domingo, 20 de noviembre de 2011

El gran Grimod de la Reynière (I)


      Desde hace tiempo esperaba yo la fecha adecuada para ofrecerles a ustedes la evocación de este personaje, realmente curioso, por histriónico y excéntrico, de riquísimo anecdotario, que en su tiempo ejerció como verdadero e inapelable árbitro de la gastronomía francesa. El refinamiento y sofisticación de sus pantagruélicas ingestas ya sería en sí mismo justificado motivo para recordarle; pero su verdadero mérito, por el que ha pasado a ocupar un lugar de honor en la historia de la gastronomía moderna, es su cualidad de innovador y pionero de este género de la divulgación, al que yo tan modestamente trato de arrimar mi pluma.
Grabado de Grimod, incluido en su
famoso "Almanach des gourmands"
      Grimod de la Reynière, que tal se llamaba, pasa por ser el primer periodista gastronómico de la Historia. Fue ésta faceta que ejerció en su etapa de madurez, ya en el último tramo de su larga existencia -murió casi octogenario, y eso entonces, y con la vida que el personaje llevó, no es mala marca-. De esas obras memorables, dos destacan sobremanera con carácter de incunable: su Manual de Anfitriones y Guía de golosos (1808) y sus Almanach des gourmands (1810), que pasa por ser la primera publicación periódica (anual) gastronómica de la Historia, de la que llegó a publicar tan sólo seis números.
      La biografía de Grimod, nacido en Paris el 20 de noviembre de 1758, está jalonada de legendarios excesos. Su familia poseía una muy considerable fortuna, aunque un punto “vergonzante” para la alta sociedad parisina del momento, ya que el primer aporte principal de ella provenía de su abuelo, que había ejercido, con muchísimo éxito económico, como fabricante charcutero en su tierra originaria de Lyon. El padre de Grimod, ya instalado en Paris, centuplicó aquel capital heredado ejerciendo el cargo de intendente general (recaudador principal de impuestos) en los últimos Gobiernos absolutistas de Luis XVI. Según cuentan las malas lenguas, para obtener dicho cargo había sido determinante su condición de “consentido” del barón de Breteuil, penúltimo primer ministro del Rey, que se las veía, con no demasiado secreto, con su encopetada mujer, hembra de legendaria belleza y, ella sí, con cierta nobleza de sangre, sobrina del obispo de Orleans.
Embajada estadounidense en Paris
      La familia habitaba un imponente palacete en los Campos Elíseos (justamente el edificio que hoy ocupa la Embajada USA), donde menudeaban las fiestas y las recepciones del más alto nivel.
      El joven Grimod, sin embargo, no participaba en ninguna de ellas, ya que su madre repugnaba abiertamente de su presencia debido a la curiosa deformidad con la que el chico había nacido: padecía una "sindactilia", que es una deformidad física que consiste en poseer una membrana entre los dedos de las manos, excepto en el pulgar, lo que le obligó a ir siempre enguantado para que no se vieran sus manos de palmípedo. Probablemente fue esa deformidad la que le impelió a reprimir su sexualidad, y a volcarse, por compensación, más en los placeres de la mesa que en los de Venus. Realmente, el joven Grimod tuvo un muy menguado éxito con las mujeres -su matrimonio fue muy tardío- y ello hizo que, a pesar de su considerable fortuna, no llegara a participar nunca del foro ni de la política; lo cual, en aquellos días tan difíciles y tumultuosos, probablemente le salvó la vida, ya que mantuvo su posición y su fortuna en todo el trepidante periodo histórico que le tocó vivir, desde el Absolutismo, a la Revolución, la República, el Consulado y el Imperio, y la posterior Restauración.
      El padre de Grimod soñaba para él la toga de juez, pero el hijo, que ya desde muy joven mostraba la arrogante rebeldía de su carácter, se negó a ser juez, y decidió no pasar de abogado. El argumento que le expuso al padre para no seguir el consejo es del todo memorable: “Si me convierto en juez, padre mío, me veré en la obligación de ahorcaros; quedándome en abogado conservo el derecho de defenderos”.
Firma autógrafa de Grimod de la Reynière
      Las salidas de tono y las caprichosas excentricidades del joven Grimod darían aquí para siete o diez páginas más, tan sólo en su exposición sintética, pero como no es el caso de este espacio -ya las iremos, en todo caso, y sin duda, desgranando en futuras evocaciones- recordemos tan sólo dos, y aquí lo dejaremos por hoy, aplazando para la próxima entrega el sustancial capítulo de su etapa adulta, cuando al fin se vio liberado de la tutela paterna.
      En una ocasión, el padre, que también era un sibarita en asuntos de ingesta (no hemos dicho que se llamaba Laurent -el hijo tenía por nombre Alejandro Baltasar, ya que Grimod de la Reynière es apellido-), entró en una hostería de las afueras de Paris, y pidió que le sirviesen algo de comer. La posadera le dijo que lo sentía muchísimo, pero que no tenía nada que darle. Laurent se mosqueó un tanto, ya que vio que en la chimenea se estaban asando seis pavos. Asi que le preguntó a la cocinera para quién los reservaba:
- “Para un joven caballero que ha venido antes que usted, señor” - respondió la buena mujer.
- ¿Y está solo ese joven?
- Pues, sí, señor. Está solo en ese comedor, entreteniendo la espera con otras viandas que tenía. Por eso no me queda nada que ofrecerle a usted.
      Laurent, admirado, quiso ver entonces quién era aquel personaje que pensaba comerse él solo seis pavos. Y se encontró con que era su hijo.
- Pero, Baltasar, hijo, ¿eres tú quien piensa comerse solo los seis pavos?
- No, padre, las seis piezas no, que sería demasiado, o incluso imposible: sólo las rabadillas de cada una, que según vos me habéis enseñado, son su bocado mejor…
      Otro episodio memorable de la atolondrada juventud de Baltasar es el que le llevó a dar con su huesos, castigado por varios años, en un convento cerca de Nancy.
      Ocurrió una noche de 1786, cuando nuestro golfante protagonista sumaba ya 28 años. Aprovechando la ausencia de sus padres, convocó formalmente a más de un centenar de invitados a cenar a su casa. Lo hizo con toda la premeditada formalidad que era de uso en aquel tiempo: ordenando imprimir la convocatoria en correctos tarjetones, una parte de los cuales remitió a los más encopetados amigos de sus padres, y la otra a un grupo, igualmente numeroso, de menestrales, artesanos, pícaros reconocidos de la ciudad, y ganapanes de precaria posición, que no acababan de creer que a ellos fuera dirigida aquella glamurosa invitación.
      La escenografía y utillaje que dispuso para la cena fue de todo punto rutilante, mucho más aparatoso aún de lo que de habitual sus padres solían disponer en las fiestas comunes: contrató a decenas de pajes, camareros y figurantes, a quienes vistió con ropajes de insólito alarde. El estupor de los invitados no dejó de crecer desde la misma recepción, primero por verse así, tan insólitamente mezclados, y luego, al acceder al palacio, al verse escoltados, en el camino hacia el comedor, por una pareja de niños vestidos de pajes medievales, que iban sahumando con un incensario, a la vez que proclamaban: “Esto se hace para evitar que lancéis incienso a los dueños de la casa como tenéis por mala e inveterada costumbre”…
      Ya en el comedor, el joven Grimod les recibía uno a uno gentilmente mientras decía: “Mucho les agradezco su asistencia, si bien he de excusarme ya que sólo les ofreceré productos del cerdo: un cercano pariente mío que explota todavía el comercio de este delicado animal me los proporciona a buen precio”. 
Baron de Breteuil, primer ministro de
Luis XVI,  presunto amante de la madre
de Grimod de la Reynière
      Y así fue, efectivamente, el menú no se salió de esa premisa condicionante, pero cuentan que aún así resultó delicadamente extraordinario y exquisito; y los vinos y los licores de la bien surtida bodega del padre complementaron maravillosamente la magia de aquella noche, que al fin resultó memorable, tanto por la excelencia del menú como por la circunstancia cierta de que durante varias horas -hasta que llegaron los padres y se arruinó la noche- consiguiera el joven que duques y marqueses se divirtieran en solidaria francachela con tenderos y menestrales.
      Al día siguiente llegó el castigo. El indignado intendente general consiguió de Versalles una “lettre de cachet”, que venía siendo una suerte de orden que el rey extendía a petición de los padres, o por propia decisión, por la que, sin el menor juicio, se ordenaba el destierro de Grimod a un convento cerca de Nancy.













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