sábado, 6 de noviembre de 2010

Destellos de Hollín (Páginas 37 a 47)



que dejó en el aire inconclusa en el instante mismo de su fulminante vencimiento. Nadie supo entonces, a ciencia cierta, ni completarla ni siquiera interpretarla fielmente en su literalidad, pero es muy cierto que la tal diatriba estaba llamada a tener con el tiempo una gran trascendencia local y hasta una traducción premonitoria, esclarecida al fin entre las buenas gentes ribereñas. En aquel fatal momento, según se recuerda y circuló en los corrillos, testigos presentes en la alcoba patricial afirmaron haber entendido en la voz quebrada del anciano algo así como:¡Vago. Cuatrero. Ojalá te arruines, carajo!... Pero Indalecio Almendrilla, en su azorada confusión, por sobrevivir a la pena, engañándose tal vez, tuvo para él siempre que su progenitor, benévolo al fin en su último aliento, lo que realmente dijera no fue tal, sino: “¡Reza, lotero, y tendrás trabajo!”. Hoy, después de la tragedia, ya a nadie le cabe la menor duda del sentido literal de aquel exabrupto de muerte. La enigmática frase del segundo final de don Graciano resultó ser una exacta y cruel profecía: “¡Déjalo, putero, o te matará un badajo!”. Eso dijo, ahora se sabe, despidiéndose, el sacristán. Y así se cumplió. Un fabuloso suceso, profecía o milagro, a saber, que aún hoy sirve de base al comité de beatas local como aval y mejor prueba para su pretensión de alcanzar algún día para don Graciano el reconocimiento vaticano de su condición de santidad.
      Aquel infausto veinticinco de abril de 1977 había comenzado, sin embargo, para Indalecio con los mejores augurios. Fiel a su rito anual, en la hora más temprana abandonó “La Camelia Blanca”, el viejo hostal en el que solía alojarse en sus puntuales visitas al pueblo. Como siempre, encaminó sus primeros pasos en dirección al
cementerio. Aunque, quien hoy le viera, conociéndolo, podría afirmar que este año llevaba el hombre un andar más ligero, mucho más animado y apurado también. Pudiera ser de ello causa el influjo del sol, contagioso aquel día en su calentar temprano, o el musical murmullo del río, henchido de vital deshielo. Pero, aún sumando éstas, que también, eran otras y más íntimas las razones que llevaban al vuelo a Indalecio a su cita en el camposanto.
      Dos felices nuevas portaba en el buche para los silentes interlocutores que le aguardaban en el panteón familiar. A Daniel, el hermano, avecinado allí desde hacía diez años, la buena de los cada vez más derechos y reconducidos pasos de Tomás, el hijo que el fuego de Dios dejó huérfano y al cuidado del tío desde la noche del sacrílego incendio. Y al padre, al temible don Graciano, tres años residente, el voto solemne, que pensaba hacer sobre el mármol, de cerrar definitivamente el bingo a comienzos del ya próximo verano, para acometer en el local las obras del restaurante que proyectaba y cuyo nombre, por cierto, aguardaba tan sólo para su fijación definitiva el preceptivo refrendo que allí habría de darse. “Chez Graciano”, o “El Figón de San Marcos”, eran las dos opciones que pensaba plantear en la necrófila consulta.
      Al cruzar el puente nuevo, como tenía por costumbre Indalecio detuvo allí su andar. Se asomó al pretil y dirigió al tumultuoso caudal el susurro grave de una sentida oración. Era el recuerdo a la madre, a doña Emérita, la discreción hecha carne. La que un día se llevó este río, por accidente o por voluntad, nunca se supo, como nunca se consiguió ni pudo recuperar su cuerpo. Cayó o saltó, no hubo testigos; pero allí la vieron por última vez, absorta en la torrentera, el día en que llegó el telegrama con la noticia del trágico final de su Daniel y Melchora.
      Con el amén, como siempre, soltó Indalecio el ramo de rosas por encima del barandal hacia el agua; dejando, para la maniobra, en el suelo el otro similar, que portaba como ofrenda de respeto para la mucho más comprometida y dura cita que le aguardaba en el cementerio. Hacia allá siguió, caminando por el sendero que orilla el río en su borde mismo, tan angosto y quebrado en el caprichoso trazado que lo dibuja como la propia historia de quien ahora lo anda.
      Cualquier psicoanalista podría explicarla, la historia de Indalecio, con mejores razones, más técnicas y fundamentadas; pero, no siendo el caso, seguro que igualmente resulta fácil de entender a cualquiera, en llano y por sencillo, que la desgracia de este hombre tuvo su origen en la influencia traumática del padre y la contradictoria y perversa dualidad que, a los ojos de un niño, tuvo que resultar la simultaneidad de dos oficios tan paradójicos, como el de sacristán y capador, que don Graciano ejercía.
      La vida empezó a quebrarse para el niño Indalecito a sus apenas diez años, en mil novecientos cuarenta y ocho, justamente aquel día que comenzara para el chaval como el más feliz de su corta vida, para concluir al término en el referente de su más prematuro abatimiento.
      Corría septiembre, y los cuatro Almendrilla viajaban a la capital. Nunca tal habían hecho. Indalecio se sentía feliz, pletórico por la fascinante aventura de tanto nuevo por descubrir. Su hermano Daniel, un año más joven, también disfrutaba de la misma inocente alegría. Y hasta el adusto padre, don Graciano, aparecía relajado y contento. Sólo Emérita se mostraba triste y ausente, perdida en el dorado paisaje de las anchuras manchegas que el encuadre de la ventanilla del tren iba recorriendo. Vestían todos de domingo, y componían juntos, en aquel vagón, una imagen de pulcra sobriedad y de apacible y envidiable armonía. Bajo el asiento del padre, un paquetón irregular, rezumante de grasa y atado con cáñamo, acompañaba al grupo; era su tarjeta de visita, de agradecimiento y obligada pleitesía al señor obispo, que al mediodía habría de recibirlos. En el regazo de la madre, abrigada con sus brazos, una pequeña maleta marrón de cartón barnizado completaba el equipaje.
      Pero el señor obispo no pudo recibirles. Lo hizo en su nombre, con amplia sonrisa, un joven sacerdote, que recogió y agradeció el paquete y se brindó a acompañarles al vecino seminario, donde el perplejo Daniel quedó ingresado aquella misma tarde para hacerse cura, según los designios y la voluntad de don Graciano, que para estos asuntos no consideraba necesaria ni autorización ni consulta, ni del niño, ni de la madre tampoco.
      Indalecio hizo el viaje de regreso a San Marcos de la Ribera sin decir palabra, hundido en su asiento y aferrado a su madre, que tampoco abrió la boca en todo el trayecto. Los Almendrilla inauguraban así un silencio que acabó por hacerse crónico en aquella familia en los siguientes meses y años. Desde entonces y hasta su huida a Madrid, la mirada de Indalecio sólo recobró vida en los cortos períodos de vacaciones que traían a Daniel de vuelta a casa. Entonces, apurando juntos todas las horas del día y de la noche, recuperaban los críos al punto las fraternales señas de su identidad, la íntima complicidad de sus sueños y el frustrante rechazo que ambos sentían por la realidad que a cada uno tocaba vivir. Indalecio ansiaba salir de San Marcos de la Ribera y confesaba envidia a Daniel por la experiencia de éste en la capital, por su ir y venir solo en el tren y por las gentes nuevas que conocía, aunque fuera a costa de hacerse cura. El seminarista, sin embargo, agotaba la infantil capacidad de su argumento en explicar al hermano el grave error de pensar así y la futilidad de su envidia. La capital, le decía, sólo se oía al otro lado del gigantesco muro que rodeaba el seminario. El ir y venir en el tren, bueno, tenía un pasar, aunque infinitamente más la venida que la ida; y las gentes nuevas, un desastre, lo peor: caras frías, gestos duros, disciplina, castigos, reproches ... una mierda.
      Y a todo esto, la insufrible suma de un despertar adolescente que traía a Daniel por la calle de la amargura. Indalecio trataba inútilmente de atemperarlo, de sosegar la frustración del chaval por los negros augurios que Daniel imaginaba en su futuro, sin mujeres, sin poder casarse, y sin siquiera poder pensar en ellas, que a tanto creía, y sufría, el crío. El hermano mayor porfiaba que no era para tanto; que no tenía por qué ser así. -- Casarse ...Bueno, casarte no -le explicaba-... Pero pensar...¡Quién te va a quitar de pensar!. Eso es cosa tuya solamente, Daniel. ¡No seas tonto, bobo...!
-- Cosa mía, sí ...Y de Dios también, que todo lo ve -respondía pronto Daniel, agotando cualquier posible razonamiento- ...Y ya no es sólo que pueda o no pensar -continuaba el niño en su aflicción- ...es que tampoco podré nunca tocarlas ...¿Comprendes?
-- Ya... Sí. Lo entiendo...

      La casta perspectiva que se dibujaba en el horizonte de Daniel ocupó largas horas de porfiada charla entre los hermanos aquellas navidades del cuarenta y ocho. La cuestión, analizada por ambos desde todos los perfiles posibles de su infantil capacidad, derivó al fin en obsesión irresoluble: Indalecio, agotado y rendido en la inútil búsqueda de razones y argumentos de consuelo que pudieran compensar y sosegar a Daniel. Y éste, en guardia siempre y al quite, para rebatir e invalidar cualquier posible vía de escape que el hermano pudiera proponerle.
      Así las cosas, hundidos los dos en esta desesperanzada angustia, empaparon el abrazo en llanto en la despedida aquel año; no tanto ya por causa de la separación en la obligada vuelta de Daniel al seminario al término de las vacaciones, sino, muy particularmente, en su íntima complicidad, por ese dramático panorama que entre los dos habían magnificado.
      El niño Indalecio, todo corazón, que amaba profundamente a su hermano menor, quedó sumido en la depresión más absoluta; pero nadie se apercibió de ello en el ajeno silencio de la casa. Emérita navegaba en sombra por sus quehaceres, sin ruido y sin prisa, cada vez más ausente. De su apagada rutina sólo cabía anotar algunos detalles que habrían resultado significativos a quien pudiera tener interés en observarlos, que no era el caso, a más de que la mujer dominaba la discreción con magistral virtuosidad. Desde que regresara del viaje a la capital, tras el ingreso de su Daniel en el seminario, no había vuelto a colocarse en la pechera de la bata, como solía, prendido con imperdible, el escapulario “¡Detente bala!” que su marido había llevado en la guerra. Y también pudiera apuntarse por extraño el dato de su cada vez más irregular asistencia a misas y oficios entre semana, evidenciando una inequívoca tendencia a limitar sus deberes religiosos al cumplimiento estricto del precepto dominical.
      Don Graciano, por su parte, tampoco prestó gran atención al desesperado trance que vivía Indalecio, cada vez más sumido en la dolorosa cuita del destino infeliz que aguardaba a su hermano.
      Cierto día, en vísperas del Carnaval, quiso el destino que el joven Indalecio tuviera que acompañar a su padre a casa de unos vecinos, que habían demandado de don Graciano su buen oficio como capador para castrar a un cerdo. La escena de aquel espanto no era nueva para el niño, aunque sí lo fue el descubrimiento que por boca de su padre hizo de la razón que justificaba tal operación. Le explicó don Graciano que el motivo de deshuevar al marrano, lo que don Graciano hizo, por cierto, en un santiamén, manejando la cuchilla con prodigiosa habilidad, no era otro que aplacarle los instintos, hacerle olvidar su desazón de macho y favorecer así su engorde y solaz, liberándolo, por caridad, de las tribulaciones carnales que tanto angustian y encanijan.
      Lo malo fue que Indalecito captó la onda en su literalidad, hallando al fin en ella la solución que tanto ansiaba. En cinco ocasiones más, por aprender, acompañó a su padre a otras tantas intervenciones. Y cuando creyó dominar el método, que la profesionalidad de don Graciano hacía parecer tan fácil, se dispuso a aplicarlo en la primera ocasión que resultara posible. Ocurrió esto en la tarde del Jueves Santo, al término de los Oficios litúrgicos en los que él y Daniel actuaron de monaguillos.
      Como solían hacer, rezagaron los chavales la hora de cambiarse en la sacristía, buscando el momento de introducirse sin testigos en el cuartucho adjunto en el que se guardaban las obleas y el barrilito del vino de consagrar. Allí apostados, al amparo de su refugio secreto, bajo las andas de San Roque, se aplicaron los rapaces al trasiego del vino, como solían en estas ocasiones. No obstante, esta vez, según el plan ideado por el aprendiz de carnicero, aunque la dulce dosis a hurtar no fue mayor, por riesgo de que pudiera notarse, Indalecio se había procurado un rebañe periódico en las semanas anteriores, hasta llegar a disponer para la ocasión de casi una botella completa de tres cuartos extra, además de la merma que el barril, casi lleno aquel día, podía admitir sin levantar sospechas.
      Bebieron pues, los críos, como nunca antes lo habían hecho. E hiciéronse sí, también, como tenían por costumbre en estas ocasiones tras los efectos etílicos, inconfesables tocamientos de mutuo consuelo. En ello estaban, cuando Indalecio preguntó a su hermano, una vez más, si seguía angustiado en su conciencia por el negro presagio de su futura vida sacerdotal...
-- Pues, claro. Ya lo creo ... Eso es lo peor de ser cura...-respondió Daniel con su boca ya de trapo.
-- ¿Y a tí gustaría que yo pudiera “aplicarte” los “distintos”?... ¿Y que te hiciera olvidar tu “destrozón” de macho? -insistió Indalecio, evocando en su alcohólica nebulosa las razones que oyera a su padre.
      El beodo Daniel sólo atinó a sacudir afirmativamente la cabeza, como única respuesta.
-- ...Lo malo es que vas a engordar -completó, filosófico, Indalecio- ¿Te importa?
-- Nnnooo... -balbució, semiinconsciente, Daniel.

      Y en un instante, sin mayor consulta, por sorpresa, cuando aún no se había apagado del todo el balbuciente “no” de Daniel, rompió el chaval en alarido feroz, enloquecido de horror y espanto cuando la caricia del hermano se trocó en frío navajazo, aplicado allí, en la misma base de sus tiernas e incipientes criadillas.
      El escándalo derivado del sangriento episodio fue de órdago a la grande. En socorro de los infantiles gritos acudieron de inmediato media docena de beatas que aún permanecían en el templo. También el cura, don Nicolás, que hacía tertulia en el atrio, justamente y por fortuna con don Evaristo, el médico. Y, por supuesto, también don Graciano, que saltó al oír el chillido desde lo alto del Monumento, donde se hallaba encaramado ordenando y asegurando para la noche los cirios encendidos. De inmediato supieron todos la entidad de lo ocurrido, aunque no las razones ni el porqué, que Indalecio no tuvo tiempo de explicar anulado por la violenta reacción de don Graciano, que le dejó inconsciente de un soberbio guantazo.
      Daniel, dentro del drama, tuvo suerte, porque la precipitación y la impericia de la fraternal cuchillada sólo alcanzó a rebanarle, de completo, eso sí, un huevo, pudiendo la pronta intervención de don Evaristo atajar la hemorragia allí mismo, y recomponer la funcionalidad del testículo sobreviviente luego, en la artesanal cirugía de su consulta.
       El tiempo fue pasando, aunque no así la memoria acusadora hacia Indalecio, que vivió desde entonces en un auténtico infierno, tanto en casa como en el pueblo, hasta el día de su liberadora huida a Madrid. Tan sólo Daniel, entendiendo la bondad del propósito, supo desde el principio perdonar sin reservas. Años más tarde llegaría incluso a confesar a la agobiada conciencia de su hermano el íntimo agradecimiento que sentía por la oportunidad de aquella catárquica mutilación.
      Los años oscuros que siguieron para Indalecio en San Marcos de la Ribera, lo fueron, en cambio, de luminoso despertar para el semicastrado Daniel. Por lo pronto, dejó el seminario y el negro destino de canonjía que para él había soñado don Graciano.
      Una vez liberado de estas pías ataduras, dio el mozo en prestar creciente atención a las jovenzuelas del lugar, afanándose en aprender con gran aplicación sus secretos. En esta gozosa tarea tuvo además Daniel el terreno abonado, pues la morbosa curiosidad de las jóvenes lugareñas por conocer de primera mano el alcance real de su mutilación testicular, y más aún sus reales consecuencias en la práctica, le facilitaron un amplísimo caudal de experiencias.
      En el 56, a los diecisiete años, uno después de la marcha de Indalecio a Madrid, llegó para Daniel la ocasión de despejar cualquier duda que aún pudiera albergar respecto de la funcionalidad perfecta de su huevo disparejo, cuando Melchorita, su novia formal en los últimos tres meses, le anunció, con desolado rubor, hallarse en estado de buena esperanza. Aquel embarazo fue para Daniel la mejor noticia que cupiera imaginar. A buen seguro que pocos hijos lo fueron por un padre tan deseados en la larga historia de este mundo. No sólo “quería” y “sabía”, que de éso, sí, ya estaban al cabo hacía tiempo todo el pueblo, sino que ahora, al fin, con rotunda evidencia, dejaba sentado Daniel ante todo bicho viviente y ante si mismo, muy principalmente, que también “podía”.
      Y, lo que son las cosas de la vida, tan distinta de ver para unos y para otros, ¡qué misterio! ...Aquel día de mayo, porque fue en mayo florido ... era por mayo, Melchorita, recién cumplidos los dieciséis, consumió todas las horas en un trance atropellado de llantos, ayes e hipos, mientras que Daniel lo ocupó entero en recorrer, atolondrado, las calles y todas las tabernas y garitos del lugar, ofreciendo la buena nueva a cuantos con él se cruzaron.
      Contagiados por tan paternal entusiasmo, a todos se les vio reír y celebrar la noticia. Todos, en efecto, así lo hicieron, cínicamente los más y con mucha malicia también, en muchos casos; menos los padres de los jóvenes protagonistas, que dieron en entender el asunto por tragedia. Don Graciano, por castigo divino, por sus muchas culpas y pecados cometidos de pensamiento y obra, la puntilla que le faltaba al desprecio que un año antes le había hecho su hijo mayor, Indalecio, marchando a Madrid sin despedirse siquiera. Y Angustias, la madre de Melchora, a la pena de vergüenza, que no era tanta, sumaba el drama de ver a su tierna criatura emparentada con la familia de un meapilas, como por tal tenía a don Graciano.
      Angustias, “La Gabacha” de mal nombre, arrastraba este apodo desde que su tatarabuela entripara por cuenta de la acometida de un soldado francés, en plena Guerra de la Independencia. Desde entonces para acá, que ya llovió, “Las Gabachas”, mujeres siempre en la

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