lunes, 29 de noviembre de 2010

Atún rojo: S.O.S.

            Desde hace ya bastantes años -desde que los japoneses sentaron plaza en el Mediterráneo como compradores al alza de atún rojo- la vieja especie migratoria está que agoniza. Los biólogos marinos no han dejado de alertarnos sobre este angustioso problema, pero los gobiernos de toda la cuenca nada han hecho, de eficaz, para poner coto a la carnicería atunera, que amenaza con acabar literalmente con esta vieja especie, de seguir así, en muy pocos años.
Tradicional almadraba gaditana
      Y alguno habrá que cuestione el alcance trágico de la amenaza, argumentando que el atún rojo viene siendo capturado con regularidad, y en las mismas zonas tradicionales, desde hace más de tres mil años. Cierto que sí, pero acaso no sepa que el inocente arte de la almadraba, a pesar de las sanguinolentas imágenes que nos depara cada año, es un método al fin selectivo y bastante respetuoso, ya que permite que miles de ejemplares, con todo, pasen de largo sin caer en su laberinto. Lo grave, lo realmente trágico, lo que muchos no saben, es el método, absolutamente criminal, que se está utilizando de unos años para acá en las zonas del corazón mediterráneo, fuera de las aguas jurisdiccionales, justamente dónde han descubierto que la especie se concentra cada verano para su reproducción. Allí, entre Sicilia y Túnez, en una amplísima zona, los atunes son pescados por miles en gigantescos cercos. Ya ni siquiera se utilizan garfios para cazarlos e izarlos a los barcos: directamente son tiroteados desde helicópteros… Es una carnicería bárbara, espantosa y fuera de toda jurisdicción nacional. Un crimen que, de seguir así tan sólo unos años más, hará desaparecer definitivamente los atunes de nuestra cuenca mediterránea. Tan cierto, y tan claro, como eso. Porque, como abajo les contamos con más amplitud, esos atunes que llegan cada primavera, se reproducen en el verano, y han de poder retornar al Atlántico, a partir de septiembre, en el viaje de vuelta, vital para la renovación de su ciclo biológico. ¿Y qué ocurre -y qué ocurrirá- si no pueden volver porque son esquilmados antes de iniciar el retorno?... Pues que el atún se acaba, definitivamente, sí, a plazo fijo y de modo inexorable, al menos en lo que hace al nuestro, ancestral, mediterráneo.

Vista aérea de los criminales cercos que se están
usando para esquilmar el atún rojo
      De que todos tomemos conciencia del problema depende la solución, que aún cabe. Por eso celebramos la muy reciente noticia de que más de medio centenar de empresas, importantes todas ellas, unas en el ámbito de la distribución alimentaria y las grandes superficies, otras en el negocio de las cadenas de restauración, han decidió dejar de comercializar este pez durante un período de moratoria, hasta que se recupere su población. Y aplaudiremos también -ojalá que se produzca- que en el marco de la reunión anual de la Comisión para la Conservación del Atún Atlántico, que estos días se celebra en Paris, en la que se negocian las capturas de atún para 2011, se adopten acuerdos tan razonables como prohibir de una vez la pesca en las zonas de reproducción, y acordar al tiempo una reducción significativa de la actual cuota permitida, de 13.500 toneladas.

      Igualmente, y ya apuntando directamente a nuestro propio gobierno, habría que modificar, por trámite de urgencia, la normativa actual respecto de la identificación correspondiente a los contenidos reales de los enlatados. Los grupos conservacionistas vienen denunciando que el sector conservero español tiene por costumbre incluir distintas especies de atún en la misma lata, lo cual entienden que representa, entre otras nefastas consecuencias, perpetrar un “fraude” informativo para el consumidor. Denuncia, ésta, a la que la Asociación Nacional de Fabricantes de Conservas, ANFACO, responde con el argumento de que la legislación española actual no obliga a distinguir qué especies hay en la lata… Flaco argumento. Pero, si por eso es: oblíguese.



Si quieres conocer más sobre el atún rojo, escucha esta grabación de mi pasada etapa radiofónica, en RNE, cuando presentaba el mini-espacio "A Mesa y Mantel", en R5. Todo Noticias






sábado, 27 de noviembre de 2010

El pavo, o "gallo de indias"


      Así lo definió Brillat-Savarin, “gallo de indias”, porque de allí nos llegó, del Nuevo Mundo, probablemente enjaulado entre los presentes que Hernán Cortés le trajo al Emperador Carlos tras su gesta mejicana. Otros apuntan que no fue el extremeño sino los jesuitas quienes hicieron ese primer traslado a Europa. En cualquier caso, fuera uno, o los otros, lo cierto es que a este Viejo Continente llegó el pavo en equipaje español.
      Hoy en día, y desde al menos el siglo XVIII, sobre esta realidad cierta -del origen americano del pavo- no cabe la menor duda. Antes sí, anotemos, hubo cierta polémica, porque algunos zoólogos defendían una presencia en Europa anterior, afirmando que el tal pavo ya se conocía en los tiempos más remotos, fundamentando esa creencia en viejos testimonios, como el que afirma que en la boda de Alejandro Magno se sirvió pavo; que Sófocles, en una de sus tragedias perdidas, pone en escena un coro de pavos; o que el romano Plinio dejó cuenta escrita de cómo los más sibaritas y glotones emperadores solían degustar en sus pantagruélicos banquetes grandes cantidades de lenguas y sesos de pavo. Y, ciertamente sí, éstos y otros muchos testimonios antiguos dan cuenta del añejo aprecio por el pavo; no obstante lo cual, hoy es creencia común que aquel pavo de referencia clásica no era tal pavo, el nuestro de hoy conocido, sino probablemente pintada africana, o tal vez pavo real, que éste sí se conocía, y tiene clara filiación asiática. Lo cierto es que, históricamente, desde aquellos tiempos clásicos no volvió a repetirse el equívoco, y las fuentes medievales, cuando cocinan pavo, siempre hacen referencia, inequívocamente, al pavo real. De hecho, esa costumbre y afición pasó al olvido eterno cuando, a partir de tercera década del siglo XVI, llegó a los fogones el pavo americano, muchísimo más tierno y sabroso en su carne que el correoso pavo real, o que el bello cisne, igualmente amargo y coriáceo al paladar, que también solía cocinarse antes de la venida del pavo americano.

      En orden a su promoción culinaria, que en Europa fue fulminante, el mérito corresponde -en esto sí, sin ninguna controversia- a los jesuitas, que desde muy pronto lo aclimataron en sus colegios. Una granja suya, cerca de Burdeos, produjo los primeros pavos para la Corte. Y a tal punto llegó, en Francia, a hacerse popular esta vinculación tutelar de los hijos de Loyola con la novedosa gallinácea, que durante los primeros años, de manera un tanto irrespetuosa, los pavos fueron conocidos allí, también, con el nombre de “jesuitas”. En la boda de Carlos IX de Francia, celebrada en 1570, ya se incluyó el pavo entre las muchas carnes que se sirvieron en el banquete nupcial, lo cual prueba el temprano prestigio adquirido por el ave.

      En lo que hace a nuestro país, la receta más antigua que nos ha llegado data del año 1599, y es su autor Diego Granado, quien reseña una complicada salsa de pavo en su Libro del Arte de Cocina.

      En cuanto a la vinculación del pavo con la Nochebuena española, la fecha no puede precisarse, pero a buen seguro que es bastante más tardía, probablemente a partir de la segunda mitad del siglo XIX, cuando el pavo da el salto de las mesas reales, aristocráticas y cortesanas, a las de la alta y media burguesía. Muy probablemente influyó en esta adopción el hecho de ser el pavo, además de un bocado sabroso, particularmente si se adereza con un buen relleno, una propuesta de buen tamaño, lo que lo hace muy apropiado para estas celebraciones que reúnen siempre un gran número de comensales.

      En su procesado al horno, la habilidad del cocinero/a es de vital importancia, para paliar en lo posible la tendencia que el pavo tiene a resultar seca o poco jugosa su carne. Fundamental es un buen control del fuego, que ha de ser moderado, remojando el asado con mucha frecuencia con la salsa y el aliño que va cayendo a la bandeja. Relleno con castañas y una mezcla hecha con picadillo de ternera, dados de jamón, miga de pan mojada y un poco de jerez, resulta estupendo; y más y mejor aún si se acompaña el servicio con un buen puré de manzana reineta. Por supuesto que trufado, es decir, incorporando trufas al relleno, se hace un plato excelso. Y tampoco está nada mal si el añadido se hace con ciruelas y piñones.


      Uno de los grandes escritores gastronómicos del XVlll francés, Grimod de la Reynière, adoraba el pavo, particularmente en su versión “trufada”. De no poder degustarlo así, Grimod aceptaba el simple asado, aunque no toda la pieza por igual. Para él, la parte más exquisita, con mucha diferencia, era el triángulo resaltado final donde el lomo pierde su honesto nombre. A la tal porción, Grimod la había bautizado como “sot-l’y-laisse”, algo así como “tonto el que lo deja”.

El codiciado bocado que el gran Grimod
bautizó como "sot-l'y-laisse"
      Al respecto, se cuenta una graciosa anécdota, que habla bien a las claras del entusiasmo con que se las gastaba este personaje en su afición culinaria, y la impronta que, de tal, supo imprimir a su propio hijo.

      En una de sus escapadas al campo, en las afueras de Paris, Grimod de la Reynière se vio sorprendido por una tormenta, y hubo de hacer parada en una posada del camino. Al entrar, preguntó al posadero qué tenía para ofrecerle, pero éste le contestó que se había quedado sin nada absolutamente. El viajero pidió entonces entrar en la cocina para calentarse, y cuál no sería su sorpresa cuando advirtió que en el hogar se estaban dorando lentamente siete hermosas pavas. Inmediatamente se encaró con el posadero:
-¿No me habéis dicho que no tenéis nada para comer?
- Y efectivamente así es -le contestó el posadero-. Estas pavas están encargadas. Y bien de veras que lo siento, señor.
-¿Tenéis, por lo tanto, un banquete?
-En absoluto, señor -contestó con tímida voz el hotelero-. Estas pavas son para un joven que ha llegado de París, y que está esperando en el comedor.
      Grimod se escandalizó y, picado en su amor propio, quiso conocer inmediatamente aquel personaje de apetito tan desaforado. Y cuál no sería su sorpresa al llegar al comedor y encontrarse allí con su propio hijo, sentado ante el fuego, dedicado al aperitivo menester de afilar los cuchillos para trinchar.
-Pero, hijo mío, ¿sois vos quien se va a comer estas siete pavas? -preguntó, asombrado, el gastrónomo.
-Comprendo, señor -le respondió su hijo-, que estéis sorprendido de la falta de refinamiento, tan indigna de mi nacimiento, pero es que no había otra cosa en esta maldita hostería.
-Pero es que yo no os reprocho -contestó Grimod, aún más sorprendido- que comáis pava; lo que os reprocho es que comáis siete ...
      A lo que el hijo le respondió:
-No hago, señor, sino seguir vuestros consejos. De la pava asada sólo es bueno el pedazo, de forma mitral, que vos llamáis “sot-l'y-laisse”, y he hecho poner las siete pavas para tener catorce de estas breves y exquisitas porciones.
      Grimod no tuvo más remedio que rendirse ante la teoría de su hijo y, juzgándole lleno de buen sentido, sólo requirió poder acompañarle en la comida.


Pavo trufado (versión de Javier Oyarbide)







En España, en los años de la I Guerra Mundial los pavos se vendían a duro, de donde procede la costumbre de dar el nombre de pavos a las monedas de cinco pesetas.
















lunes, 22 de noviembre de 2010

Vieira, símbolo jacobeo

     








     
    
       
      La vieira está asociada a la peregrinación jacobea desde el tiempo mismo de su institución, en los más altos tiempos medievales. Ya el Códice Calixtino –la más primitiva “guía” del Camino, publicada a mediados del siglo XIII, habla de la vieira como “el marisco más abundante del mar próximo a Compostela”... encerrado en una concha “labrada como los dedos de las manos”. Y comenta que los peregrinos, a su regreso de la tumba de Santiago el Mayor, “suspenden de las capas esclavinas conchas della, para gloria del Apóstol y prueba fiel a quienes con ellos se crucen de haber llevado a término completa la promesa fecha de peregrinación a la sagrada tumba”.
      La razón de esta asociación no está nada clara documentalmente. Lo más probable apunta a la enorme abundancia que de ellas había entonces en las playas de Galicia, lo que conllevaba su asequibilidad para el peregrino por su bajo coste. De hecho, esa abundancia perduró durante muchos siglos y hasta épocas relativamente recientes, como lo demuestra el “dicho” que aún los más viejos recuerdan, cuando, para apuntar a un pobre de extrema precariedad se decía de él: “pobriño, ¡sólo come vieiras!”... Con todo, la razón cristiana del vínculo apunta a una leyenda, según la cual un caballero, en los primeros tiempos de las peregrinaciones, se acercó a la costa de Padrón, y en aquel trance fue arrebatado por una ola del mar. A punto estaba de morir ahogado, cuando invocó al Apóstol por su vida, y se obró el milagro de que, al ser devuelto sano y salvo a la orilla, su ropaje y su túnica estaban cubiertos en su totalidad por conchas de vieiras. Eso reza la leyenda, y es verdad que en su día debió de tener mucho predicamento, porque la figura de la concha de peregrino es uno de los símbolos más frecuentes en la emblemática y los blasones medievales.

      La vieira es, pues, sinónimo de Compostela, y por ende de Galicia, con la que ejerce un paisanaje de simbiosis tan íntima, que bien se dijera que aquel fuera, por la propia vocación del bicho, su solar exclusivo. Sin embargo, habrá que decir –a reserva de esa secular abundancia ya apuntada en Galicia- que la vieira es uno de los moluscos de más amplia presencia en las costas de todo el mundo. Tanto es así, y a tanto llegó esa abundancia en otro tiempo, que por esa demasía sufrió el rechazo de las mesas cortesanas medievales (algo similar a lo que hoy ocurre con el espléndido mejillón que, en su papanatismo, muchos desestiman...por barato). Hoy por hoy, tal vez en justa venganza, la naturaleza ha dado un quiebro radical a aquella prodigalidad legendaria de antaño. Vieiras hoy, aunque muchas menos que en Galicia, hailas en todo el Mediterráneo, en el Cantábrico, en las costas de Bretaña, y en las frías de Escocia (de donde, por cierto, nos están llegando cada vez más a nuestros mercados, disimulando su origen). Y también las hay, orondas, casi gigantes, en las costas de Noruega, aunque resultan éstas bastante más insípidas que las peninsulares.
      Para la cocina, una pieza de vieira que se precie, además de su filiación contrastada, debe rondar los 13 centímetros de largo (8 es el tamaño comercial mínimo), con un “bicho” interior de, aproximadamente, unos 50 gramos. Piezas así, ya escasas y, por ello, cotizadas en nuestros días, han devuelto a la vieira todo el crédito culinario que nunca debió perder, al punto de situarse hoy por hoy como, probablemente, el marisco de moda de las más modernas y vanguardistas corrientes gastronómicas de la “nueva cocina”. Y es que la carne de la vieira es todo un prodigio de sensaciones. El que llamamos “bicho” encierra una carne blanca marfileña firme y deliciosa, exquisitamente sabrosa, con un toque dulzón dentro de un paladar salino. Y esa nuez carnosa esencial se rodea y acompaña de una lengüeta, más o menos roja, que suele conocerse como “corales” y que no es otra cosa que su abultado apéndice genital (ambivalente, ya que la vieira es hermafrodita), de intensísimo sabor marino y fragante aroma que nos deja un recuerdo de yodo y algas.
      Los nuevos modos culinarios de preparación de la vieira apuntan todos ellos a un tratamiento lo más breve y delicado posible, tratando de preservar las cualidades sápidas naturales del molusco. Excepción hecha de preparaciones clásicas de contrastada excelencia, como la empanada de vieiras, o el arroz caldoso con vieiras, el horno, bien fuerte pero muy breve, sigue siendo el vehículo ideal para su preparación. En el recetario tradicional gallego, el recurso al picadillo de cebolla, jamón, ajo, perejil, un toque de pimentón, y el consiguiente gratinado con pan rallado es la fórmula más generalizada, al punto de ser reconocida así con el apelativo de “a la gallega”. Sin embargo, es ésta una receta que tiene cada vez más detractores, no tanto por la brillantez de su resultado, si se prepara con honradez, cuanto por el abuso, y el descuido, en muchos casos, que de ella se ha hecho en la hostelería menor en cuanto a la proporción de los ingredientes utilizados, y muy principalmente merced al fraude que tal enmascaramiento permite respecto de la calidad del producto base que se emplee. De preferirlas así, “a la gallega”, será más que conveniente que elijan de acuerdo a un muy estricto criterio de selección del establecimiento en el que vayan a degustarlas. En todo caso, como queda dicho, bueno será reconocer que el tal aderezo no es, ni mucho menos, lo mejor y más recomendable para resaltar el sabor pleno de una buena pieza de vieira. Los nuevos modos que vienen imponiéndose apuntan, como mejor alternativa, su horneo al natural, sin más aderezo que un toque breve de pimienta y albariño, y otra gota más, o dos, de un buen aceite de oliva virgen. Buen provecho.











jueves, 18 de noviembre de 2010

La salsa bechamel

      Les contaremos hoy de una salsa; probablemente la más conocida y ensayada de cuantas en el mundo existen, la más popular de las salsas “blancas”: la salsa bechamel, que nació aristocrática, hace algo más de 300 años, para mantenerse ahí, en los territorios de la alta cocina, durante buena parte de ese largo recorrido; hasta que hace ya algunos años, y de entonces para acá en un proceso acelerado, y bien parece que definitivo, esa “alta cocina” parece haberle dado la espalda, hasta olvidarla prácticamente, relegándola al nivel de formulación popular y doméstica que hoy conserva y tiene garantizado, en tanto que fundamento imprescindible que es, y seguirá siendo, en el “reino” de la croqueta.
      Pero la alta culinaria, como decimos, parece haberse olvidado de ella. Y es que la bechamel –croquetas aparte- hay que reconocer que es una salsa de otra época, más propia de quitar hambres que de complacer sibaritismos. En un tiempo, como el de hoy, en el que la visualización del plato y su decoración pesan tanto, el concurso de la bechamel es una ruina, ya que lo único que hace es homogeneizar las decoraciones, cubriendo y ocultando el ingrediente principal. Su apariencia es, además, pastosa y nada esbelta; empapuza, y, para más inri, engorda, y, en fin, tapa los sabores de los manjares a los que envuelve, sin que en sí misma resulte ninguna maravilla sápida.         
      No, ciertamente no le son nada propicios los tiempos, y los gustos de hoy, a la bechamel. Al menos no en la alta cocina. En la doméstica y de diario sí tiene y mantiene, en cambio, juego y futuro. Menús infantiles, canelones, las susodichas croquetas, huevos encapotados y demás, garantizan su supervivencia, así reconvertida en la más social de las salsas, por otros 300 años más, al menos.
Louis de Bechameil
       Tal y como su propio acento denuncia, la bechamel tiene en Francia su raíz y origen. Nació a finales del siglo XVII como creación de un cocinero cuyo nombre quedó en el anonimato en favor de el del amo a cuyas órdenes servía: Louis de Bechameil, financiero que se enriqueció en los tiempos azarosos de la Fronda, que fue mas tarde gobernador de Bretaña por mandato del duque de Orleans, tío de Luis XIV, hasta lograr ser ennoblecido por éste con el ducado de Nointel, cumpliendo así su sueño de contarse entre la alta servidumbre de la Corte del Rey Sol. 
      En lo que hace a la bechamel, habrá que reconocer no obstante que su formulación ha variado en los más de tres siglos de su historia; para, en general, simplificarse notablemente desde aquella primigenia creación versallesca. Sus ingredientes de hoy se han reducido, en lo cotidiano y común, prácticamente a los tres elementales de mantequilla, leche y harina.
Espinacas con bechamel
       En aquella primigenia receta francesa, la composición y formulación de la salsa se explicaba así (y leemos) en un libro-recetario titulado como “Cocina Moderna”, publicado, curiosamente en Londres, hacia 1733: …“Pon en una cazuela –dice el libro- tres o cuatro porciones de mantequilla, con un poco de perejil, cebollino, chalotes trinchados, sal, pimienta, un poco de nuez moscada, harina para ligar la salsa, y crema de leche. Removedla en el fuego para que tome gusto y consistencia, y servidla al punto”. He ahí la genuina bechamel. Que ustedes la “liguen” bien. Buen provecho.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Destellos de Hollín (Pag. 48 a 58)


estirpe, sin que pueda buscarse otro referente anterior que lo explique, tuvieron fama de brujas.

      Angustias, es verdad, ejercía la nigromancia, y dispensaba también, por encargo, encantamientos y pócimas de la más variada especie, siempre inocuos, eso sí, elaborados con saludables hierbas del campo. Lo hacía sin fe, consciente del fraude, empujada más por la demanda que por convicción. La maldita herencia, se decía, que ya que no se puede truncar, por lo menos que sirva para ganar unas perras.

      Daniel y Melchora, empujados por el lacerante reproche de la mirada de don Graciano, tanto más inhóspita cuanto más se hacía evidente en la joven el trazo fecundo de su creciente orondez, marcharon también a Madrid, apenas cinco meses después de haberse casado. Indalecio les acogió en la capital con absoluto entusiasmo. Se sentía feliz y descargado con la constatación de la eficacia germinal de su hermano pequeño. A pesar de vivir sin tiempo, en un frenesí laboral vertiginoso que le llevaba, de dependiente-repartidor en un ultramarinos, mañana y tarde, a camarero, de cinco a nueve y media de la mañana, en la cantina de la Estación del Norte, y ocasional ayudante de cocina, los domingos y festivos, en los “Salones Flor de Azar”, bodas y banquetes, sacó aún tiempo Indalecio para buscar, con afán selectivo, el mejor empleo que cupiera imaginar para el trío de recién casados. Una oportunidad, que el destino favoreció muy prontamente y, además, suerte y azar que así lo quisieron, puerta con puerta.

      El negocio vecino al ultramarinos, en la calle Hileras, semiesquina a Arenal, cogollo castizo de la Villa y Corte, era una vieja casa de rancia solera. “Ornamentos Izaguirre”, rezaba, nunca mejor dicho, el luctuoso cartelón de su fachada, dibujado en letras góticas con sobria orla de plata. Debajo, en su amplio escaparate, se exhibían, con ordenada pulcritud, una amplia muestra de cálices y custodias de diversos estilos y diferente acabado, desde el propio de una catedral hasta el sencillo adecuado a una capilla de barrio. La composición de la muestra se completaba con amitos, estolas y cíngulos, repartidos aquí y allá, un par de imágenes de vírgenes de pequeño tamaño, y en el lugar destacado, centrando la visión del escaparate, una soberbia capa pluvial recamada en oro y flores polícromas.

      Doña Ramona Leralta, desde hacía poco viuda del malogrado don Aniceto Izaguirre, llevaba ahora sola el negocio con abrumador esfuerzo, de ahí que acogiera como agua de mayo la sugerencia que le planteó Indalecio de emplear a su hermano recién llegado. E hizo más doña Ramona. Calculó y sopesó, y contrató al matrimonio completo, en lote, casi por el mismo precio, Melchora para la casa, y Daniel para el comercio. En su conciencia, además, doña Ramona llegó a convencerse, con gran consuelo de espíritu, de que en el trato había habido por su parte mucho de caridad cristiana, y así se encargaba de recordarlo, con harta frecuencia, en cada ocasión en la que el inminente vencimiento de un pago encrespaba sus ácidos estomacales, o cuando, en la permanente revista diaria, descubría el más mínimo fallo de orden, o el despiste intolerable de la evidencia de una mota de polvo. Sin embargo, más cierto sería reconocer que en la propuesta vio la viuda el cielo abierto; y hasta, llegó a pensar, el amparo mediador de su difunto marido, que desde el más allá acaso terciaba así en el destino para aliviarle el peso de tanta ausencia. Desde luego, consideró la vieja muy positivamente la circunstancia de que Daniel fuese hermano de Indalecio, al que tenía por ejemplar trabajador y modelo de seriedad, y acabó de convencerse aún más cuando supo que el recién llegado, sin malear todavía, pensó, había sido seminarista, lo que le hacía perfecto para el negocio, al suponer la vieja, con bastante razón, que de tal experiencia cabía inferir en el joven un conocimiento cuasi profesional de la nomenclatura y usos de tan peculiar mercadería, además de una adecuada disposición para el trato directo con unos clientes sin duda alguna especiales, como lo eran párrocos, abadesas, canónigos, sacristanes y demás jerarcas del clero.

      Y no erró doña Ramona en su apreciación. En menos de un año Daniel ya llevaba prácticamente solo el negocio, y el nivel de las ventas crecía casi en la misma proporción que la confianza y cariño que doña Ramona dispensaba a la pareja, y éstos a ella, hay que decirlo, en justa reciprocidad. El aglutinante motor de esa creciente familiaridad lo puso el nacimiento y crianza de Tomás Almendrilla, al que doña Ramona acogió como un nieto regalado.

      Diez años después, todo había cambiado y madurado para bien y mejor. Melchora se sentía feliz, y más ama que criada. Daniel otro tanto, revestido para sí de todas las responsabilidades y zozobras que atañen a un empresario comerciante, aunque formalmente no lo

fuera. Doña Ramona, a su vez, vivía en plenitud de dicha, gozando la luminosa familiaridad que había regenerado su casa, y entregada en cuerpo y alma a los caprichos y mimos que prodigaba a Tomás, su nieto postizo. Todo, en fin, marchaba divinamente, a qué extenderse. Todo en paz y orden, progresando. Hasta la noche de aquel fatídico 16 de noviembre de 1967, de los santos Edmundo, arzobispo, y Elpidio, mártir, cuando el divino fuego vino a resolver en tragedia la sacrílega osadía del trío.

      El niño Tomás se salvó por los pelos. Y tanto que sí, porque fue así, tirando a tientas de su cuidada melena, como uno de los bomberos actuantes, en medio de la negra humareda, logró rescatarlo del fondo de la cama, donde, acurrucado bajo las mantas, se había refugiado el chaval, mudo de espanto. Ellos, Daniel, Melchora y doña Ramona, perecieron abrasados, consumidos en la infernal fogata que su inconsciente y temeraria locura había provocado.

      La referencia periodística del suceso, y la investigación policial y judicial subsiguiente, resolvieron, sin mayores profundidades, que la causa del trágico siniestro había sido la fatal concatenación de dos factores: por un lado, la emanación de gases del brasero, bajo la mesa camilla, que les dejó inconscientes; y por otro, simultáneamente, el incendio de la estufa de keroseno, que no pudieron atajar en su amodorrante ausencia. Pero no fue así, sino peor y más grave.

      Lo sucedido realmente, que el niño vio en su comienzo, espiando tras la puerta antes de acostarse, y que luego calló y no llegó a entender hasta muchos años más tarde, fue la consecuencia de otra bien distinta concatenación, cien veces más peligrosa e impredecible: la obsesión vesánica de una vieja, por una parte, y la ignorante insensatez de una joven lunática, por otra.

     Ocurrió que, al paso de la confianza, poco tiempo después de iniciar la convivencia, su anfitriona confesó a Daniel y Melchora lo que éstos ya sospechaban casi desde el primer día de entrar en la casa: que doña Ramona ensayaba prácticas espiritistas, en un loco afán por contactar con su difunto Aniceto, que tan huérfana la había dejado. Esta era la insensata obsesión que obnubilaba a la vieja.

      La cosa no pasaba, en un principio, de extrambóticas invocaciones salpicadas de latinajos en la penumbra del gabinete, con dos cirios encendidos sobre la mesa camilla, y un hilo de humeante sándalo como todo atrezzo. Pero estas cosas, como siempre ocurre cuando hay fe y se fracasa, bien se sabe, de ahí su peligro, sólo hacen que ir a más. Y cuanto más huidizo se mostraba el difunto Izaguirre, más empeño y parafernalia disponía en contactarlo doña Ramona. Así fue como, ganando cada vez más desquicio su locura, revisando libros prohibidos y recogiendo consejas de aquí y de allá, como material no le faltaba, dio con el tiempo la vieja en transformar el doméstico gabinete en verdadera capilla heterodoxa, irreverente, escandalosa y herética. Un cromo de espeluznante presencia que en la complicidad de los tres mantenían oculto a las visitas y también al niño, muy particularmente al doncel Tomasito, por la caridad de no traumatizarle de por vida.

      Lo que pasó, pasó porque tenía que pasar, que el destino es muy dueño y así lo había dispuesto, cierto que sí. Pero también convendrá anotar y dejar dicho, en honor al buen nombre y mejor memoria de Daniel y Melchora, que en el sacrílego disparate que indujeron no hubo maldad consciente, sino más bien ganas de dar consuelo a la empecinada exigencia de doña Ramona.

      Daniel tuvo la culpa, el día en que su bocaza soltó a doña Ramona el secreto más vergonzante de su esposa. Melchora bien le había advertido y suplicado mil veces que no mencionara, en ningún caso y bajo ninguna circunstancia, su ascendencia brujeril y el estigma de “las Gabachas”. Pero Daniel, por presumir y darse importancia, ahora una clave, luego una pista, acabó largándole todo, y más aún de su invención, a doña Ramona, que no paró desde entonces de presionar a Melchora para obligarla a ensayar algún rito aprendido en su hermético acervo.
      Melchora vivía, pues, agobiada por no poder complacer a aquella señora que tan buena era con ellos y que tanto quería al niño. Pero lo cierto es que nada sabía de fórmulas ni sortilegios, y mucho menos que fueran capaces de contactar con un difunto pertinaz como don Aniceto, contra el que tantos intentos anteriores habían fracasado. Consultó con su madre, y recibió la respuesta que esperaba: De verdad. De verdad -vino a decirla-, no hay en las maniobras más que cuento, mentira y engañifa. Cuando a veces funciona, que sí, que a veces sí, o es por casualidad o por el prodigioso e inexplicable portento de quien, queriendo, se engaña, y cree, y vé, y experimenta el milagro. Pero doña Ramona, en su urgencia, recibía cada vez peor las dilatorias excusas, e ignoraba y tomaba a mal y por desprecio las sinceras explicaciones que Melchora le daba acerca de la falsedad del presunto oficio heredado. La situación llegó a hacerse realmente embarazosa, y hasta a poner en riesgo el futuro y la permanencia del matrimonio en la casa. Asi que Daniel, visto el cariz, se vio obligado a tomar una determinación, y él mismo urdió y transfirió a Melchora la parafernalia que, al fin, habría de llevar a los tres a la presencia eterna de don Aniceto.

      Pensando en disponer el cuerpo del modo más propicio a los efectos deseados, desveló Melchora, por encargo de Daniel, que en el día señalado, en el punto y hora exacta de la puesta del sol, deberían los tres oficiantes, reunidos allí en místico círculo en torno a la mesa mediática, ingerir cada uno medio cuartillo de vino de consagrar, dispuesta cada ración formalmente en su correspondiente vinajera de fino e inmaculado cristal checo. Luego, cada hora, a intervalos precisos hasta la medianoche, deberían repetir la libación. Como complemento litúrgico para la ocasión, por dar empaque y contenido al ritual, ideó Daniel una jaculatoria supuestamente hermética de la que repartió a cada una su copia correspondiente. Preciosamente escrita en letras góticas, decía así:

 

“¡Questum vinum invocatum, Anicetum!.
... aceptan presentian nostram.
... (Bis).
Revivere sepulcratis et torna pronovis.
¡Prego!. ¡Prego!. ¡Prego!.
... Ad centrum... pa dentrum”.

      La sacrílega ceremonia, tras el increscendo preparatorio del trasiego de vinajeras -cayeron siete, desde las seis que empezaron, pues tan de huidizo es el sol en el horario de invierno- llegó a su momento álgido al punto de la medianoche, cuando, según el protocolo anunciado, vinieron los tres a sentarse en torno a la mesa camilla y dispusieron, con más ansia y algarabía de la que fuera tenida por prudente y seria para una ocasión así, la liturgia final, el acabóse capaz de traer en viva presencia al errabundo espíritu de don Aniceto Izaguirre.

      El punto de la apoteosis consistía en una queimada de aguardiente oficiada al centro, en un copón como recipiente crisol. Repartidos en la estancia, doce cirios aportaban la única tremulante luz adecuada al momento. Así sobrevino el desastre, que a los tres pilló beodos e inermes ...El aguardiente encendido que se desborda ...el precipitado y descoordinado recular que el susto provoca a continuación, y los cirios que caen prendiendo nuevos focos ...La estufa de keroseno que explota ...Y el caos, en fin, y la confusión del esfuerzo inútil por tratar de atajar sin orden lo que en pocos segundos deriva ya en pavoroso incendio. Daniel cayó derrotado muy cerca de la puerta, en el postrer esfuerzo de arrastrar el cuerpo inconsciente de su querida Melchora. Y doña Ramona expiró feliz en el trance más ansiado: en apacible y ajeno diálogo con su esposo, al que llegó a ver al fin nítidamente entre el refulgir de las teas encendidas.

***

      Al llegar al camposanto, Indalecio Almendrilla depositó con grave solemnidad su ofrenda floral sobre la tumba de sus deudos. Como cada año, desde la muerte de Daniel y Melchora, que allí reposaban ambos como inquilinos más antiguos, junto a don Graciano, ocupante más reciente, notó Indalecio de inmediato la pulcra limpieza que ofrecía toda la obra: el mármol de la lápida, reluciente; el Cristo de latón en la cruz del cabecero, perfectamente bruñido; y la hierba del sepulcral entorno cuidadosamente recortada. Angustias, la buena mujer, ya muy anciana, había estado allí antes.

      Con ceremonioso respeto, siguiendo la costumbre de todas las visitas anteriores, Indalecio se persignó y balbució un padrenuestro, observando al tiempo el entorno para asegurarse de estar solo y libre de miradas indiscretas que luego pudieran chotear lo que para él era el rito más sagrado de su cita anual: hablar a sus deudos a viva voz, como solía y gustaba, con entregada sinceridad, contándoles las novedades habidas desde la última ocasión, y rematando con el solemne compromiso que asumía en la confesión de los propósitos que allí quedaban sellados para el próximo ejercicio.

-- ...Bueno. Aquí estoy otro año más -empezó diciendo, tras el padrenuestro-. ...Ehh..., ya veo que Angustias se sigue ocupando bien de vosotros. Todo está perfecto. ...Aún no la he visto. Seguro que luego... Llegué ayer. Estoy en “La Camelia Blanca”, que está como siempre. Y el pueblo tampoco parece haber cambiado mucho en este año... Bueno... Esto.... El que sí tiene cambios que contaros soy yo... A tí, padre, te van a gustar mucho; lo sé. Verás..., ya está decidido: se acabó lo del bingo... Sí. Puedes creerme, definitivamente se acabó, de verdad...

      Como si aquel diálogo fuera real, y posible la réplica, dejó pasar Indalecio unos segundos calculados de incertidumbre, antes de continuar y aclarar su plan:
 -- ...Cierro el bingo, y voy a montar en el local un restaurante. Un buen restaurante. Ya tengo lo planos y todo el diseño ...Tomás aún no lo sabe, no se lo he contado todavía. También para él será una sorpresa, sí... Es espabilado el chaval. ¡Vaya que sí! ... Bueno, y de chaval nada, porque ya es todo un hombre... Y está cambiando mucho, sí señor...,pero mucho, de verdad. En los estudios no va mal, y cuando acabe la carrera podrá hacer buena ayuda en el restaurante.... Ahora me ayuda bastant...
      Cayendo de inmediato en la indiscreta gravedad a la que le llevaba su entusiasmo, Indalecio rectificó sobre la marcha, mintiendo con infantil disimulo: --Bueno, no... Quiero decir que me anima; me ayuda ... Sí, eso es, me anima mucho y me hace mucha compañía. Esa es la verdad. ¡Por el bingo apenas se asoma!... Además, no le gusta -volvió a mentir- ...Ya tiene sus novias, ¡y vaya si tiene éxito!....

      Temiendo volver a caer en inoportunas indiscreciones, Indalecio trató de recuperar seriedad y cambió de tercio: -- Bueno. A lo que vamos. Que tenemos que decidir algo importante: Para lo del restaurante traigo dos nombres... A ver cuál le ponemos. Hay que elegirlo ahora: uno es “Chez Graciano”... ¿Qué te parece, papá?...Es por ti... Lo de Chez es, como si dijéramos “Casa Graciano”, pero mucho más fino, ¿comprendes?... para que tenga nivel. Bueno, y el otro nombre, creo que tampoco está mal, a ver qué os parece: “El Figón de San Marcos”... Suena bien también, ¿no? ... Sí, creo que sí... Bueno, pues, si queréis, podemos hacer lo de siempre: Aquí tengo los papelitos...

      Lo de siempre no era otra cosa que un juego de azar que Indalecio dio en entender por oráculo de ultratumba el día en que, hallándose como hoy allí, de charla con sus deudos, y debatiendo con ellos si procedían mejor, en el único búcaro de la tumba, las rosas que él traía o los claveles que horas antes había dejado Angustias, habiendo apoyado en los dos brazos de la cruz de cabecera ambos ramos mientras limpiaba el recipiente, un golpe de viento vino a echar por tierra los claveles, e Indalecio despejó sus dudas: preferían las rosas... Desde entonces, los brazos de la cruz hablaban por los muertos y decidían la pertinencia o no de las cuestiones que les eran planteadas. Situaba un papelillo con la opción correspondiente anotada en cada brazo, y el primero que aventaba la brisa quedaba descartado, tal era la respuesta que Indalecio aceptaba y tenía por directamente emanada de la voluntad de sus difuntos. Años hubo en que la calma chicha del día, o la gran dificultad de la decisión requerida, retuvo a Indalecio pendiente de los papelillos más de una hora; pero hoy, por fortuna, el trámite se resolvió en apenas unos segundos: “Chez Graciano” salió volando casi en el mismo instante de tomar posición. Indalecio

agradeció la diligencia, ya que andaba un poco apurado, con el tiempo justo para la misa mayor, pero quedó también entristecido, porque entendió que aquella rapidez le indicaba que su padre rechazaba de plano cualquier implicación en el nuevo negocio, ya fuera sólo de nombre. Que seguía enojado con él, y que aún no le había perdonado.

      Sin llegar a rebelarse, que a tanto no llegaba la osadía de Indalecio, y aún aceptando la rotundidad del veredicto, esta vez no se dejó amilanar, y en un tono de brusca insolencia, dirigiéndose directamente al irreductible espíritu de don Graciano, encarando con valentía por primera vez su mirada con la amarillenta del viejo, en la foto ovalada que le recordaba al pie de la cruz, dejó fluir