jueves, 28 de abril de 2011

El motín del "Bounty"


      Doscientos veintidós años, exactamente, se cumplen hoy de aquel memorable, literario y, sobre todo, cinematográfico “motín”, además de histórico. Los hechos, que al menos en cuatro versiones de mérito hemos visto recreados en la gran pantalla –sin duda, la más memorable la “Rebelión a bordo” rodada en 1935, con Charles Laughton y Clark Gable en los principales papeles-, siguen todas ellas la pauta argumental del principal de los tres relatos literarios que se hicieron en su tiempo de aquellos hechos: la crónica-novela precisamente titulada así, “Rebelión a bordo”, escrita por Nordorff y Hall. Los otros dos libros de referencia ciñen su argumento, además del motín, con más atención a las otras dos peripecias consecuentes: una, la odisea del capitán Bligh, al que los amotinados dejaron abandonado en medio del océano, en una falúa, logrando milagrosamente sobrevivir y llegar a Inglaterra. Y el otro libro, publicado bastantes años después, el que nos cuenta la suerte que acaeció con los proscritos amotinados.
Rebelíon a bordo (1962)
      Con la síntesis de los tres –de estas tres fundamentales facetas- venimos a recrear hoy, en esta página de "...Y Otras" (historias), la extraordinaria peripecia del “Bounty” y su tripulación. Y decimos “el” Bounty, y no “la” Bounty, atendiendo a la veraz conseja de las gentes marineras, que insisten siempre, aunque con muy poca eficacia y efecto, en que “la mar es femenina,…y los barcos siempre masculinos”. En todo caso, en éste en concreto, tal error de género nos parece a tal punto extendido y consolidado, que más parece que habrá que darlo por imposible. Vamos, pues, con aquella “Rebelión a bordo”: el Motín del “Bounty”...
La Bounty (1984)
      Empecemos por decir que, aunque muchos lo califican de fragata –y así se recrea también en las películas-, el “Bounty” no era, en realidad, un navío de tan airoso porte. Se trataba más bien de un transporte mal armado, que venía de ser adaptado en su estructura para la misión que iba a cumplir, y que no era otra que navegar hasta Tahití, en el Pacífico sur, y recoger allí un cargamento de cepas del llamado “árbol del pan”, que el gobierno británico pretendía replantar en sus posesiones de las caribeñas Indias Occidentales, con la previsión de alimentar con sus agigantados frutos a las cada vez más numerosas colonias de esclavos negros. Para esa misión, el “Bounty”, de 218 toneladas, tres palos y 90 pies de eslora, había sido modificado agrandándole la bodega y transformando el amplio camarote de popa en invernadero y jardín para albergar los esquejes. Otra característica novedosa del barco es que su casco había sido recubierto con placas de cobre, para reforzar su estructura de cara al difícil paso del Cabo de Hornos. En cuanto a su armamento, era más bien escaso, apenas testimonial: 4 cañones de cureña de 10 libras en el alcázar, y 8 culebrinas de 3 libras repartidas en las bordas y la proa.
William Bligh (retrato de 1814)
      El capitán asignado al mando de la misión era un veterano de agrio carácter, el teniente de navío William Bligh. La tripulación la integraban en total 45 hombres que, por las circunstancias de la modificación sufrida por el buque, debieron sufrir unas condiciones de notable hacinamiento; y eso que el Almirantazgo había denegado la petición de Bligh de que fuera embarcado también un pequeño destacamento de infantes de marina.
      El 28 de noviembre de 1787, el “Bounty” se hizo a la mar desde el puerto de Porsmounth. Desde el primer momento, el capitán Bligh dio muestras de la rigurosa intransigencia de su carácter, empezando a menudear los castigos ante la más mínima trasgresión.
En el astillero, el barco construido expresamente
para la película de 1962
     William Bligh tenía ya esa acreditada fama de “duro intransigente” desde sus anteriores mandos. Había navegado a las órdenes del mítico capitán Cook, de quien había aprendido a ser más pródigo en los castigos que en las recompensas. Su origen era humilde; un hombre hecho a sí mismo, con sus galones ganados por experiencia, sin previo paso por academia. Todo lo contrario que su segundo, Christian Fletcher, un joven de 24 años, alto y bien parecido, alegre de carácter y mujeriego impenitente, vástago de una familia rica e ilustrada de Cumberland. El choque y enfrentamiento entre ambos se antojaba inevitable.
Christian Fletcher
      La primera controversia ya surgió al poco de zarpar, cuando Bligh, contraviniendo las órdenes recibidas, decidió evitar el Cabo de Hornos y poner rumbo hacia el sur para, rodeando África por el Cabo de Buena Esperanza, internarse en el Indico y navegar hacia Tahití a través del Pacífico.
     En septiembre de 1788 llegaron al fin a Tahití. Allí se dispusieron a la tarea de recoger y almacenar los esquejes del árbol del pan. Pero la estancia había de resultar singularmente tentadora para la tripulación, por la fácil y calurosísima acogida que les brindaron las guapísimas tahitianas. El trabajo se distraía por ello, y muchos marineros se perdían durante días en aventuras amorosas. Bligh se indignaba con esta situación, que trataba de atajar con el recurso del látigo.

fotograma del recibimiento en Tahití

      Los ánimos se fueron agriando en una lenta y progresiva digestión; y no mejoraron, sino lo contrario, cuando el capitán dio por concluida la carga y ordenó el reembarque para el regreso.
      En esa ruta de vuelta hacia las Indias Occidentales, el 28 de abril de 1789 se produjo el motín. Fletcher y un grupo de conjurados se hicieron con las armas y se adueñaron del barco. El capitán Bligh, junto con un grupo de incondicionales que quisieron acompañarle, en total 19 hombres, fueron abandonados a su suerte en una pequeña falúa de seis metros, dejándoles para su improbable supervivencia 150 libras de galletas, 16 trozos de buey salado, 6 cuartos de ron, 6 botellas de vino, 28 galones de agua (es decir, unos 127 litros) y cuatro machetes como único armamento, así como también el sextante del capitán. Y allí les dejaron, a más de 3.000 millas de la tierra más próxima, la isla de Timor. Pero contra todo pronóstico, el capitán Bligh y su sextante lograron completar ese enorme recorrido, y salvarse, aunque a costa de perder en la odisea a 6 hombres. Finalmente, de Timor pasaron a El Cabo, y desde allí volvieron a Inglaterra, donde denunciaron lo acaecido.
abandonados en mitad del Pacífico
      Entre tanto, Fletcher y sus amotinados regresaron a Tahití. Una vez allí, permitieron que quien quisiera decidiera su suerte. Los que se creían menos comprometidos con el motín, en total 10, decidieron desembarcar y quedarse en la isla, confiando su suerte al juicio que, sin duda, habría de hacérseles cuando fueran capturados. Fletcher, con otros ocho amotinados –los más significados en la rebeldía-, sabedores de que para ellos no cabía la esperanza de perdón, decidieron cargar con todo lo que pudieron las bodegas del barco, y partir con él en busca de algún refugio ignoto y seguro. Eso sí, cada uno de los nueve ingleses se llevó con él a una tahitiana. Además, también embarcaron a seis nativos con otras tres mujeres y una niña recién nacida hija de una de ellas. En total, 28 zarparon en el “Bounty” en busca de ese refugio de salvación.
fruto del "árbol del pan"
      Y el refugio que les pareció ideal lo hallaron en un islote deshabitado, de apenas 5 kilómetros cuadrados, no muy distante de Tahití. Su nombre era Pitcairn, y para más felicidad, Fletcher advirtió que su situación estaba erróneamente marcada en las cartas, es decir, que no figuraba en el mapa donde realmente estaba. Así que la decisión no ofreció la menor duda. Desembarcaron los pertrechos, incendiaron y hundieron el barco, y se internaron en la isla dispuestos a vivir allí paradisíacamente con sus tahitianas.
      Pero la desgracia no tardó en sobrevenir: al poco de haberse instalado murió la nativa elegida para él por uno de los marinos, un tal Quintel. Y ocurrió que éste, recién “enviudado”, no quiso conformarse con su suerte, y exigió una nueva mujer, le daba lo mismo cualquiera, de los tahitianos. Éstos, claro está, no aceptaron pasar por ello, y una noche atacaron a los ingleses, matando a cinco de ellos, incluido el propio Christiam Fletcher, y dejando también malherido a Alexander Smith, llamado a ser, finalmente, el último sobreviviente del grupo.
réplica del "Bounty"
      Pero, vayamos por partes. Quedaban, pues, 4 ingleses (entre ellos Quintel y el herido Smith) que, acosados por los nativos, se vieron obligados a refugiarse en la jungla. Pero las tahitianas, bien se ve, les habían tomado querencia, o, en todo caso, les preferían a sus paisanos. El resultado fue que la ayuda de aquellas nativas resultó determinante, porque, primero, les llevaban a los marinos al bosque provisiones para sobrevivir, y, finalmente, cumpliendo su encargo, asesinaron a los seis paisanos tahitianos.
Islote de Pitcairn
      Tras el crimen de encargo, el grupo volvió de nuevo a la placidez ordinaria de la vida paradisíaca. Pasaron los meses sin ninguna novedad, hasta que un día, el escocés William McCoy les sorprendió con un invento artesanal en el que había estado trabajando con toda discreción: había logrado construir un rudimentario alambique, y con él comenzó la producción de un brutal licor de bayas silvestres. A partir de aquel día, las borracheras fueron, al parecer, épicas, y concluyeron cuando el propio McCoy, en pleno “delirium tremens”, se arrojó por un precipicio.
      Ya quedaban sólo 3, cuando el desgraciado Quintel “enviudó” de nuevo, y quiso ensayar el mismo sistema de su viudez anterior: quería otra mujer. Pero esta vez la que quería era la de uno de sus compatriotas, Edward Young. Éste, y Smith (que ha cambiado ya su nombre por el de John Adams) deciden que “de eso nada”, que “hasta aquí hemos llegado”, y optan por cortar por lo sano –nunca mejor dicho- ya que liquidan al obsesivo Quintel a hachazos. Poco tiempo después, casi inmediatamente, Young también fallece, víctima del asma. Queda pues sólo en la isla, como único hombre, John Adams, rodeado de mujeres y de unos niños que ya han nacido, aunque ninguno de ellos es suyo.
      Y pasan los meses, y los años. En Inglaterra, los diez amotinados que se habían quedado en Tahití, luego de haber sido hechos prisioneros y trasladados a la metrópoli, fueron juzgados sumariamente. Tres de ellos fueron finalmente condenados y colgados de las vergas del “Bruwick”, en el puerto de Portsmouth, en septiembre de 1790
      En su isla de Pitcairn, John Adams experimenta ahora una mudanza total de carácter y de vida. Sigue obsesionado por el miedo a la aparición de un buque británico. Con aquellos jóvenes que ya van creciendo y haciéndose adultos, emprende una frenética labor de proselitismo cristiano, según los más estrictos y puritanos mandatos de la Biblia. El poblado, que va creciendo, se llama, como no, Adamstown. Y allí ejerce él una dictadura paternalista, autorizando los matrimonios de aquellos jóvenes y distribuyendo según su inapelable criterio la propiedad de las parcelas cultivables.
      Sin embargo, nada conoce el mundo de esta peculiar sociedad, de este pequeño reino fundado por Adams. Hasta que, en 1808, recala allí el primer barco occidental, el norteamericano “Topaz”, cuyo capitán da cuenta de la historia a los británicos, aunque significando que la comunidad vive en un orden moral y de civilización extraordinario merced a la labor de John Smith.
máscarón de proa de la réplica
      No será, no obstante, hasta 1814 cuando, con el indulto gracioso de la Corona, recalen en el lugar los dos primeros barcos británicos, que trasladan a Smith el perdón real y anotan la magnificencia de la colonia, que ya alcanza el número de 46 individuos, 38 de los cuales han nacido en la isla. Finalmente, la vida de John Adams se extingue en 1828, víctima de unas fiebres desconocidas que han traído a la isla unos balleneros, y que ha provocado una epidemia.
      En un apéndice curioso, completaremos la historia contándoles que, años más tarde, en 1831, cuando el número de habitantes del islote sumaba ya más de ciento cincuenta, el gobierno británico decidió trasladar la comunidad a Tahití. Y ocurrió –a tal punto resultó eficaz y duradero el régimen de estricto puritanismo impuesto por John Adams- que al llegar a Tahití el grupo se escandalizó hasta tal punto por la licenciosa vida sexual que allí vieron, que suplicaron al gobernador ser devueltos a su islote, aunque tuvieran que sufrir en él estrictas restricciones de agua y de otros alimentos.
      Por otra parte, el capital Bligh, superado el proceso judicial, hizo carrera hasta alcanzar el grado de almirante. Entre 1805 y 1808 fue gobernador de Nueva Gales del Sur, cargo del que finalmente tuvo que ser destituido tras enfrentarse con los colonos con su característica intransigencia.





miércoles, 27 de abril de 2011

Aguardiente gallego (II). Parvas, gotas y Queimada


      Las variantes de consumo que ofrece el aguardiente son múltiples y variadas, “axeitadas” siempre al momento y la ocasión, y hasta al ringorrango particular de cada gozoso trasegante.
      El uso más popular es el que podríamos llamar “a palo seco”, sin aditivos ni disimulos, ahogando la respiración en cada trago y echando el pecho para adelante, aunque en el empeño se le salten a uno las lágrimas. Así, tomando “a parva”, inician cada día su jornada laboral un buen número de labriegos y pescadores, cargando las baterías para aferrarse sin miedo y sin frío al azadón o al remo.
      Otra modalidad de consumo muy general, en la versión así, de pequeñas dosis, tal vez la más recomendable para los no iniciados, es el de las clásicas “gotas” en el café. Sublime combinación que -como bien dice Xosé Posada, en su imprescindible “Manual de los Vinos y Aguardientes de Galicia”- “produce el efecto de una bendición apostólica, pues el café luego sabe a Gloria”.
      La preparación más hogareña, también imprescindible en toda casa que se precie, legítimo orgullo de su dueña y señora, es el surtido de licores elaborados con frutas: las guindas, muy especialmente, y también las cerezas, los melocotones, las ciruelas, y un amplio etcétera de sorprendentes posibilidades. Fórmula sencilla, resultado de la lenta maceración de los frutos seleccionados, con el mejor aguardiente, la proporción justa de azúcar, y el toque fundamental de la canela. Todo un universo de matices, que marcan sutiles diferencias en cada caso y en cada casa. A buen seguro que el justo prestigio de finos catadores que en Galicia han tenido desde siempre médicos y curas, se asienta en gran medida en la amplia franquicia de “prueba” que su labor posibilita.
      Las que hemos venido mencionando hasta ahora son, sin duda, las fórmulas y preparaciones de consumo más habituales a partir del llamado aguardiente “blanco”; es decir, el normal, producto de la destilación directa del orujo sin ningún otro aditivo. Pero no hemos de olvidar, por supuesto, esa otra, igualmente fundamental, que es la genuina y celebérrima “queimada”. De ella, de su mito y ritual, les hablaremos por extenso en el tramo final de este recorrido augardenteiro. Ahora, antes de llegar a tan cálidas honduras, será bueno completar el panorama con la referencia obligada a dos preparaciones de honda raigambre y alquímica formulación. Dos elixires de muy restringida circulación, casi siempre al margen de los circuitos comerciales y reservados para el disfrute de los más íntimos: el “aguardiente de hierbas”, y el “licor café”.

Hierbas y licor café

      El de “hierbas” es un aguardiente de más densa textura, pajizo-dorado en su presentación, y exuberante en matices olfativos. Una delicada esencia que nace del más hermético de los secretos: el número, las cantidades y las proporciones del amplísimo abanico de ingredientes que intervienen en su preparación.
chupito de "hierbas"
      Una vez llena la pota con una selección del mejor orujo, antes de cerrarla y sellarla con el capacete, el dueño de la casa extiende por encima “su” mezcla particular de hierbas, elaborada previamente en la más estricta intimidad. Nada decimos -porque nada sabemos, como venimos de apuntar- de las proporciones. A lo más que llegamos es a conocer la nómina de los ingredientes que entran en juego en tan íntima rebotica: coriandros, nuez moscada, anís estrellado, regaliz, manzanilla, anís verde, té, chocolate, café, tila, azafrán, azúcar, romero, ruda, hierba luisa, malvavisco, flor de saúco, y malvas…entre otras. Nada extraño, pues, que con tan numerosa feligresía -y tan sugerente liturgia- el resultado final sea tenido unánimemente por “gloria celestial”.
chupito de licor café
      Para el “licor café” habría que repetir -o dar por dicho- buena parte de lo apuntado en el caso anterior, muy particularmente en lo que tiene que ver con “formulación tradicional heredada”, “celoso secretismo”, y demás; lo del “maestrillo…y su librillo”, al fin.
      Sin embargo, el proceso de elaboración es totalmente distinto, como diferentes son los ingredientes que intervienen en la fórmula. En el caso del aguardiente “de hierbas”, decíamos que éstas se incorporan en la “pota” y participan, por tanto, del proceso de destilación. Para el “licor café”, por el contrario, el punto de partida es el aguardiente ya elaborado, al que se añaden los ingredientes que operarán el “milagro”, tras un lento proceso de maceración. Una proporción adecuada para 2 litros de buen aguardiente podría ser: ¼ kilo de café, 1 kilo de azúcar, un trozo cortado de manzana, dos pizcas de anís estrellado y de manzanilla, una peladura de naranja, y otra de limón. El mejor recipiente, un frasco, o un garrafón de cristal cerrado herméticamente, siempre protegido de la luz directa, en un lugar fresco, y cuidando de moverlo periódicamente, para favorecer la mezcla y evitar decantaciones.
Lume, lumiña…La Queimada

      Si concediéramos rigor histórico a la supuesta transcripción que, según cuentan -lo referíamos en la primera “entrega” de este trabajo-, llevó a cabo, en 1929, el celebrado profesor Shoneng, de las no menos famosas inscripciones célticas de Pena Corneira, no cabría ninguna duda sobre el ancestral origen de la queimada y, consecuentemente, de las muy hondas raíces del rito del alcohol y el fuego en Galicia. Pero ya anunciábamos entonces, y recordamos ahora, que tal asunto presenta demasiados perfiles polémicos, y hasta contradictorios, con otras fuentes documentales; suficientes, en todo caso, para justificar una conveniente y prudente reserva ante cualquier pretensión de afirmar categóricamente cualquier fecha que vaya más allá -como también decíamos- de un horizonte histórico de doscientos, o trescientos años, que tampoco está nada mal.
      Con todo, dejando a un lado ahora tan farragosos e imprecisos argumentos históricos, habrá que reconocer que la queimada, por la intrínseca magia de su dualidad de agua y fuego, por el obligado ritual de su preparación, se presta singularmente a la arquitectura de la más jugosa y romántica de las leyendas. Y añadir, además, que aunque sí parece cierta la ancestral utilización de determinados tipos de bebidas “encendidas” en los rituales mágico-religiosos del ámbito cultural céltico y germánico -con numerosos, aunque también muy imprecisos, testimonios arqueológicos que parecen dar fe de ello-, nada puede hacernos pensar que tal brebaje, de existir, tuviera algo que ver con lo que hoy entendemos y disfrutamos como queimada.
      Al margen de complacencias legendarias, lo cierto es que la queimada adquiere carta de naturaleza en Galicia hace, relativamente, muy poco tiempo; popularizándose y prestigiándose socialmente a partir de su frecuente utilización compostelana, en las primeras décadas del pasado siglo, en tanto que cierre ideal de muchos saraos nocturnos universitarios; posibilitando, con su fraternal “liturgia”, el marco idóneo para el desfogue libertario y la afirmación nacionalista.
      De igual modo, la intrínseca seducción del ceremonial de la queimada, con las muy persuasivas evoluciones del líquido encendido y el obligado ritual del oficiante ante una feligresía cómplice y expectante, configuran un marco resueltamente propicio a la ensoñación alquímica y a la magia ceremonial con resonancias de brujeriles aquelarres. De ahí el perfecto encaje del célebre “esconxuro”, y la idoneidad escénica que aportan sus humorísticas letanías y sus espectrales invocaciones.
Fernando Gómez, oficiando como "Gran Queimador" en
el pasado Capítulo Xeral de la Enxebre Orde da Vieira.
      Un punto, éste, fundamental, el de la “escenografía”, que tuvo en el llorado Elixio a su mejor creador y maestro de ceremonias. De aquel ejemplar magisterio, al menos aquí en Madrid, en el ámbito de nuestra nutrida, y muy fraternalmente avenida, comunidad gallega, la herencia de Elixio tiene un eximio continuador en el amigo Fernando Gómez, quien nunca niega el magisterio de su aportación a quien quiera que se lo solicite.
      En recuadro, al final, ofrecemos al lector el Esconxuro de la Queimada de uso más frecuente, haciendo de inmediato la obligada salvedad de las numerosísimas versiones que de él circulan, en algunos casos con complejos y extensos rituales que dan “papel” hasta a media docena de acólitos oficiantes.
El gran Elixio, en genial caricatura de Quesada
      Para el remate dejamos el controvertido asunto de los ingredientes, polémica cuestión que ofrece casi tantas variantes como las que anotábamos para el caso de los Esconxuros. Una vez más viene aquí a cuento aquello de que “cada maestrillo tiene su librillo” o, lo que es lo mismo, que la Queimada se brinda a un amplio abanico de formulaciones, dependiendo del gusto personal de cada uno, y de la sofisticación del queimador ejerciente en cada caso.
      Vistas y catadas unas y otras, y consultados los mil “librillos” de hoy y de ayer, la única conclusión de consenso universal se reduce a la elección de un buen aguardiente de alto grado; el añadido fundamental del azúcar; y la disponibilidad de un recipiente adecuado, de amplia embocadura, a poder ser de barro del país. Lo que resta, según los casos, granos de café, peladuras de limón, vino tinto y demás, tanto en presencia como en proporción, dependerá del particular recetario de cada “maestrillo”. Sí, porque lo que se dice “Maestro”, “Gran Maestro”, “Queimador Maior”, dicho así, con reverencial solemnidad y con mayúsculas, sólo hubo uno -ni siquiera mi buen amigo Fernando, que va muy destacado tras de su emulación, habrá de contradecirme en esto- que fue el primero, el referido Elixio González Álvarez, que en Gloria esté.


ESCONXURO

Lume, lumiña,
que verde camiña
da fraga á lareira
e faise fumeira.


Lume de quentura
prá nosa fartura;
lume benzoada
que roda a queimada.


Pingota de orballo
folla de carballo;
auga do agoiro,
mel do fervedoiro.


Cerqueira de lume,
sen trasno nin fume;
nin bruxa chuchona,
nin meiga dentona.


Rolar muiñeiro,
chiscar faisqueiro;
moxena limosa,
vagalume rosa.


Viradeira de luz,
faremos a cruz.


Polo ar da sorte,
que escorrenta a morte.


Pola auga da vida,
que sanda a ferida.


Pola herba moura,
que busca a tesoura.


Pola pedra do raio,
que manda o meigallo.


Lume,
lume,
lume.


Lume lumeada
para aloumiñar
a queima queimada,
na vira, virada,
do borburellar.


Polo San Silvestre
de pau de cipreste;
chaga de San Roque,
can e palitroque.


Polo San Andrés,
e polo Sant-Iago;
nun reviravés,
quiemada che fago
…¡e queimada es!






















martes, 26 de abril de 2011

Aguardiente gallego (I). Mito y rito de la destilación


      Las grandes aportaciones del hombre, por mucho que con el tiempo lleguen a universalizarse, mantienen siempre una íntima e inevitable referencia con el solar de su nacimiento. A tal punto llega, en ocasiones, esta relación umbilical, que lo uno y lo otro acaban por confundirse en un mismo todo armónico, singular e indivisible; perfectamente capaz en su enriquecedora simbiosis, de aportar con holgura el sustrato germinador de una auténtica leyenda. Así ocurre con Rusia y el vodka; con Escocia y su whisky; o con el propio Caribe, ensoñado tantas veces al ritmo de cimbreantes tragos de ron. Y así también Galicia, del mismo modo, con legítimo orgullo maternal, enmarca la ancestral mitología de su celebérrimo aguardiente.
      El peso tradicional y la bondad de la destilación artesana y familiar en Galicia, han jugado decisivamente a favor de su pervivencia a lo largo de los siglos dentro del marco geográfico gallego. Hasta tal punto que, desde hace más de ochenta años, a partir de la Ley Especial de Aguardientes de Calvo Sotelo, la prohibición general de destilación “casera” en España ha venido teniendo en Galicia su única excepción, así sea hoy en día con las enormes trabas que derivan de la exigencia comunitaria que proscribe y limita al máximo ese proceso tradicional de destilación casera, prohibiendo taxativamente la comercialización de tal producto y limitando su producción, con rigurosísimas normas y trabas por medio, al estricto ámbito de consumo familiar. Hoy en día, cualquier aguardiente que se venda tiene que exhibir la correspondiente etiqueta del Consejo Regulador, y proceder de una bodega con licencia expresa para la destilación.

De los orígenes

      Que la tradición “augardenteira” de Galicia viene de muy antiguo está fuera de toda duda. Lo que ya resulta más difícil de precisar, con rigor, es el periodo histórico concreto de tan cálido alumbramiento. Ahí, las distintas teorías fluctúan en un amplísimo margen: desde considerar al mítico Breogán como el primer Gran Queimador de Galicia, hasta mantener que la implantación no va más allá de un horizonte de doscientos o trescientos años.
Primitivo alambique
      El argumento documental más antiguo, esgrimido por unos y cuestionado por otros, hace referencia a la célebre inscripción pétrea hallada en la mítica Pena Corneira, cerca de Ourense, supuestamente descifrada, en 1929, por el profesor Shoneng, en los términos siguientes: “Hay mucha hambre en la tribu; los romanos se lo llevan todo: el ganado, el grano, el vino… Corcio, el pescador de culebras (lampreas) sacó de los palos una especie de vino blanco muy fuerte y lo vertió en una olla que estaba cerca del fuego, y éste pasó a la olla… quiso apagarlo con miel, pero siguió ardiendo… lo probó…Ahora lo tomamos todos, y ya nunca más sentimos frío… ¡Muerte a los romanos!"
      Sea como fuere -al margen de tan sugerentes y patrióticas interpretaciones lapidarias, de infinita reserva en todo caso- parece más de fiar la teoría que parte de la perogrullesca existencia del alambique como requisito previo, artefacto sin cuyo concurso resulta imposible hablar de aguardiente, y que hasta su propio nombre evidencia un incuestionable origen árabe.

Potas y alquitaras

      En Galicia, en todas sus zonas vinícolas, el orujo, o “bagazo”, lo que queda de los racimos de uva una vez exprimidos para extraer el mosto, tiene una utilidad preciosa: es la base, a partir de un proceso de destilación artesanal, para la elaboración del aguardiente.
alquitara
      El sistema tradicional de destilación, en su modalidad artesanal casera, que es la que aquí nos ocupa fundamentalmente, se sirve de dos modelos diferentes de alambique, según las zonas. En la linde ourensana con Portugal (Verín, Bande, etc.) y, muy especialmente, en la comarca luguesa de Portomarín, el más utilizado es el llamado “modelo antiguo”, o, mejor, “alquitara”, con un gran capacete, en forma de cubo, en la parte superior, por donde se hace circular el agua que sirve para refrigerar y hacer la condensación. El “modelo nuevo”, conocido popularmente como “pota” tiene una más amplia implantación geográfica y es el de uso corriente en las grandes zonas de producción. El capacete tiene forma de trompa, conectada a su vez a un serpentín independiente instalado dentro de un gran bidón por el que circula el agua. En cuanto a la calidad del producto aportado por uno u otro sistema, de nuevo asistimos a una empecinada división de opiniones; pero lo que sí parece unánime es el criterio de que la pota aventaja a la alquitara en capacidad de producción y en un mejor aprovechamiento del aguardiente, debido a su mayor capacidad de refrigeración.
pota
      El artesano destilador, al que llamaremos en adelante “poteiro”, que tal es el nombre de su oficio, casi siempre es el último eslabón de una saga familiar de larga tradición e imprecisos orígenes, las más de las veces referenciados a alguna de las viejas aldeas de la zona de Monforte. Labrador, la mayor parte del año, vela durante meses las armas de su viejo alambique de cobre, a la espera de la llegada del momento de echarse a los caminos, para cumplir con el rosario anual de una clientela heredada al tiempo que el propio alambique. La ruta, y las sucesivas etapas del itinerario, se estable con cuidada meticulosidad, así como su inicio y final. Razón que se justifica por el tratamiento especial que da Hacienda a los poteiros, manteniendo precintados sus alambiques en los meses inactivos, y cobrando una fuerte tasa mientras estén levantados esos precintos; lo que justifica el afán del artesano por concentrar todo el trabajo en el menor tiempo posible. Una vez iniciada la campaña, el programa de trabajo apenas admite unos minutos de descanso; tan sólo los justos para el traslado de un lugar a otro.
alambique semi-industrial, conocido como "portugués"
      Llegado el día, con la precisión rutinaria de los ciclos anuales, alguien trae la voz de que el poteiro anda ya por la aldea vecina. Inmediatamente, en un rápido cálculo de vieja sabiduría, el paisano suma las horas de destilación que habrán de ocupar los vecinos que le preceden en la lista, en función de la producción estimada de cada uno de ellos, y establece, por consecuencia y con sorprendente precisión, cuál ha de ser el día y la hora del comienzo de su propio turno. Todo tiene que estar preparado y dispuesto para cuando llegue ese momento: limpio y despejado el alpendre habitual, renegrido de años en uno de sus rincones, justo allí donde dos piedras señalan el lugar en que habrá de asentarse la pota. La leña, cerca, convenientemente apilada y elegida con cuidado entre los mejores sarmientos de la poda de las viñas, mezclada con buenos troncos de carballo, que den brasa estable y permanente. Y el bagazo, apilado en el otro rincón y convenientemente tapado con una lona, o almacenado en bagaceras de cemento.
      La llegada, al fin, del poteiro se anuncia con el alboroto de la chiquillería en torno al carro del país (hoy ya tractor, qué pena de imagen poética) en el que se apilan, desmontadas, las tres piezas básicas del artefacto destilador: la pota, el capacete y el serpentín.
      Unos minutos de reconocimiento y saludos, el inevitable ajuste del precio que habrá de regir “por potada”, y a la faena.
poteiro, junto al instrumento de su oficio
      Una vez situada la pota, generalmente de una capacidad de entre 150 y 200 litros, se prepara el fondo con un poco de paja y unos haces de sarmientos, para evitar que el orujo entre en contacto directo con el fondo ardiente de la pota y pueda quemarse, provocando aromas y sabores extraños. Sobre ese fondo, la carga de orujo, e inmediatamente el ajuste del capacete, tapando todas las rendijas con una especie de cemento elaborado a base de harina de centeno. Con el ensamblaje final del serpentín, dispuesto dentro del bidón por el que ha de circular el agua fría, todo queda a punto para iniciar el alquímico ritual de la destilación. Hermético ritual, además, basado fundamentalmente en los empíricos secretos del poteiro ante el fuego.
      Porque ésa, y no otra, es la clave principal: el dominio del fuego. Apurado ahora, retenido un momento después. Atento siempre al fino hilillo de aguardiente que va surgiendo de la espita final, y calculando y calibrando, permanentemente, con increíble precisión, su grado alcohólico, su densidad, y su paladar.
      Todo un espectáculo, el oficio del poteiro y su sabiduría empírica: con un simple vaso como todo instrumental, va constatando periódicamente la evolución y la “ganancia” del producto que va alumbrando. Con precisión. Sin errar un grado arriba o abajo. Llenando el vaso de vez en cuando, y agitándolo en el aire para valorar el “rosario” que se forma; un toque de nariz, y otro de paladar…y la sentencia inapelable: “vai por trinta e sete” (grados). Y así una y otra vez, “metiendo” y “sacando” fuego, según convenga, hasta que el aguardiente alcance su fortaleza cabal, en torno a los 47 o 50 grados.
      Y aquí lo dejamos por hoymañana, si les parece, continuaremos, en su segunda parte, esta interesante y tan sabrosa historia. Aquí les espero. Buen provecho.













lunes, 25 de abril de 2011

Nostradamus y el buen consejo

  
    Michael de Nôtre-Dame ("Nostradamus"), el famoso astrólogo-adivinador medieval, no sólo hacía arcanas profecías a largo plazo; también daba buenos -y prudentes- consejos, a corto:

      "Dejaos regular por el estómago. Cuando dé las primeras señales de saciedad dejad de comer, incluso si os parece que el estímulo del hambre no se ha apagado del todo. Recordad que toda persona longeva se ha levantado de la mesa sin haber alcanzado la saciedad. El estímulo del hambre no deteriora el organismo. La indigestión, en cambio, acaba por intoxicar y envejecer al hombre antes de tiempo".
                                    (NOSTRADAMUS)

viernes, 22 de abril de 2011

Coquinaria romana


      Es el de hoy un día en el que, en multitud de lugares de nuestro país (si la lluvia no lo impide), desfilarán por las calles, acompañando a las procesiones o a las representaciones de la Pasión, una auténtica legión de soldados y centuriones romanos. Es éste un icono típico de nuestra Semana Santa, al que también se suman –seguro que no faltará este año- alguna televisión que programe cualquiera de las muchas películas que recrean el sagrado episodio, o algún pasaje o ambiente de la gesta imperial romana. Pensando en ello, en esa concurrencia tan típica y tópica, se me ha ocurrido a mí contarles hoy, “A mesa y mantel”, también “una de romanos”.
Procesión de Baena (Córdoba)
      No será necesario hacer salvedad de que aquellos excesos, realmente extraordinarios y aún hoy casi increíbles, con los que se regalaron a mesa y mantel los emperadores y los grandes patricios romanos, poco o nada tenían que ver con la dieta diaria, siempre escuálida y monótona, del pueblo llano, y aún peor de los infinitos siervos. Pero es verdad, y está documentado -y de ello nos llegaron crónicas abundantes y muy precisas, que la casta dirigente del Imperio, en especial en esos siglos I y II de nuestra Era- constituyó una alocada rivalidad en los excesos pantagruélicos, a cuál más sibarita y desmedido.
      Plinio nos cuenta, por ejemplo, la costumbre entre los más ricos de exhibir las más suntuosas vajillas que puedan imaginarse, de plata maciza, cuyas piezas se llevaban, como regalo del anfitrión, al acabar, los afortunados comensales que habían sido partícipes invitados del banquete.
Banquete de Heliogábalo
     Las decoraciones florales del salón-comedor eran también una locura de derroche y extravagancia. El emperador Heliogábalo, que reinó en el arranque de la tercera centuria, gustaba tanto de esa moda que, en una ocasión, se pasó y enterró literalmente a sus huéspedes con una lluvia de pétalos de rosa. Según se cuenta, fueron varios los que murieron bajo aquella tempestad.
     El banquete más suntuoso –y desde luego, sin duda alguna, el mayor de que se tiene noticia en toda la historia del mundo, fue el que dio Julio César a su regreso victorioso de Oriente: en varias jornadas fueron invitadas 260.000 personas, distribuidas en cada tanda en más de 20.000 mesas.
Fotograma de Quo Vadis
      ¿Y qué se comía en ocasiones así, tan especiales? Pues, de todo. Imagínense. A título de ejemplo, les contaré que el que ofreció el riquísimo Léntulo, con ocasión de celebrar su nombramiento como flaminio de Marte, consistió –resumiendo mucho- en lo siguiente: de primero, entremeses, crustáceos, erizos de mar y ostras crudas; después, largos espetones de tordos, liebres y terneras lechales; luego, gallinas sobre un lecho de espárragos; siguieron con almejas, y ostras cocidas, filetes de corzo y de jabalí; pasteles de otras aves y, finalmente, otra vez crustáceos. Para el trasiego de la bodega, la reserva especial de “mulso”, es decir, vino con miel, con el que solía abrirse cualquier menú.
Lúculo
      Celebérrima fue, en tiempos anteriores, de la República, la mesa sibarita de Lúculo, quien tenía la costumbre sagaz de distinguir a sus invitados por un código que transmitía como recado a sus cocineros, indicándoles en qué salón de su palacio debía servirse el ágape; con lo cual, sin más explicación, advertía el mensaje de qué entidad debía ser el banquete. Si, por ejemplo, indicaba que se preparase en el salón de Apolo, los cocineros y servidores ya sabían que ello quería decir que en el banquete no cabía invertir menos de 200.000 sestercios; una inversión que daba para entremeses con frutos de mar, pajaritos de nido con espárragos y pastel de ostras; lechones asados, pescados varios, patos, liebres, perdices de Frigia, morenas y esturiones de Rodas, y un remate de quesos y dulces a hartar, en la más diversa gama. En fin, que así se lo gastaban en la Roma clásica.
"De re coquinaria" (Edición
del siglo XVIII)
      Y cualquier cosa por debajo era desgracia y tragedia. Otro celebérrimo sibarita de entonces, contemporáneo de Lúculo, Marcos Apicio, después de una vida de prodigalidad legendaria en su mesa, y de dejarnos el único recetario completo que nos ha llegado de aquella época suntuosa, su “De re coquinaria”, cuando, al filo de los cuarenta años, constató y echó cuenta de que de su inmensa fortuna tan sólo le quedaban unos diez millones de sestercios, horrorizado ante el panorama que –a su juicio- le esperaba, de tener que “atarse el cinturón” y limitar sus derroches culinarios, decidió suicidarse. Además de su libro célebre, en las sentencias latinas quedó, para la posteridad, de él un dicho, una suerte de refrán que no quisiera yo les fuera de aplicación a ninguno de ustedes: “Gastó más que Apicio en festines”. Así que, ya lo saben: no hagan el “romano”. Moderación, prudencia, y, como siempre, buen provecho.