jueves, 26 de julio de 2012

La pasta, controversia de su origen

      La pasta, en sus diferentes variantes, fideos, macarrones, spaguettis, canelones, tallarines, y demás, es hoy parte integrante de la dieta universal. En todas las áreas geográficas, y en todos los países, la incorporación de la pasta a sus menús tradicionales y familiares es un hecho cotidiano que cuenta ya con siglos de historia. Aunque, claro está, con diferentes gradaciones en cuanto a la intensidad de su presencia y frecuencia en la dieta. Los italianos, que pasan por ser sus inventores –aunque de ello hemos de contarles ahora- se acercan, en cuanto a consumo, a los 40 kilos de pasta por persona y año; suizos y franceses les siguen, aunque ya a gran distancia, con algo menos de 10 kilos; alemanes y norteamericanos, andan por ahí, en esa escala de los 7/8 kilos. ¿Y los españoles? Pues, muchísimo menos, infinitamente menos: unos 4/5 kilos por persona y año.
      Y ahora esa peliaguda cuestión ¿Inventaron realmente los italianos la pasta? Pues, por no agraviar ni soliviantar a nuestros hermanos mediterráneos –que en eso se ponen muy “bravos” ante cualquier duda que pueda planteárseles al respecto- podemos convenir que sí. Desde luego, lo que no cabe negarles es su condición de grandes difusores universales de la pasta y su formulación culinaria al gusto de hoy, según su modelo. Otra cosa es lo de la “invención”. En ese terreno, para el que no cabe, en rigor, más que la aportación que puedan darnos documentos históricos, la italianidad de la pasta es muy difícil de demostrar. De hecho, de una parte sí hay constancia histórica documentada de que la cocina china, con varios miles de años de antelación, ya usaba de un producto muy similar, aunque, eso sí, no elaborado partiendo del trigo sino de otro cereal, el suyo, el arroz. Los famosos “rollitos de primavera”, por ejemplo, que son antiquísimos, están envueltos en una inequívoca suerte de “pasta”. Y, véase qué curioso, según la leyenda, fue Marco Polo quien se trajo de China el invento de la pasta. Pero de tal hecho y circunstancia, no hay ninguna constancia documental fehaciente. De ser cierto, habría ocurrido allá por el siglo XIII, que es el tiempo en el que se enmarca el célebre viaje del veneciano. Sin embargo, lo que es históricamente más probable y está fehacientemente demostrado, es que el mundo árabe de Medio Oriente, y probablemente también de nuestra Al-Andalus, conocían ya desde bastantes decenios antes las aplicaciones culinarias derivadas de esa amalgama esencial de harina de trigo en agua que es, en definitiva, base fundamental de todas las pastas.
      Con bastante fundamento y probabilidad, fueron, pues, los árabes, más que le pese a Marco Polo y a sus exégetas, quienes, a través de Sicilia, llevaron el conocimiento primigenio de la pasta a la Península Italiana. Desde luego, en lo que atañe a nuestra Península Ibérica la vía de introducción árabe no ofrece ninguna duda, como bien lo demuestra el hecho de los nombres que entre nosotros tuvo, correspondientes a su más antiguo formato: la aletría y los fideos, que, ciertamente y en realidad, son una y la misma cosa.
      La palabra alatría, o aletría, es inequívocamente un término de raíz hispanoárabe –mozárabe, por más precisar-. Esa antigua denominación, aletría, cayó en desuso hace ya muchos siglos, aunque todavía hoy pervive como denominación de eso mismo, de los fideos, en la lengua sefardí. En cuanto al término “fideo”, que prosperó al fin, sustituyendo al anterior, se trata –según los lexicólogos- de un murcianismo, derivado del verbo “fidear”, que viene a significar algo así como crecer, sobrepasar un molde, lo cual, obviamente, tiene su fundamento y razón de ser en esa cualidad que le es propia a todo tipo de pasta, cual la de aumentar de tamaño con la cocción. Y, en fin, dejémoslo aquí por hoy; no hagamos nosotros de este comentario, obligadamente breve, por descuido de extensión una “pasta plasta”. Buen provecho.



domingo, 15 de julio de 2012

Rosalía

      Se cumplen hoy, 15 de julio, 127 años de la muerte de una mujer extraordinaria, además de una poetisa excelsa. Se llamó Rosalía, y ese sólo enunciado es suficiente para que todos los gallegos reconozcamos en él, de inmediato y sin excepción alguna, el sentimiento propio que se le tiene a una madre. Sí, porque, aunque resulte cursi, tal es la mejor definición, en estricta verdad, del vínculo que Rosalía de Castro logró fecundar de manera indeleble y permanente con su poesía entre sus paisanos.
      Y no sólo por su magistral oficio en el manejo de la métrica, incomparable. Ni siquiera por el honor que le cupo de redescubrir y forjar nuestro idioma, la lengua gallega, durante siglos denostada y arrumbada, sino, fundamentalmente, porque nadie como ella supo calar y denunciar, con tan amoroso afán, en la lacerante condición que por entonces, en su tiempo, sufría el pueblo gallego, al menos la inmensa mayoría de los campesinos y pescadores, secularmente anclados en la miseria, de la que sólo podía salvarles la incierta y penosísima vía de la emigración.
      Rosalía de Castro vino al mundo en Santiago de Compostela el 24 de febrero de 1837. Un año antes había nacido en Sevilla Gustavo Adolfo Bécquer. Andando el tiempo, ambas personalidades, Rosalía y Bécquer, vendrán a cancelar el Romanticismo español, del que ellos dos serán sus figuras más señeras y representativas.
      Más, a diferencia del sevillano, que tuvo una infancia feliz y en nada traumática, Rosalía nació marcada por lo que en aquellos días era un gravísimo estigma: era hija de soltera; y más y peor, su padre era un cura, un sacerdote. La de los Castro era una familia de ínfulas, de granada hidalguía en la capital compostelana, y el baldón de aquel nacimiento hubo de llevarse con vergüenza y clandestinidad. “Hija de padres incógnitos” se escribió en su registro bautismal, adonde la llevó, en horas aún de madrugada, una sirvienta de la casa, que ejerció como madrina. Para evitar el escándalo, no volvió a casa la recién nacida, yendo a la de aldea de una hermana de su padre que la acoge. Allí pasará sus primeros años, hasta que al fin la madre, María Teresa de la Cruz de Castro y Abadía, reconoce a su hija y le da su apellido. La futura poetisa será desde entonces, Rosalía de Castro.
Casa-museo de Padrón
      El reconocimiento familiar propicia a la niña/joven Rosalía, además del cariño natural –que nunca le faltó- la educación a la que por entonces sólo pueden acceder los hijos de familias acomodadas. La de Rosalía, además –los Castro- figura entre las de mayor barniz cultural de la ciudad, con contacto y amistad con los círculos de la burguesía local en los que empieza a asomar un tímida conciencia galleguista; o no tan tímida, porque entre los allegados de la casa se encuentra el gran bardo Eduardo Pondal, cuyas composiciones, beligerantes en la reivindicación del irredentismo de Galicia –uno de sus poemas, “Quéixume dos pinos” es letra hoy del “Himno gallego”- habrían sin duda influenciado en la vocación poética de la joven Rosalía, quien manifiesta esa aptitud desde sus años adolescentes. Años en que su vida discurre a caballo entre el ambiente urbano –así sea de rancio provincianismo- de Compostela, y las frecuentes idas a la aldea padronense, donde no puede por menos que escandalizarse y apiadarse de las durísimas condiciones en las que viven los famélicos campesinos, y entre ellos, y aún peor y más desesperada, la extrema sumisión que sufren las mujeres.
Dormitorio de la casa-museo
      Con la imagen de la terrible hambruna que las malas cosechas habían provocado en los tres últimos años, en 1856 Rosalía de Castro se traslada a Madrid, para vivir en casa de su tía Carmen Lugín de Castro, madre que será del escritor Pérez Lugín, autor que fue años más tarde de famosa “La casa de la Troya”. El motivo del viaje de Rosalía a Madrid no está muy claro, y probablemente obedece a varias razones: una, sin duda principal, su ambición literaria y el afán de aproximarse a las corrientes más efervescentes de la capital; otra, no menos co-causal, alejarse de la perenne humedad gallega, para aliviar en la seca meseta castellana la latente tuberculosis que tanto incide en su siempre precaria salud.
Rosalía, en foto de estudio
      A través de los años se ha fomentado la imagen estereotipada de una Rosalía introvertida, permanentemente imbuida de melancólica tristeza y de “dolor de vivir”. Bien puede ser que tal fuera su condición en el último tramo de su vida, cuando la enfermedad y un panorama matrimonial no muy satisfactorio, acabaron por doblegar su espíritu y abocarlo al pesimismo. Pero no fue así siempre, ni mucho menos. En la etapa en la que todavía estamos, joven y soltera, y recién llegada a Madrid, logra de inmediato relacionarse e integrarse con un grupo de escritores y poetas, quienes acogen con entusiasmo sus composiciones –todavía en castellano- y hacen posible que éstas vean la luz en forma de libro, bajo el título de “La flor”.
Rosalía, Murguía  y sus cinco hijos
      La aparición de este primer poemario fue comentada con ditirámbicos elogios por el periodista de “La Iberia” Manuel Murguía, gallego como Rosalía, también santiagués de origen, e igualmente implicado en sueños literarios, si bien los de Murguía habían al fin de encauzarse por la vía del ensayo histórico. Acendrado galleguista, Manuel Murguía, con el que Rosalía se casará en Madrid el 10 de octubre de 1858 tras menos de un año de noviazgo, ejercerá siempre como favorable impulsor de la carrera poética de su mujer. Rosalía, a la vez que se va cargando de hijos –hasta 5- habrá de seguirle en azarosa vida, incluida una etapa de destierro en Extremadura. Murguía ejercerá como director del Archivo Histórico de Simancas, para pasar luego a ejercer la dirección del Archivo General de Galicia, y a figurar como uno de los intelectuales fundadores de la Real Academia Gallega.
      Hasta 1871, quince años después de su viaje a Madrid, no logra Rosalía volver a afincarse definitivamente en Galicia, meta ésta que había pasado a ocupar un interés principal en su vida. Con lo ganado de oficio en el arte de escribir y la nueva emoción del reencuentro, en 1863 saca a la luz su primer libro de poesía gallega, el trascendental “Cantares Gallegos”, en el que Rosalía recrea con magistral sensibilidad el paisaje, el dolor, la alegría, la tragedia de la emigración, el folklore y la saudade. En definitiva, la epopeya popular de las gentes sencillas de su tierra, en versos llamados a ejercer como sagrada reivindicación del pueblo galaico y de su lengua.
      Su segundo gran libro de poesía gallega lo publica Rosalía en La Habana, en 1880, bajo el título de “Follas Novas”. En él el costumbrismo sigue siendo fundamento argumental, pero ahora más hondamente trufado de dolor y de tristeza, la misma que se va adueñando de su alma. Tan sólo cinco años le quedan de vida. El cáncer ha asomado ya, y ella se aferra, para combatirlo, a la intimidad con sus gentes y su paisaje. Todavía publicará un último poemario, en castellano, “En las orillas del Sar”. Finalmente, la muerte acaba por vencerla el 15 de julio de 1885. Tan sólo seis años después de su muerte tiene lugar la gran reivindicación nacional de su obra y de su persona, al ser trasladados sus restos, en olor de multitud, desde el cementerio de Padrón al Panteón de hombres –y mujeres- Ilustres de Galicia, en Santo Domingo de Bonaval, en Santiago de Compostela, donde hoy se hallan y son venerados con el más acendrado respeto y reconocimiento –aquel que decíamos que corresponde a una madre- por todos los gallegos.








domingo, 8 de julio de 2012

El yogur, y el caso Metchnikov


      Pocos alimentos habrá que gocen de tanto crédito “saludable” como el yogur. Este derivado lácteo, que en el último medio siglo ha logrado ocupar plaza de obligada presencia en todas las cestas de la compra, cuando menos en todas las del mundo occidental, tiene una historia larga. Y un hito memorable y determinante, en el arranque del siglo XX, que le dio proyección y benéfica fama definitiva, que no ha dejado de incrementarse hasta nuestros días. Y más y mejor desde que la publicidad televisiva vino a servirle de soporte ideal, completando y universalizando el empeño de difusión que le faltaba.
      El origen del yogur, por tan antiguo, está trufado de múltiples leyendas. La más clásica, si la damos por buena, sitúa el solar primigenio de su alumbramiento en el área balcánica, cuando los primitivos nómadas búlgaros, tras la migración que les trajo desde Asia Central, fijaron asentamiento definitivo en las tierras que hoy ocupan. Ello habría ocurrido en la segunda mitad del siglo VII. Con toda probabilidad, los búlgaros, que hoy son todavía grandes consumidores de yogur, trajeron como seña esencial de su dieta alimenticia el yogur en sus alforjas; pero no fueron los primeros, ya que cinco siglos antes, el respetable Galeno, médico y emblemático referente de la Grecia clásica, ya había ponderado las cualidades “purificadoras” del yogur, particularmente recomendable para aliviar estómagos “biliosos y ardorosos”. Y mucho antes que Galeno, hay constancia de que los faraones egipcios gustaban del yogur en sus banquetes; y hasta se cuenta que la coqueta Cleopatra recurría al yogur para confeccionar con él una imperial mascarilla para embellecer su finísimo cutis.
      Así pues, la fecha de la invención del yogur no puede, ni mucho menos, precisarse. Seguramente ocurrió, como tantas cosas, por accidente casual, cuando alguno de aquellos nómadas quiso conservar la leche para el viaje, almacenando el excedente del ordeño diario en un odre elaborado con el propio estómago del animal recién sacrificado, y las especiales bacterias que allí pululaban hicieron el milagro de cuajar y agriar esa leche, dando lugar al primitivo yogur. Que lo fue, tal vez, depende de dónde el fenómeno ocurriera, de leche de vaca, como más nos gusta a los españoles, o de oveja, como prefieren turcos y balcánicos, o quién sabe si de cabra, de búfala, o hasta de yegua, que es la que utilizan con preferencia en el Cáucaso y Asia Central. En el Tibet recurren a la del yak. Y según los jeroglíficos, el yogur de los faraones era de leche de antílope, o de gacela.
Ilya Metchnikov
      Pero todo esto es prehistoria. La historia del gran boom-descubrimiento occidental tiene como hito principal un nombre, el del biólogo ruso, colaborador de Pasteur en Paris, Ilya Metchnikov, a quien la Academia sueca premió con el Nobel en 1908. Unos años antes, Metchinikov se dedicó con gran afán al estudio de la longevidad humana, fijando atención, precisamente, en el caso de Bulgaria donde, a pesar de la pobreza endémica, su población contaba con porcentajes ciertamente sorprendentes de centenarios. Metchnikov concluyó que la causa era el yogur, y sus estudios dieron la vuelta al mundo. Él mismo se volvió un fanático de la leche agria. Consumía yogures todo el día y a todas horas, convencido de que, según su teoría, una dieta abundante en yogur llevaría al hombre a alcanzar el siglo y medio de vida. Durante veinte años, el ruso no hizo otra cosa que comer yogures de manera obsesiva, pero el resultado fue desalentador: acabó sus días en Paris, en 1916, apenas cumplidos los 71 años, ¡menos de la mitad de lo previsto! En todo caso, que a Metchnikov le fallara no tiene por qué invalidar su tesis, digo yo. Buen provecho









martes, 3 de julio de 2012

A Rapa das Bestas


      Quien haya tenido ocasión de viajar por Galicia siguiendo las muy atractivas y serpenteantes rutas de montaña, que en determinados lugares -Capelada, Finisterre, Barbanza…- llegan hasta el borde mismo del océano, perfilando vertiginosos cantiles, habrá disfrutado del singular espectáculo que ofrecen las manadas de caballos en libertad, moviéndose con la arrogancia de saberse amos absolutos de tan inhóspitos y solitarios parajes. Tan sólo una vez al año ven doblegada su salvaje libertad por la acción dominante del hombre: ese día veraniego en el que los mozos de la aldea protagonizan la gran fiesta ritual de “a rapa das bestas”.
      El atractivo y espectacularidad de esta fiesta -“rapa” en las provincias de Lugo y A Coruña, o “curro”, que es como mejor se la conoce en la zona de Pontevedra- justifica la notable proliferación que ha venido dándose en los últimos años, hasta llegar a cubrir la práctica totalidad de la geografía gallega. Con todo, como bien dice el refrán, "la antigüedad es un grado", y ese grado, predominante sin discusión, sigue correspondiendo, hoy como ayer, a una aldea del municipio pontevedrés de A Estrada, San Lorenzo de Sabucedo, que tradicionalmente celebra su “curro” en el primer fin de semana de julio. Dadas las similitudes básicas entre unos y otros, para la descripción general de la fiesta, que es lo que pretendemos, sin duda resultará apropiada la referencia concreta a lo visto y vivido allí, hace ya algunos años, en esta aldea hospitalaria cuyos breves horizontes aparecen perfilados en lo alto por cumbres de nombre tan sugerente como Montouto, Curutu, Cábado, Fontefría…solitarios parajes en los que tienen su hábitat natural y libertario las manadas de caballos salvajes desde tiempo inmemorial. Una raza primitiva, de la que dio ya cuenta el inefable Plinio en sus escritos, que en sus soledades y abandono secular evolucionó sin controles de linaje ni “pedigree”, en una secuencia elemental de simple y necesaria adaptación al medio, con la fortaleza y resistencia como principal característica; en detrimento, eso sí, de nobles alzadas y estilizadas formas, que son éstas “coqueterías” de todo punto incompatibles con las durezas invernales que aquí tienen que soportar. Viven sin mimos ni azúcares, pero también sin sillas ni alforjas.
La yeguada del Santo

      La primera referencia documental de los caballos de Sabucedo está vinculada a una historia singular acaecida en cierto año del siglo XV, cuando una devastadora peste asoló la comarca sembrando el pánico entre los pacíficos lugareños. Dos hermanas, que vivían solas, decidieron entonces poner tierra por medio y construir a tal fin una cabaña en un lugar aislado, conocido como Labagueiras; allí, intentado dar esquinazo al contagioso mal, convinieron encomendar su suerte al patrón, San Lorenzo, prometiéndole a cambio la donación de un potro y una yegua, que habrían de soltar al monte para su reproducción bajo tan pía advocación. Nació así la “Yeguada del Santo” marcada a fuego con una simbólica “parrilla” y origen de las numerosas manadas actuales.
      El censo de hoy alcanza las quinientas cabezas, de las cuales apenas diez son “garañones”, es decir, machos, jefe de manada, con territorio propio perfectamente delimitado por su deyecciones, y defendido a coces y dientes si algún otro macho comete la osadía de aplicarse en veleidades seductoras con alguna de las yeguas de su “harén”. Batallas y disputas entre rivales, que se soslayan y superan cuando sobreviene, con tanta frecuencia en el invierno, el ataque del lobo; entonces todos forman agrupados en una piña, con los potros más jóvenes y las yeguas al centro, y los garañones en atento reto y vigilancia en el círculo exterior. De esas lides dramáticas, y tantas veces trágicas, saben muy bien los vecinos de Sabucedo cuando, llegados los primeros calores del verano, suben al monte en el primer fin de semana de julio para agrupar “ás bestas” en una sola manada, y bajarla luego al pueblo en una ceremonia ancestral y festiva que muchos consideran, acertadamente, como el más auténtico espectáculo gallego e su género.
La “Baixa”

      La iglesia parroquial de Sabucedo tiene un viejo reloj de sol, grabado en la noble piedra de su fachada, con una leyenda simple y ripiosa en la que se lee: "Reloy soy, dándome el sol las horas doy". En el alborear del primer sábado de julio, cuando la sombra horaria empieza a perfilarse en la hendidura que señala la posición de las seis de la mañana, ya están los mozos de la aldea en orden de marcha, reunidos en cuadrillas en torno al atrio y dispuestos a cumplir con un ritual sencillo y preciso, que apenas ha variado a lo largo de los siglos: repique de campanas y bombas de palenque, para espabilar a los más rezagados; misa, para propiciar la tutela del Santo en la dura jornada que aguarda; la mochila bien pertrechada de viandas caseras, para reponer fuerzas en la soleada media mañana de la alta sierra; sin olvidar, por supuesto, el imprescindible bastón de moca, trabajado a navaja a partir de un buen retoño de “carballo cerqueiro”.
      Dos horas de montaraz caminata por riscos y vericuetos, llevan a las distintas cuadrillas hasta los lugares de pasto y dominio de las dispersas manadas. Los más veteranos dirigen con sumo cuidado la operación de irlas rodeando y reuniendo, con la precaución de no acosarlas directamente para evitar estampidas y dispersiones que obligarían a empezar de nuevo toda la operación; lo cual, dicho sea de paso, no se recuerda que haya ocurrido jamás aquí, pues tienen muy a gala estos mozos que ni un solo animal se quede en el monte en este día, y que todos pasen por la saludable “toilette” que abajo aguarda, en el “curro”.
      A las dos de la tarde están al fin reunidas todas las bestias en una única y excitada manada. Los que han trabajado en el rodeo de los caballos han recorrido ya unos veinte kilómetros y la mayor parte corriendo. Totalmente empapados en sudor, y hambrientos, llega el momento de abrir las mochilas y dar buena cuenta del avituallamiento preparado al efecto. Es un respiro tan gratificante como de obligada brevedad, ya que el riesgo de dispersión crece por momentos, con los garañones enzarzados en crispados relinchos y amagos de combate por la forzada “convivencia”. En la mente de todos se hace urgente iniciar el descenso, la “baixa”, sabedores, además, de la ansiosa expectación que ya se vive en el pueblo a esa hora, con miles de turistas y visitantes apiñados en los linderos de la angosta cañada por la que habrán de entrar los caballos.
      Hacia las cuatro de la tarde es la hora prevista. El público ha ido disminuyendo paulatinamente el nivel de sus conversaciones hasta alcanzar un sorprendente y tenso silencio. En la complicidad de esa fascinante atención todas las miradas permanecen atentas al manto verde que forman las copas de los árboles al remontar la ladera del monte más próximo. Por debajo, entre los claros y sombras, se adivina a ratos el serpenteante zigzagueo del camino forestal. Vista y oído alerta, todos pugnan por ser los primeros en descubrir allá en la cumbre la nube de polvo o el eco sordo de la galopada que anuncie la inminencia de la tumultuosa e irrefrenable llegada de las bestias. Un grito, al fin, desata el delirio y la algarabía ¡Xa chegan!...En apenas unos minutos, ciertamente únicos, se produce la arribada en tropel por la llamada “congostra das lamas”, en medio del ensordecedor estrépito de cascos y relinchos. Tras un brevísimo “encierro” por las callejas de Sabucedo, la riada va a desembocar a un plácido y frondoso robledal, conocido como “campo do medio”, previamente cercado de alambre, donde las manadas recompondrán el orden “familiar” perdido tras el atropellado descenso, y sosegarán los ánimos durante un par de horas, hasta la cita de media tarde, en el “curro”.
El “curro”

      Es el “curro” una recia y sobria construcción rectangular, dotada con graderíos para el público. El de Sabucedo cuenta, además, con el interés añadido de su antigüedad, ya que fue construido, en mampostería, a finales del siglo XVIII, en piedra sillar y adosado a la iglesia, de la cual depende.
      El momento crucial de la fiesta está a punto de comenzar un año más en este recinto, que ofrece ya su más soberbio aspecto, mezcla singular de coso taurino, circo romano, y rodeo da far-west. En la arena, el amasijo abigarrado de los caballos ofrece una fantástica estampa, capaz de trasladar la excitación de las bestias al propio ánimo del público que colma el recinto “hasta la bandera”.
      La primera operación consiste en separar a los potrillos, nacido en la pasada primavera, para evitar que puedan resultar heridos en la pelea que se avecina, sacándolos del recinto y aislándolos en un cercado preparado al efecto en el exterior. Son los chavales del lugar, como práctica iniciática, los encargados de acometer esta faena, en un simpático empeño que el público sabe premiar convenientemente con ovaciones y carcajadas a cada revolcón.
      Entre tanto, las cuadrillas de veteranos, que han aprovechado este simpático preludio para estudiar con atención la posición -y “disposición”- dentro del grupo de cada uno de los garañones, se hallan dispuestos ya, repartidos en equipos de tres o cuatro “agarradores” para acometer la dura faena del acoso, derribo, pelado, y marcaje si procede, de los caballos adultos. La “rapa das bestas” propiamente dicha empieza a partir de este momento.
      El “agarrador” coordina con su equipo los detalles finales de la estrategia a seguir, comenzando por los machos, los más peligrosos y encabritados, a los que conviene dominar en plenitud de fuerzas. Una vez tomada la decisión, se produce un salto rápido y ágil sobre el lomo del caballo, sin otra ayuda que las propias manos, agarrándose con fuerza crispada a las crines del animal. La lucha se desarrolla ahora ferozmente, el bruto intenta zafarse a todo trance, zimbreando su cuerpo con grandes cabriolas y lanzando furibundas coces al aire, en un inútil intento por sacudirse del ocupante de su grupa. El primer objetivo del “agarrador” consiste en llegar a taparle los ojos y aislarle de los demás caballos. Saltando por el aire como un muñeco, “agarrador” y caballo mantienen un combate salvaje y espectacular sin ambages, hasta que los compañeros entran el lid, aferrándose al cuello, el uno, y a la cola, el otro, y forcejeando ya los tres al unísono por lograr derribar al animal, y mantenerlo luego firmemente sujeto en tierra.

La “rapa”

      Entre relinchos desesperados y fracasados intentos por liberarse, la tijera entra al fin a saco con las pobladas crines del noble bruto. Luego, en la recuperada libertad de la sierra, cuando lleguen los calores agosteños, este aligeramiento capilar evitará, en buena medida, el cruel ensañamiento de parásitos y tábanos.
      El proceso de acoso, dominio y “rapa” se va repitiendo una y otra vez hasta completar el censo de la manada. En el caso de las yeguas nuevas, la operación ha de completarse con el “marcaje”, a fuego o a tijera, dependiendo de la propiedad que corresponda a cada caso. Los potros jóvenes no podrán volver en ningún caso al monte, por una clara incompatibilidad con el garañón: su destino no es otro que la venta en pública subasta. Hasta hace algunos años también se subastaban las “crines”, que eran empleadas para la fabricación de cepillos, brochas y pinceles.
      Ya a la caída de la tarde, cuando ya apuntan las sombras, la agotadora jornada concluye con el acto de devolución de las yeguas y garañones al monte, encaminándose cada una de las manadas al galope hacia sus respectivos territorios, dispuestas a disfrutar por otro año más del privilegio de una absoluta y solitaria libertad.