeur”, que su Beaujolais es el primer vino europeo que sale al mercado. Antes, también presumían de que ese “peleón” de tan rápida y urgente factura también era un vino bebible, decente y recomendable… pero los tiempos han cambiado mucho, muchísimo, en lo que hace a esos criterios en los últimos años. Y hoy son los propios franceses, en su inmensa mayoría, quienes, sin dejar por ello la querencia participativa a esa liturgia báquica que la tradición marca para cada tercer jueves de noviembre, reniegan abiertamente, y admiten sin rubor, que el “Beaujolais”, a los gustos de hoy, no es otra cosa que un “peleón” bravío de paladar infumable.

      Beaujolais es una región del sureste de Francia, situada al este del Macizo Central. Sus vinos, que ciertamente tienen una larga e histórica tradición, de engarce medieval, son en su mayoría tintos, procedentes de una variedad de uva autóctona, la “gamay”. Al margen de ese varietal singular, la peculiaridad más distintiva de los caldos de esta amplia zona es su elaboración mediante un proceso de fermentación acelerada; lo cual permite, así sea con gran precariedad de resultado, esta curiosa circunstancia de poder situar en el mercado tales vinos, presuntamente finalizados en su elaboración, apenas un mes y medio después de la vendimia. Es la tradicional “Carrera del Beaujolais”, que tomó cuerpo de presentación ceremonial, en la fecha de este tercer jueves de noviembre de cada año, en los angustiosos tiempos del final de la II Guerra Mundial. Luego, y desde entonces acá, la demostrada capacidad de los franceses para “mejor vender” sus productos gastronómicos y bodegueros, hizo el resto; consolidando durante décadas esa liturgia ceremonial de la “prueba” obligada, en toda Francia, ciudades, pueblos, y Paris a la cabeza, de “Beaujolais Nouveau” en esta fecha del tercer jueves.

      Y la costumbre sigue. Aunque, como decíamos, los propios franceses, conocedores y expertos, no dejen cada año de repugnar y repudiar, en voz muy alta, de este vino en cuestión… “vin de merde”, como lo calificó, en un polémico y escándaloso artículo –que llegó a los Tribunales europeos- la influyente revista “Lyon Mag”. De hecho, la producción anual de “Beaujolais” no deja de caer precipitadamente de año en año. En 2002, más de 13 millones de botellas, que no llegaron a venderse, acabaron destinadas a vinagre. Menos mal que, para los productores de Beaujolais, queda, como fenomenal recurso, el de esa imagen tan célebre en el exterior. Principalmente en Japón, donde el fenómeno del Beaujolais Nouveau ya casi gana en popularidad e implantación a la propia Francia. Tienen, además, los japoneses, a gala el hecho de que su ubicación horaria les permite, sin salirse de la fecha emblemática, probar el nuevo vino bastantes horas antes que los propios franceses. Más de once millones de botellas  son las que han importado este año, que desembarcaron allí hace ya algunos días.

Los japoneses siente auténtica pasión desaforada
por el beaujolais nouveau
      En fin, el Beaujolais, todo un fenómeno. Tan peculiar y anacrónico, como si aquí en España dedicáramos un día a recuperar, de manera generalizada, aquellos infumables vinos graneles de antaño, elaborados al margen de toda enología en azufrados depósitos de cemento, y almacenados después en los típicos y cien veces reutilizados “pellejos”, de aquellos orondos que ensartó con su valiente espada el hidalgo Quijote. Muy romántico, puede. Pero muy “demodé” -por decirlo también en francés-, seguro. Buen provecho.






miércoles, 16 de noviembre de 2011

Queso y vino. Difícil maridaje


      Refirámonos hoy a una controvertida cuestión, cual la del acoplamiento ideal entre quesos y vinos, o viceversa; lo cual nos lleva a meternos en esa “harina” polémica, y hasta a hacerlo sin rehuir –consintamos también nosotros- de esa palabreja de tanto éxito últimamente –aunque fea donde las haya- que es la de “maridaje”.
Foto-bodegón, de Mar López
      Y veamos la cuestión: ¿maridan quesos y vinos? Pues, depende, según cómo y en qué casos; pero en general cabría decir que poco, o cuando menos, con mucha dificultad. Hombre, es verdad que el sabio refranero, desde muy antiguo los casa bien, y no les pone reparo: “Con queso y vino, se hace el camino” Y ello es cierto, el queso y el vino tienen una larguísima andadura histórica juntos, pero bien diría yo que ese trayecto ha sido más de “hermanos” que de “casados”. De hermanos, además, en la mayoría de los casos, de distintas edades.
      Digámoslo de otro modo: un queso diez, con un vino diez, no “maridan” ni a tiros; o tal empeño, desde luego, se hace muy difícil. Y es que en gastronomía, tengámoslo en cuenta, diez más diez no siempre suman veinte, a veces restan, y con gravísimo perjuicio. El queso, sobre todo si es de los llamados “fuertes”, y el vino, si lo que pretendemos como compañía para él es la de un buen crianza, o un noble reserva, rivalizarán siempre. Y en esa lid, uno de los dos gana, pero el otro pierde, seguro. De ahí que, lo más recomendable y lo primero a dilucidar sea aclararnos en justicia con lo que pretendemos y lo que buscamos: si un gran vino para un queso… o un excelente queso para un vino. Y es que las dos cosas juntas, en grado de excelencia ambas, ¡ay, con cuanto lamento lo digo!: no casan…no “maridan”. Uno de los dos contendientes, o el queso, o el vino, ha de prevalecer al fin, en perjuicio del otro. Digamos, pues, que si “maridan”, lo hacen según el arcaico y tradicional desequilibrio del matrimonio clásico, que hoy tantos, todos, también yo, denostamos ¡Viva la igualdad!
"Queso y vino" (2008), acrílico de Laura Hernández
      En general, volviendo a la nada recomendable coyunda de ese queso grande con ese vino excelso, lo prudente y razonable sería, en ese caso, apostar decididamente por el queso otorgándole prevalencia. Si así fuera, la mejor opción que yo les recomiendo es la que los clásicos nos enseñaron: arrimarle a ese queso un vino local, incluso sin grandes ínfulas, de su más directa proximidad, de su propio terruño; un vino fresco y joven, lo cual no tiene por qué excluir una honesta factura.
      Y digo más –y bien sé que muy en contra de lo que muchos piensan- pero para la mayoría de los quesos españoles, sobre todo los que oveja y los de cabra, pero también los de vaca en general, el vino que mejor les acompañan no es el tinto, sino el blanco. Y hasta en muchos casos, mejor que el vino, la cerveza: una cerveza ligera y alegre, del tipo lager. Y aún más, para el caso de los quesos muy frescos, no debiera dudarse en recomendar como ideal la cerveza sin alcohol, con su puntilla de gas y ese tenue dulzor típico, que aquí, en este caso concreto, vendrá a aportar un magnífico complemento.
"Naturaleza muerta", de Clara Peeters (1594/1659)
      Y si se trata de confrontar un queso y un vino, uno a uno, frente a frente, pues aún tiene la cuestión un “pase”; peor es cuando, como ocurre tan frecuentemente, se trata de llevar a la mesa una tabla de quesos que, por razones obvias de economía y disponibilidad, hay que resolver con un sólo y único vino. Ahí sí que tal empeño, por heroico, resulta prácticamente imposible. Porque en la tal “tabla”, con toda probabilidad no habrá menos de cuatro quesos distintos –los más aficionados no admiten menos de seis-, y lo que es más grave y peor respecto de lo que nos ocupa, de muy diferentes tipologías con toda seguridad, desde uno muy suave, en un extremo, a uno o dos muy fuertes, en el otro. Ustedes verán, pero quién les cuente que en un caso así dispone de un vino adecuado para todos ellos, yo tengo para mí, que lo que está haciendo es “dársela con queso”. Buen provecho.





lunes, 14 de noviembre de 2011

Torta del Casar, y otros quesos


      España contiene una riqueza de pluralidades tan diversas como probablemente ningún otro país dentro de la vieja Europa. En algunos lamentables aspectos -el provincianismo político, por ejemplo- ello es un problema; pero entendido desde la modernidad y la amplitud de miras, fuera de mezquindades y rencores cainitas, constituye esta peculiaridad, tal vez, nuestra mejor faceta de interés. La suma de conjunto de nuestra pluralidad regional conforma todo un mosaico patrimonial de acusadísimos contrastes, en lo etnográfico, en lo geográfico, en lo climático, por supuesto en lo lingüístico, y también, por lo que aquí y ahora nos afecta más directamente, en lo gastronómico.
      Véase, si no, el caso al que hoy vamos, el de los quesos. España es un paraíso quesero de primerísimo orden. Es verdad que el arraigo y el conocimiento “quesero” entre el pueblo, cuya traducción deriva en gusto y aprecio por disfrutarlo, se sitúa entre nosotros a años luz de nuestros vecinos franceses, pero también lo es que no les vamos nada a la zaga –y aún diría más, les superamos con holgura- en catálogo de tipologías distintas, muchas de ellas, que es lo importante, en términos de calidad excelente, cuando no extraordinaria.
      De vaca, de oveja, de cabra, en una casi infinita gradación de maduraciones, y de formas de presentación, y de artesanías locales de viejísima raigambre, sutilmente distintas unas, de marcada y hasta insólita diferencia otras.
     Entre los nuestros gallegos, dominio primordial del vacuno, cabe anotar entre los grandes los untuosos Ulloa, la suave lactosidad de los Tetilla, la gracia aromática de los San Simón, heridos así por el humo del vidueiro, que les hace sudar, o el exultante reboso ambarino de los Cebreiro, junto con la infinita variedad de los humildes “país”, artesanas tortas, cada una distinta a la otra en cada parroquia y hasta en cada “lugar”, de rústica y entrañable estampa, y de tan desmayada consistencia, por su extrema cremosidad y frescura, que requieren su enfajado con una tira de tela blanca para que mantengan la forma.
      También suele presentarse así, enfajado, en muchos casos, el queso del que hoy quiero contarles en particular, así sea sólo un apunte breve: la Torta del Casar, que no pocos expertos tienen por el mejor queso de España.
      Se trata de un queso muy peculiar y de notable originalidad, desde luego en poco o en nada parecido a ningún otro. Por fuera, la apariencia es común a la de otros muchos quesos semicurados de oveja, con su corteza ligera y fina, en tonos dorados. El milagro y la sorpresa está dentro, donde guarda una pasta fluida, en estado semilíquido, o semisólido, según se quiera decir, de intensísimo aroma y un gusto ligeramente amargo y algo salado.
      Lo curioso del caso de esta Torta extremeña, cacereña por más señas, hoy tan reconocida y codiciada en medio mundo, es que su origen procede de un fallo, de un error. Casar de Cáceres es un enclave situado a poca distancia, al norte, de la capital, en plena cañada por la que, en tiempos medievales, discurría el famoso cordel trashumante de las merinas. De esta raza española, tan considerada entonces, lo que los propietarios valoraban era fundamentalmente su lana, dejando a los pastores, como parte del pago por su trabajo, el aprovechamiento de la leche. Y éstos, con ella hacían quesos, que pretendían curar al modo ortodoxo y convencional, para que su provisión durara todo el año. Pero ocurría que, los que fabricaban en determinadas épocas, febrero y marzo, el arranque de la primavera, por razones que ellos ignoraban en aquel tiempo y que hoy sabemos proceden de la climatología especial del lugar, a más de la peculiaridad del cuajo vegetal que por esta zona se emplea, una variedad de cardo local, pues resultaba que un porcentaje de esos quesos se les arruinaban, porque no llegaban a completar su maduración interior: se hacían “tortas”. Ello obligaba a su consumo inmediato, más bien a disgusto, dentro de la propia familia o regalando aquel contrariado “fallo” a parientes o amigos, para que asi pudiera al menos aprovecharse antes de que se echara a perder definitivamente.
      Y así pasaron años, e incluso siglos, hasta que en el último tercio del pasado, anteayer como quien dice, gastrónomos, restauradores y críticos, empezaron a valorar y a cantar las excelencias sublimes de estas “tortas” que nunca llegaron a ser queso. De aquel secular fallo, ahora virtud, hoy en Casar de Cáceres, ya normalizado y sistematizado el error natural, todo son Tortas; de las que éste, su amigo que suscribe, ha tenido ocasión reciente de catar unas cuantas, invitado por el Consejo Regulador de la Torta del Casar, interesado en someter al grupo de periodistas que concurríamos al escrutinio el ver con qué vino marida mejor la susodicha Torta. Ya les anticipo que el resultado final fue con un Pedro Ximénez, pero dejo para una próxima ocasión, si bien les viene, el detalle del lance y los porqués. Buen provecho.