jueves, 4 de agosto de 2011

Bertones rellenos, emblema culinario de Ortigueira


 Este texto ha sido publicado en el Libro-Programa de la Fiestas Patronales de Ortigueira 2011

     Que Ortigueira es tierra de prosapia antigua es algo que nadie podrá negar. Fenicios, griegos, romanos y celtas a parte, que todos ellos pasaron alguna vez por aquí, ya en testimonio de constancia histórica nuestra referencia explícita aparece por primera vez en uno de los más tempranos documentos escritos de los que hay constancia en España: el que da cuenta de los once condados adscritos a la iglesia de Lugo, en tiempos del monarca suevo Teodomiro, allá por el siglo IV, donde por primera vez aparece nuestra comarca definida como entidad política propia, al delimitar los términos de la jurisdicción por occidente “entre Lamacengos y Ortigaria”.
      Siendo esto, como es, así, a qué reiterar que nuestra Villa constituyó desde siempre un enclave de trazas urbanas; con asiento habitual en ella de familias con vínculos nobiliarios, en algún caso; de altivez hidalga, en muchos; y de talante y vocación burguesa en otros tantos. Evidentemente, todo este perfil histórico-sociológico, a la traducción de nuestros días poco o nada representa; unos habrá que lo asuman como motivo de orgullo, y otros, que lo sientan como endémica rémora de nuestro devenir comarcal. Pero, sin duda alguna, a los efectos de lo que aquí me trae hoy, tal circunstancia resulta básica para entender y explicar la razón y el porqué de que en nuestro recetario local menudeen las preparaciones de lo que bien podríamos llamar “alta cocina”.
      Y uno de esos platos de compleja arquitectura y trabajosa elaboración es el que yo tengo como emblema más señero de nuestro recetario ortegano: los deliciosos y suculentísimos bertones rellenos; merecedores, quién podrá negarlo, de esos dos laudatorios adjetivos, y de alguno más en orden a su rotunda excelencia; siempre y cuando, claro está, respondan en su factura a la receta original heredada.

Probable origen mindoniense

      De dónde y cómo llegaron los bertones a Ortigueira, creo yo que es asunto resuelto, al menos en lo que hace al primer estadío de investigación: según mi opinión, vinieron de Mondoñedo (como nuestra tarta, por cierto), en una fecha imprecisa, y a través de la muy probable aportación que de la fórmula hizo alguna ignota cocinera ilustre de los fogones episcopales de aquella villa, capital que fue, recuérdese también, de una de las siete provincias en que Galicia estaba dividida hasta la reforma actual, acaecida en 1832. En lo que hace a los bertones, baso esta apuesta de origen en la constatación de que la presencia de ellos era frecuente y recurrente en las mesas burguesas de aquella ciudad, como el propio Cunqueiro reconoce que se hacían en su casa, y de los que, por cierto, el ilustre maestro se confiesa rendido devoto cuantas veces evoca la cocina de su infancia. También, inquiriendo a alguna de las familias más antiguas de Viveiro y de Vilalba, confirmamos esa presencia tradicional de los bertones en ambas, aunque hoy en día, tanto en la del Landro como en la de la Terra Chá, la costumbre de hacerlos haya decaído hasta un punto de práctica desaparición de los recetarios locales de ambas villas (perdón; perdón; que Viveiro también es ciudad, creo).
     Y al hilo, lo que yo advierto con preocupación y lamento es que esa misma deriva de olvido puede reproducirse también en Ortigueira. De hecho, la primera fase, que no es otra que la distorsión de la receta original, por relajación y simplificación de ingredientes y método, ya se deja ver con alarmante frecuencia. No hay más que acudir a internet, y situar en el buscador la frase “bertones de Ortigueira”. Lo que nos sale, y se ve, escandaliza, aunque en distinto grado, en cada caso. En alguna de esas presuntas recetas, se afirma que se trata de un plato de “aprovechamiento de restos del cocido” ¡vaya por Dios! En otras, la envoltura que se sugiere es la de las “hojas de repollo” ¡Dios bendito!... Y aún las hay mucho más escatológicas. Incluso en nuestro propio pueblo, en algún restaurante en el que yo los he probado, el relleno esencial no pasaba de ser una simple albóndiga de carne picada, sin más. Y a qué contarles de la descarada ausencia del “caldo de puchero” como emulsionante básico en la cocción final. Así, si se hacen así los bertones, tan desvirtuados, ciertamente casi es mejor que desaparezcan, así sólo sea por respeto a su memoria, de tanta y tan larga excelencia.

Un plato laborioso, y nada barato
    
     Los “bertones rellenos”, hay que reconocerlo, no es un plato para nuestros días de prisa y urgencia. Tampoco lo es, por lo mismo, para la hostelería del menú de diario. El problema que presentan es que, hechos así, desdibujados, pueden hacerse en un tiempo relativamente corto, y con un presupuesto de esa misma guisa, bastante asequible (en el caso de esos, tan penosos que refiero, simplemente se habían cocido, ni siquiera habían pasado por la sartén). Por el contrario, en la receta que conviene, el plato resulta bastante caro (se lleva un montón de aceite, y huevo, y picadillo de jamón; además del consomé que hay que hacer con antelación); y, fundamentalmente, es una receta que da mucho, muchísimo trabajo de manipulación, y que requiere, además, una previsión de varios días antes, por la requisitoria esencial de ese consomé previo. Lo dicho, ni es plato de menú, ni recurso de alivio de un día.
      Sin embargo, yo tengo para mí que los “bertones rellenos” podrían muy bien ser, para la hostelería local, el mejor y más prestigioso reclamo. Quienes de fuera nos visitan, hallarían en ellos un descubrimiento de enorme sorpresa y originalidad, imposible de relacionar con ninguna otra experiencia en ningún otro lugar. Además, dada su suprema exquisitez, sin duda justificarían ellos solos, por el placer de repetirlos, la planificación de una nueva visita a nuestra Villa. Sí, lo creo con pleno convencimiento: los bertones rellenos, elaborados con respeto, cariño y paciencia, podrían y debieran ser, cuanto antes, el gran emblema culinario de Ortigueira. Yo, antes de participarles mi personal receta, que ahora viene, hago desde aquí un llamamiento al Concello para que se implique con decisión en esa tutela y promoción. Urge, como primer paso, la elaboración de un folleto que difunda su cualidad y excelencia; y como segundo, la organización de un concurso anual que premie a los más ricos; y hasta, por qué no, la dedicación de un “Día del Bertón”, con oferta abierta -bajo carpa, claro está- para todos.

Qué son, cómo se hacen, y algo de memoria sentimental
     
      Y vamos ya con mi receta. Antes, aclaración conveniente: ¿qué es el bertón? Pues no otra cosa que una suerte de delicados rebrotes tiernos que salen, espontáneamente, del tallo arbóreo de la berza, o del repollo, una vez que han sido cosechadas, es decir, cortadas por su raíz, estas hortalizas.
      En cuanto a la receta que aquí les traigo, de justicia será decir que, más que mía, es la aprendida de mi santa madre, que fue, antes de que su cabeza se le enredara tan cruelmente, una excelente cocinera; que a su vez aprendió arte y oficio de otra excelsa en fogones, doña Manuela, ama que fue de aquel soberbio e imponente gourmet, mítico por tantas buenas cosas, también por su rendida afición gastronómica, el sacerdote don Jesús Márquez Cortiñas. Ya otra vez lo conté, pero ahora me complazco en recordarlo con acuosa añoranza, este párrafo entresacado del prólogo que tuve el honor de escribir para el libro colectivo que, en 1998, editó “O Paparroibo” bajo el título de “De vagar ó pé do lume”, donde, por cierto, uno de los asuntos de referencia eran los “bertones rellenos” de mi madre. Evocaba, en el fragmento que aquí traigo, la perfumada fragancia que cada día se hacía sentir en aquella cocina, en la que, sin duda, como aquí digo, nació, inevitable, mi temprana afición por estos asuntos de la culinaria
      …Pero, entre todas, una resultó para mí siempre especial, mágica, el culmen de la suculencia. Nunca he vuelto a percibir una sensación tan apetitosa, tan sugestivamente exquisita como la que emanaba de aquella cocina; y hasta tengo por seguro que esta vocación apasionada que hoy siento por la gastronomía y su práctica tiene su nacimiento, su raíz primera, en el cúmulo de sensaciones que me fue dado presenciar y tantas veces disfrutar en la irrepetible cocina de don Jesús, una cocina que, siendo de él, más lo era en propiedad ejerciente de su fiel doña Manuela. Entrar allí, a cualquier hora, de la mañana a la noche, desbocaba los jugos gástricos. Como buena casa de cura de aquellos tiempos, y más en este caso por la condición de goloso glotón que tenía el personaje -no he de faltar al respeto a su memoria, que es mucho, ni al familiar afecto que por él sentí, que también, si reconozco y digo aquí y ahora que la gula, a más de otros prontos violentos e irrefrenables, fueron dos de sus pecados más señeros y legendarios, que el buen cura nunca logró dominar-. Las francachelas culinarias se secuenciaban en su agenda con cadencia futbolística, es decir, fuera o en casa, semanalmente, más el menudeo frecuente de otros compromisos por medio…


Y a la fórmula, por sus pasos:

       He aquí los sujetos del milagro: un manojo de genuinos bertones. Estos son de repollo; hoy en día los más habituales y asequibles. En los tiempos antiguos no eran pocos quienes apreciaban más el bertón “de berza”, cuyo sabor resulta algo más intenso y menos dulce que el de repollo. El problema de hoy para su provisión (muy difícil e infrecuente), es que el cultivo de la berza, que antaño tenía como principal soporte la “encaldada” del cerdo de cada casa, prácticamente se ha abandonado.
      El primer paso será escaldarlos bien en agua con sal (3 o 4 minutos con buen hervor) para conseguir hacerlos luego maleables a la hora de manipularlos. Ojo y atención: en estricto orden y sentido, lo primero y principal será haber hecho el día anterior un buen caldo de cocido, con buenos huesos, frescos y salados, un trozo de morcillo o de falda, puerro, cebolla, perejil y demás.
      Para la carne del relleno, nada de aprovechamiento de restos. La carne, sin cocinado previo, será fundamental para trasvasar su jugo y su esencia al caldo de la cocción. Lo que yo suelo hacer es pedir en la carnicería un picado conjunto con dos tercios de carne de ternera (o algo más), un tercio de cerdo, y una buena loncha gruesa de jamón. Luego, habrá que mezclar bien esa carne, ya en casa, con un picadillo muy fino de cebolla, otro igual de un diente de ajo, un toque de pimienta negra en polvo, y la sal que convenga (poca, en todo caso, porque ya tenemos el concurso del jamón salado, y el consomé, que también)
      Y ahora, el laborioso esfuerzo. Desplegamos, con infinito cuidado, las hojas de cada bertón. Disponemos como “base” la más ancha (a veces habrá que componer esa base arrimando varias hojas), y situamos en el centro una porción del picadillo de carne.
      Parece complicado, pero es sólo cuestión de práctica, recoger y envolver con el resto de las hojas hasta componer un capullo compacto.
      Y helos aquí, todos ya dispuestos
      Lo que ahora toca es enharinarlos bien, y empaparlos en huevo batido.
      Y a la sartén; vuelta y vuelta, pero dejando que tomen algo de dorado.
      Una vez bien escurridos de aceite, los pasamos de la sartén a la olla, dispuestos así, en buen orden.
      Es ahora cuando procede incorporar el caldo de cocido (colándolo, como aquí se ve), hasta cubrir todos los bertones.
      ¡Et voilà! El milagro se ha cumplido, luego de una media hora, más o menos, de cocción a fuego moderado. Ya tenemos los bertones rellenos en el plato. Yo he dispuesto en esta foto, por prudencia y estética, tan sólo tres piezas, pero con cualquiera me apuesto que no bastarán, a menos que se repita de ellos tres veces. Buen provecho.

















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