lunes, 26 de diciembre de 2011

Piña, pleno sabor y sugerente estampa


      No son muchas las frutas que alcanzan su sazón en este tiempo del arranque invernal. Realmente, de las nuestras mediterráneas, si pensamos en un paladar “refrescante”, la oferta apenas alcanza a la naranja y mandarina, la granada, y también la uva de mesa, imprescindible para las doce campanadas de fin de año. Es por ello que, dados los derroches sibaritas que concurren en estas fechas, haya sido una fruta tropical –no podía ser de otro modo-, de origen foráneo, la que se ha ido adueñando, como recurso casi imprescindible, y casi también, ya, tradicional, de nuestro frutero navideño. Y esa fruta no es otra que la piña.
      Además de esa feliz concurrencia de tiempo (ser una fruta invernal), tiene la piña otra cualidad que la hace especialmente idónea para integrarse, con plena razón, en nuestro menú navideño; y es que es muy digestiva, ideal para arrastrar toxinas y ayudar a aligerar y limpiar el organismo después de las grandes ingestas. De ello ya sabían los indios amazónicos y del alto Paraná, que solían –y suelen- meterse unos bocados de piña a mitad de sus comidas, para aligerar el proceso digestivo.
      Y así queda dicho ya –por lo menos apuntado- que el territorio natural de la piña es el subcontinente americano, en el amplio espacio que va del uno al otro trópico. Dicen, quienes estudiaron la cuestión, que el origen primigenio de la piña se sitúa en Brasil. Los nativos conocían a esta fruta como “ananás” (que viene a significar algo así como “perfumado”), y se cuenta que fue uno de los presentes que le ofrecieron a Colón cuando, en 1493, desembarcó en la isla de Guadalupe.
      Sin embargo, aquellos castellanos fijaron más su atención en la forma del fruto, que les recordaba a las piñas de nuestros pinares. Y así fue como mudaron el nombre, que hizo fortuna y prosperó, ya que no sólo nosotros le llamamos “piña” al ananás indígena, sino que también los ingleses admitieron esa conversión, y la bautizaron como “pine-apple” (piña-manzana… o manzana-piña), que la cosa tiene más narices… porque, con la piña, vale (lo de la apariencia), pero con la manzana, ya me contarán, ningún parecido.
      Igualmente, convendrá saber también que, en estricta morfología botánica, la piña no es un fruto en sí mismo, sino una curiosa y muy apelmazada agrupación de bayas, que se conforman así, de un modo tan prieto, para formar esas piezas, de tan espectacular y suculenta apariencia, que muchos han querido conferirle el título de “reina de las frutas”. Desde luego, la belleza de una buena piña, sana y bien empenachada, no cabe discutirse. Su cultivo, hoy en día se ha extendido por toda la franja tropical a lo largo de todo el planeta, desde Hawai, a Costa de Marfil, Camerún, las Antillas, y muy particularmente Costa Rica, de donde nos llegan las más dulces y sabrosas. También aquí en España, en el sur peninsular y en las Canarias, crecen de día en día las plantaciones, aunque, por el momento, su rendimiento es bajo.
      En la gastronomía, además de la ingesta directa, como postre, la piña interviene cada vez más en la elaboración de numerosos platos. Acompaña muy bien a las carnes de cerdo, y también a las de aves de todo tipo. Pero donde mejor combina es en ensaladas, y éstas de todas clases, desde las exclusivamente vegetales, hasta las que juegan al contraste del sabor agridulce de la piña con el salobre de los frutos del mar …con gambas y langostinos, por ejemplo, el resultado es magnífico.
      Y dos consejos, para finalizar: Aunque les duela –por aquello de la estampa del frutero-, las piñas pequeñas suelen tener casi siempre un sabor más delicado que las grandes. Y a la hora de adquirirla, un truco: para saber si está perfectamente madura, sin que nos vea el frutero arranquemos una de las hojas centrales de la típica corona. Si sale con facilidad, entonces a la caja con ella: está en su punto… Buen provecho.


Primera descripción del novedoso fruto:
      Como quedó dicho, el primer conocimiento de un occidental de la piña le cupo a Colón, al serle ofrecida, en 1493, en la isla de Guadalupe. Este hecho, cierto y constatado, anula de raíz la especie, que en algún sitio hemos leído, de un supuesto "descubrimiento" llevado a cabo por un navegante francés, de nombre Jean de Lery, quien habría hecho tal descubrimiento en Brasil. André Castelot, en su muy difundida "Historie de la table", así lo asegura, sin el menor rubor. Y en la misma línea "chauvinista", Alejandro Dumas también quiere ignorar el protagonismo descubridor español, asegurando, sin ningún fundamento documental, mera especulación, que la piña presuntamente habría viajado de Brasil a Inglaterra, y que alcanzó un primer espaldarazo decisivo de reconocimiento al ser admitida en su mesa por Luis XV.
Anotaciones de Fdez de Oviedo
      Pero el asunto no es así, ni mucho menos. Siendo verdad que el exótico fruto tardó algunos años en cruzar el Atlántico, y siendo también cierto que nuestro rey Carlos I repugnó de él y de su novedad, excluyéndolo por tanto de la mesa real, cierto y verdad es que el conocimiento, interés por él, y el primer estudio del nuevo fruto, se debe a un español, el cronista Gonzalo Fernández de Oviedo, quien, en 1535, siendo gobernador de Santo Domingo, escribió la siguiente descripción de la piña: «Huele esta fruta mejor que melocotones, y toda la casa huele por una o dos de ellas. Y es tan suave fruta que creo que es una de la mejores del mundo y de más lindo y suave sabor y vista. Y parece en el gusto al melocotón que mucho sabor tenga de durazno, y es carnosa como el durazno, salvo que tiene briznas como el cardo, pero muy sutiles. Mas es dañosa cuando se continúa a comer para los dientes, y es muy zumosa. Y en algunas partes los indios hacen vino de ellas, y es bueno; y son tan sanas que se dan a dolientes y les abre mucho el apetito a los que tienen hastío y pérdida de gana de comer.»





jueves, 22 de diciembre de 2011

Cunqueiro, en su Centenario


      Cien años se cumplen, en este 22 de diciembre, del nacimiento, en la villa luguesa de Mondoñedo, de Álvaro Cunqueiro, el gran fabulador de las Letras gallegas y castellanas, que en ambas escribió con impar maestría.
       La azarosa y tan cainita etapa histórica que enmarca su biografía fue determinante en el reconocimiento tardío, y siempre injustamente restringido, del valor de su obra creativa. Ingente aportación que, no obstante y a pesar, va ganando sólidos enteros de año en año, camino de una gloria que ha de ser -si no lo es ya- general y unánime en la definitiva ponderación que ya cabe hacer del rendimiento de  las Letras Hispanas en el siglo XX. 
Ramón Barro, autor de esta semblanza

      Como mejor homenaje de divulgación de este ilustrísimo paisano, me complace traer a las páginas de este blog la magistral biografía-semblanza que sobre Cunqueiro escribiera, este pasado verano, para el Programa de las Fiestas Patronales de Ortigueira, el ilustre periodista Ramón Barro.
      Moncho, como así procede en mi familiar trato con él, tuvo, además, la fortuna de conocer personalmente al maestro mindoniense, y de trabajar a las órdenes directas de don Álvaro, en el Faro de Vigo, en los primeros años de su andadura profesional.



Eu resucitarei, que soio volven os que recordan, compañeiros



CUNQUEIRO, UNA VIDA TAN FABULOSA COMO SU OBRA
 
      “Eu nascín entre as zonas e os lóstregos, na metade da noite, corente (sic) e sete días despois do primeiro aeroplano”. Según la costumbre, su nacimiento fue saludado por la campana “Paula” y quizás también por la “Petra”, de la catedral de Mondoñedo. Vino al mundo el 22 de diciembre de 1911, “700 año mindoniense, en la casa familiar de la calle Méndez Núñez, 1, frente a la Fonte Vella. Su padre, Don Joaquín Cunqueiro Montenegro, “ben barbado e señorial”, había nacido en Cambados. Era hijo de Don Carlos Cunqueiro-Mariño de Loberas, licenciado en Derecho por gusto al título, sin que apenas llegara a ejercer la carrera, y de Doña Carmen Montenegro Morfino.
      La madre de Álvaro, nuestro personaje, Doña Pepita Mora Moirón, “una cousa moi branca e moi doce”, escribiría el hijo poeta, “era dos Moirós de Cachán”, en el concello de Riotorto, distante unas cuatro leguas de la episcopal Mondoñedo. Era hija de un militar que había tenido destino en Filipinas. En Cachán estaba el pazo natal, hogar tantas veces evocado por Álvaro, ya escritor, a cuento de sus viajes a caballo para pasar con sus abuelos las fiestas de San Pedro y Santa Isabel.
Familia acomodada

Familia Cunqueiro, de gira campestre (Álvaro es el
tercer niño de la primera fila, por la izquierda)
      El cambadense Joaquín Cunqueiro-Mariño era uno de los once hijos de un acomodado matrimonio. Cuando los hermanos entraron en edad universitaria, toda la familia se trasladó a Santiago. Cinco Cunqueiros se matricularon en Medicina. Joaquín, en el último curso, cambió de facultad y se licenció en Farmacia.
      El joven boticario encontró empleo en Mondoñedo como regente de una farmacia, pero al poco tiempo tenía ya la suya propia, ubicaba en los bajos del Palacio Episcopal.

Primo de Valle-Inclán

      Los Cunqueiro-Mora pertenecían a lo que entonces se conocía como la clase privilegiada de Mondoñedo. El Álvaro Cunqueiro adulto se reclamaba, por lo que le venía de Cambados, primo de Valle-Inclán, y no fabulaba. En efecto, la abuela paterna de nuestro protagonista, una Montenegro Marcino, era prima de la madre de Don Ramón María, “el de las barbas de chivo”, apellidada Peña Montenegro. El autor de Romance de lobos se llamaba, en Registro, Ramón María Valle Peña.

Los primeros años

Placas conmemorativas, en su casa natal

      En aquel Mondoñedo “rico en pan, en augas e en latín”, Alvarito no pasaba por ser un niño del montón. Fue precoz en la lectura, rapaz curioso en los mercados dominicales, amigo de artesanos y presto a oír de su madre, por las noches, en la cocina, cuentos e historias de viajes que ella narraba “dun xeito moi particular”. Su magín se fue poblando de fábulas e historias, siempre agrandadas si venían de su tío abuelo Sergio, “gran contador de aconteceres”.
Local, propiedad del obispado y aledaño a la catedral,
donde el padre de Cunqueiro tenía su botica.
      En la botica paterna había conocido muchos de los saberes de su progenitor. Allí aprendió a nombrar docenas de hierbas por su debido nombre científico en latín, y ayudaba a su padre a hacer píldoras y a manejar el molino de la mostaza “para tirar os sinapismos”. Se acercaba curioso a las tertulias de la rebotica, por donde pasaban los notables de la villa, ya fueran canónigos, jueces, comerciantes o compañeros de caza de Don Joaquín. Hacia las siete de la tarde, comenzaba la partida de tute o de tresillo.
      Larga vida, ésta de las tertulias que continuaron igual de vivas cuando Pepe, el hermano de Álvaro, era, por herencia, el farmacéutico titular. Todo esto lo recuerda de primera mano José María Fernández del Riego en su biografía cunqueiriana. (Un tío de Paco del Riego, de Vilanova de Lourenzá, era amigo de Don Joaquín y de ahí vino el primer acercamiento de los dos escritores).
      El vivaz Alvarito –lo recuerdan todos sus biógrafos- acudía casi a diario a la barbería de “O Pallarego”, donde leía el periódico a los clientes, pero añadiendo siempre coletillas de su cosecha.
Pegado a los libros

      Por entonces, asistía a la escuela de la Sociedad de Obreras Católicas. Entre los doce y trece años, asistió a una pasantía de Latín, la lengua de la vieja sabiduría que él gustaba llevar a sus textos cuando pedían solemnidad. Le recuerdan discutidor y he leído que, en aquella preadolescencia, polemizaba sobre los méritos de los santos.
      Todos le recuerdan como un niño pegado a los libros. Escribió Del Riego que pasaba los renglones de cinco en cinco, saltaba las páginas y volvía atrás. Devoró en aquellos años los ejemplares de la enciclopedia La Esfera, y echaba mano de Stendhal , de Vigo Hugo, de tantos autores que surtían la copiosa biblioteca familiar –casi la única de Mondoñedo, junto a la del Seminario, recordaría luego-, igual de ávido con los clásicos que con las novelas del Oeste. Él mismo contó haber escrito por entonces una novela de indios, en la que los pieles rojas navajos hablaban en gallego y los vaqueros lo hacían en castellano. Lamentaba haberla perdido.
Lugo y los primeros versos

Mapa de Fontán
      En 1921, Álvaro, junto a sus cuatro hermanos y al cuidado de su madre, se desplaza a Lugo para estudiar el Bachillerato. En esa atapa empezó a llenar cuartillas con poemas amorosos. Escribía de todo, incluso cantares de ciegos para los romanceros de la comarca. Un día, en el Instituto, se topó con el famoso Mapa de Galicia, de Fontán (Domingo Fontán, un ilustrado nacido en Cuntis, fue el autor del primer mapa topográfico y científico de la región). Fontán le inculcó “unha pasión física por Galicia”. En Lugo hizo amistad con el escritor Anxel Fole, ocho años mayor que Cunqueiro, y con Pimentel, que ya era médico e intelectual conocido y fue el primero en advertir en el jovencísimo Cunqueiro un indudable talento literario. “De non ser por Pimentel, quizáis nunca houbera publicado unha liña”, reconoció el mindoniense.

Luces y sombras compostelanas

      En septiembre de 1927 ya estaba matriculado en la sección de Historia de la Facultad de Filosofía y Letras de Santiago. Siguió el curso por libre; esto es, a caballo entre Compostela y Mondoñedo. Apenas acudía a las aulas hasta los dos meses finales del curso. Cunqueiro abominó de la Universidad, no entró en su disciplina y conoció sonoros suspensos del profesor Moralejo. Del Riego le calificaría de “pillastrán”. Más tarde, volvería a los libros abandonados, herramientas para sus nuevos trabajos. (Por un guiño cunqueiriano de la vida, aquella misma Universidad habría de otorgarle el título de Doctor Honoris Causa en 1980).

Tertulias, vanguardias…

Mar ao norde
       Fuera del campus, por el contrario, frecuentaba las tertulias junto a Maside, Luis Seoane, Arturo Cuadrado, Eiroa, García-Sabell, Carballo Calero, Manteiga, Martínez-Barbeito, tantos otros. Seguía llenando el magín de libros, descubriendo vanguardias (Valery, Eluard, Lorca, Alberti, Guillén, nuestro Manuel Antonio…) y escribiendo “os versos máis novos de toda a nosa poesía”. “Eran tiempos –recuerda Del Riego- que pasaban por los meridianos de París y llegaban a España en la voz de Vicente Huidobro. De ahí salió, en 1932, Mar ao Norde, el primer libro de Cunqueiro.

Por el camino de las letras

      La pluma del mindoniense se enseñoreaba ya en las páginas de El Pueblo Gallego, de Vigo; en la modesta publicación Ronsel, “hojita volandera del pueblo”, de Cuadrado y Seoane, o en la reputada revista Nós que leía desde que comenzara a editarse en 1920. Andaba afanado en la traducción de Hölderlin, el gran romántico alemán, manantial recurrente de su posterior escritura. Sacó a la luz la hoja juvenil Galicia. y creó su editorial “Un”, do Este galego, con sede en el desván de la casa paterna en Mondoñedo.

En el Partido Galeguista

      En 1931, año del fallecimiento de su madre, se adhirió al conglomerado ideológico del Partido Galeguista en la primera hora, con un estatus de librepensador (Cunqueiro no provenía de ningún partido), lo que le situaba en el ala de los moderados. “Para ser nacionalista –escribe Manuel Gregorio González, uno de sus biógrafos- a Cunqueiro le faltaba el sentido vindicativo, la comparación agreste”. Saludó el Estatuto de Autonomía, unos días antes de ser plebiscitado (se votó el 28 de junio, aunque no llegó a entrar en vigor por el estallido de la Guerra), con palabras esperanzadas: “Agora que chegamos un pouco a ser galegos, xa comenzamos un pouco a ser libres”.

El giro de la Guerra Civil

      Los días vienen ahora cargados de incertidumbre. Cunqueiro, en Mondoñedo, “ese valle hecho a la medida del ojo humano”, está demasiado a mano de las autoridades lucenses. Y surge la opción de Ortigueira, que se narra en otra reseña de nuestro reportaje. Los seis u ocho meses que Don Álvaro vivió en la villa ortigueiresa supusieron, en palabras del biógrafo Del Riego, “un cambio de rumbo nas actividades do escritor …surgió un nuevo Cunqueiro, alejado de la línea que había constituido la cuna de su personalidad, característica de sus años mozos”. Una etapa, en suma, que el biógrafo amigo definió como “inauténtica y controvertida”. Puso, en efecto, todo su talento, al servicio de la nueva causa política, y emprendió una fulgurante carrera en los medios del régimen, primero en Vigo (en el 37, en El Pueblo Gallego)y luego en San Sebastián (en el 38 pasó como redactor al diario donostiarra La Voz de España) y finalmente en Madrid, a donde llegó en los últimos días de marzo de 1939, llamado por el periódico ABC. El 1 de abril, día del famoso parte que ponía fin a la Guerra, la firma de Cunqueiro aparece ya en la prestigiosa “Tercera” del periódico monárquico.

Fulgurante carrera en Madrid

      En los primeros años 40, cuando iniciaba la treintena, Cunqueiro era una de las primeras plumas del “nuevo orden”. Brillaba en el papel impreso y en las tertulias. Manuel Cerezales, periodista y crítico literario, más tarde inmediato predecesor de Cunqueiro en la dirección de Faro de Vigo, recordaba que “en los años 40, Cunqueiro se reveló como uno de los principales de aquella generación”. Se le abría un gran futuro en el periodismo y en las letras.

Regreso a Mondoñedo

      Su carrera, sin embargo, se vio truncada por una sobreactuación entreguista y obsequiosa del Gobierno ante la Embajada de Francia, a propósito de un incumplimiento literario de nuestro personaje, y otra peripecia difusa que tiene que ver con su intermediación –citada en la biografía de Armesto Fagin- para la venta de papel al impresor Caralt. Aquel “traspié de tuno” le privó, primero, del ejercicio profesional y, tres años más tarde, cerradas las puertas del periodismo madrileño, le llevó de regreso a Mondoñedo. “Tan absurdo es –escribía el pasado dos de enero en Faro de Vigo el periodista Miguel Somovila- negar su (de Cunqueiro) vinculación al falangismo militante durante la guerra y la primera postguerra –tras un pasado republicano y de convencido galleguista-como no reconocer cierto ensañamiento por parte de las autoridades franquistas cuando decidieron expulsarle del Registro Oficial de Periodistas por una serie de actuaciones que hoy no pasarían de ser calificadas de irregularidades cercanas a la picaresca”. Cunqueiro, causa baja en Falange en 1943 y abandona el periodismo político.
Su estatua, en Mondoñedo, mira a la catedral
      Algunos de los periodistas coetáneos hablan de un Madrid imposible para los supervivientes de la pluma y de las zanganerías bohemias de entonces. En el “envés” de su vida, muchos hablan de la generosidad proverbial de Cunqueiro, su bondad natural y su entrega afectuosa al amigo. “Daba incluso lo que no tenía”, apostilló lúcidamente su gran valedor Alberto Casal.
      Lo cierto es que en 1947 paseaba ya por las calles de Mondoñedo, desocupado. “Reiniciaba a vida antiga –decía Del Riego- e podía escribir como desexaba”. En aquellos años, “desalentado”, el escritor reconoció sentir “soidade, febleza, canseira”. Vivió unos meses “cheos de desnortamentos, de figuracións e desacougos”. Esos años de plomo sugirieron en el culto biógrafo Manuel Gregorio González el título de su magnífica obra analítica: Don Álvaro Cunqueiro, juglar sombrío”(Fundación J. M. Lara, 2007).
      Hay unos versos suyos, hijos de ese tiempo, que dicen:

“… Ese que é outro home e eu levo
derrumbado sobre mín…
verdadeiramente é como levar un morto
nada apetece e nada se lembra
egrizoso sombrío. A seu carón vivo…
… Pro eu resucitarei, que soio volven
os que recordan, compañeiros


Recuperado para el periodismo

       En el 47, Cunqueiro estaba decidido de salir de su retiro mindoniense. Del Riego le pone en contacto con el diario compostelano La Noche, e inicia su colaboración en el suplemento literario. Empieza a viajar a Vigo. Hace nuevos amigos, como el notario Alberto Casal o los hermanos Álvarez Blázquez. Escribe en La Voz de Galicia. Obtiene la Flor Natural de los Juegos Florales de A Coruña y el premio Bodas de Oro del diario orensano La Región. Cunqueiro recobra ahora “el camino de los viejos sueños”. Escribía de sus inúmeros mundos vistos o soñados. “Percorría os eidos más diferentes, ainda que sempre con claras inclinacións, Galicia, Grecia e o pensamento grego, temas medieváis, os povos do norde europeo, as súas sagas e lendas, etnografía, historia antiga”.
      Por lo que hace al articulismo gallego, Victor F. Freixanes establece dos campos: el “periodismo de intervención” o de debate (“pura actualidad”), como se aprecia en Villar Ponte o Rafael Dieste, y otra corriente, “maís pausada e literaria, mesmo filosófica”, como en los casos de Otero Pedrayo, Risco, López Cuevillas o Cunqueiro.

Primeras grandes obras

      Aparte de su producción de artículos periodísticos y ensayos, entre el 45 y el 60 salen de su telar una decena de obras que alcanzarían celebridad, como O incerto señor Don Hamlet, Príncipe de Dinamarca; Merlín e familia e outras historias (en gallego y castellano), As crónicas do Sochantre (también en las dos lenguas y que recibió en 1956 el Premio Nacional de la Crítica); Escola de Menciñeiros, Fábula de varia xente, Las Mocedades de Ulises, Teatro Venatorio e coquinario de Galicia, éste conjuntamente con José María Castroviejo (libro editado posteriormente en Colección Austral bajo el título Por los Montes y chimeneas de Galicia).
      En estas obras está ya, en plenitud, el Cunqueiro fabulador y de exquisita escritura. A este respecto decía Domingo García-Sabell: “Se pasó la vida evocando pasados más o menos remotos, de esos ámbitos, sucesos que parecían divertimentos gratuitos, huidos de la realidad circundante. Pero ocurrió que esos “inventos”, esas figuras, tenían y tienen una realidad más verdadera y más abierta que muchos testimonios históricos plagados de erudición y datos positivos”.
      El propio Álvaro zanjó la cuestión sobre sus personajes imaginados con una frase para enmarcar: “Porque los he estudiado mucho, he podido inventarlos”.

Los grandes años

      El reconocimiento de la obra de Cunqueiro es ya internacional cuando en 1960 es designado Cronista Oficial de Mondoñedo, a la muerte de su buen amigo Eduardo Lence-Santar. Al año siguiente pasa a ocupar el sillón de la Real Academia Gallega, vacante tras el fallecimiento de Ramón Cabanillas. Este mismo año de 1961 es nombrado Hijo Predilecto de Mondoñedo.

En su despacho, de Faro de Vigo

      Reclamado en toda Galicia, presente en la cultura grande de la época, viajero contumaz, reclamado conferenciante, ya aureolada su figura, en el 61 es invitado por el entonces director de Faro de Vigo, Francisco Leal Insua, a incorporarse a la nómina de colaboradores fijos de este periódico y de la revista Vida Gallega, editada por la misma empresa. En febrero del 65 le ofrecen la dirección de Faro. Cunqueiro tiene sus dudas antes de aceptar lo que entiende como una aventura. Él, según confesión propia, no se consideraba un periodista vocacional. “Non estou feito para o trote dun periódico diario. Abúrreme a noite”. Tomó posesión en febrero de 1965.
Mis dieciseis meses cunqueirianos


      Quien firma estas líneas se incorporó a la redacción de Faro, entonces en la céntrica calle Colón, 30, el 17 de marzo de ese año de 1965. Estuve, bajo las órdenes –pocas, dada su distancia jerárquica- de Don Álvaro, como le llamábamos, durante dieciséis inolvidables meses que orientaron mi vida. Cunqueiro era un monumento cultural, nuestra Capilla Sixtina como prosista, narrador y articulista. No había, a mi sorprendido entender, estética literaria más depurada en nuestro entorno. Yo aguardaba alguna veces la salida del periódico, en la madrugada, para llevarme a casa, crujiente y húmedo de tinta, su prodigioso Envés, el artículo de cada día. Y sus pies de foto, que crearon un nuevo género periodístico. Cunqueiro elevó unos peldaños la apuesta cultural del periódico, él mismo arrimando el hombro como autor de secciones nuevas y memorables traducciones. Llegó a publicar versiones en gallego de unos 800 poemas de incontables autores, algunos traducidos por vez primera a una lengua española.
      Otro recuerdo personal. Cada vez que se acercaba un viaje mío a Ortigueira, me encargaba un “fuerte abrazo para Cortiñas” y recordaba a Ortigueira con un afecto que siempre entendí sincero.
Redacción a medianoche

      Queda en mi memoria alguna medianoche en la redacción, durante la guardia que precede al cierre del periódico, ya entrados en rutina los teletipos, cuando Cunqueiro y Pepe Landeira Yrago, el culto subdirector, se demoraban en fascinantes discursos florales. Podían pasar de un libro viejo hallado en la Cuesta de Mollano, en Madrid, a las concubinas del Califato de Córdoba. Semejaba aquel erudito desahogo a las regocijantes tenidas literarias que Cunqueiro y Castroviejo escenificaran, pocos años antes, al alimón, por ateneos y cenáculos de toda Galicia.

Castroviejo, único

Cunqueiro y Castroviejo
      Castroviejo se colaba de rondón en el paisaje de nuestro periódico, siempre a mediodía. Con el pretexto de ir a recoger a Don Álvaro para el aperitivo, acumulaba los periódicos de provincias que encontraba sobre las mesas de la Redacción todavía deshabitadas. La primera copa de los dos amigos podría ser en el café Fraga, pero la segunda estaba reservada para el bar de Elixio, a quien los ilustres clientes confirieron el oficioso título de monarca indiscutible de la “queimada”. Presencié muchas veces, en ese bar-santuario, la estampa de Cunqueiro, Castroviejo , Celso Emilio Ferreiro y Manolo Tourón, subdirector de Faro Deportivo, con sus tacitas de ribeiro blanco, aguardando, estoicos, la consabida hora en que Castroviejo huía literalmente hacia el barco en el que cruzaría la ría hasta Cangas, olvidado siempre del menestral oficio de pagar su ronda. Por extraña bula, tampoco pagaba el pasaje de la ría.

Torrente Ballester

      Aquella redacción era Delfos y Don Álvaro, su oráculo. Desfilaban gentes del mayor interés. Uno, para nuestra delicia, era Gonzalo Torrente Ballester, a la sazón profesor en el Instituto de Pontevedra, que aprovechaba la visita a Vigo para sentarse a la Olivetti y tejer su artículo para la sección A modo, amiga de polémicas sobre todo en cuestiones educativas. He presenciado cómo Torrente, urgido para la entrega de su colaboración diaria, despachaba el folio y medio en menos de media hora.

Década prodigiosa

      Cunqueiro dejó la dirección de Faro de Vigo en 1970 y emprendió una década prodigiosa consagrada a la producción literaria. En realidad, la lista de éxitos se iniciaba en 1969 con El hombre que se parecía a Oreste, ganador del Premio Nadal. En esa etapa final de su vida entregó a la imprenta 22 títulos de lograda fama, como el Don Hamlet e tres pezas máis, El año del cometa, Escuela de curanderos y Tertulia de boticas; otros libros de cocina, guías sobre la tierra gallega, semblanzas. En su “obradoiro” quedaron, sin embargo, otros 22 “libros soñados”, con título puesto y nunca escritos. Tal vez el más ambicioso de estos libros prometidos fuera un non nato Diccionario de Ángeles, en el que pretendía incluir unos siete mil, “un puñado”, decía él, “entre los 1.343.000 que están clasificados”. En 1973, Mondoñedo le concede la Medalla de Oro de la ciudad.

Etapa final. Reconocimientos

      A partir del 77, resentida su salud a causa de la diabetes, redujo su vida social y veía pasar las horas en su escritorio, leyendo, siempre escribiendo. En 1980 recibió su último homenaje. Visiblemente quebrantado, ayudado de su inseparable bastón, asistió al descubrimiento de la placa que da su nombre a una calle de Vigo. Allí dictó las palabras para su epitafio, escrito en la lápida que le cobija en el cementerio mindoniense. Dice así: Eiquí xaz alguén que coa sua obra fixo que Galicia durase mil primaveiras máis”. 
      Al final, apenas veía. Su hijo César recuerda algunas fases postreras: “Qué mágoa ter que deixarvos”. Falleció el 28 de febrero de 1981. El parte médico decía así: “Diabetes antigua. Artereoesclerosis obliterante. Nefropatía diabética. Insuficiencia renal. Uremia. En la fase final se le practicó diálisis. Falleció a consecuencia de fallo cardíaco”
El uno de marzo, festividad de San Rosendo, patrón mayor de la diócesis de Mondoñedo, recibió sepultura en el cementerio de su pueblo bajo una “troboada”. El cielo clamaba por él.




























































































domingo, 18 de diciembre de 2011

El Capón, tradición de Nadal


      Uno de los productos de más añeja tradición en la culinaria española de las grandes solemnidades, es decir, de acendrada costumbre, también, en las mesas navideñas, es el capón... El mítico capón.
      La dificultad de su cría honesta, y hasta la pérdida de memoria de cómo debe hacerse ésta, en un proceso largo, paciente y metódico y por ende costoso, han llegado casi a hacer desaparecer de nuestros mercados los genuinos capones, los de verdad. Tan sólo en Galicia –con particular referencia a la villa lucense de Vilalba, que mantiene una feria anual de capones, precisamente en las vísperas navideñas, el domingo anterior a la Nochebuena y en algunas zonas del interior de Cataluña, y últimamente también en Murcia, según nos han contado, se mantiene todavía la ancestral costumbre de su cría según los cánones que marca la secular ortodoxia.

      Del capón y su sorprendente crianza, y de otros asuntos de colateral interés y buena enjundia, les contaremos ahora, empezando por la obviedad de principio: un capón, como bien dice su nombre, no es otra cosa que un capado, es decir, un “castrado”, que, en el caso que nos ocupa, se refiere a un gallo castrado.

      Según reza la leyenda, la práctica de la castración de los gallos viene de muy antiguo, y nació probablemente en Roma, en tiempos de un emperador caprichoso, al que en una época le dio por prohibir, bajo la amenaza de severas penas, el sacrificio de las gallinas. Los ciudadanos romanos, claro está, acogieron muy mal aquella prohibición y, buscando el modo de sortear el arbitrario capricho imperial, cayeron en la cuenta de que el malhadado decreto se circunscribía, en su literalidad, sólo y exclusivamente a las gallinas, y nada decía –ni, por tanto, prohibía- de los gallos ¡mira tú, qué casual, y qué curioso!... Y así, hilando, hilando, sabedores de lo que les ocurría a los eunucos (que, tras la mutilación, se volvían afeminados y acentuaban la untuosidad de su figura y sus formas), decidieron ensayar la traumática fórmula en los gallos... Y fue así, según se cuenta, véase qué curioso ¡laus Deo!, como nacieron los “capones”.

Carlomagno
      Durante toda la Edad Media, los capones, rellenos y asados, fueron manjar de privilegio en las mesas de reyes, nobles, y purpurados del clero. Y es ya en esta lejana época cuando deviene la costumbre de integrar el capón en el menú de la Navidad. Digamos, a propósito, que en aquellos oscuros tiempos de la Alta Edad Media, la fiesta de Navidad era de abstinencia de carne, lo cual nos lleva a una pregunta, y a un cuestión curiosísima: ¿Cómo es que, entonces, figuraba el capón tan frecuentemente en aquel menú festivo de la Nochebuena medieval? Pues, muy sencillo, y muy pícaro a la vez: por que en el Concilio de Aquisgrán, convocado por Carlomagno en el año 817, se decidió que la carne de capón, por la peculiaridad de su procedencia, “no rompía la abstinencia”…¡Ole, ole y ole, por los conciliares prelados!

      Bien, pues hasta aquí, sucintamente explicado, el largo y ancestral predicamento del capón en los recetarios clásicos. Vamos ahora, si nos siguen leyendo, con la explicación, de no menos curiosidad y enjundia, del ancestral método que se sigue, en Vilalba al menos, para la crianza de sus afamados capones… junto con algunas notas complementaria de su formulación culinaria clásica.

La torre del viejo castillo,
hoy parador, emblema de
Vilalba
      Como ya quedó dicho, el secreto de la cría del capón tiene su mejor referente de pervivencia en la villa lucense de Vilalba, donde, como ya quedó dicho, cada domingo anterior a la fecha de la Nochebuena tiene lugar una monumental feria monográfica, tutelada hoy en día por el correspondiente Consejo Regulador que da fe y certifica que todos los capones que se venden allí han sido sometidos a una crianza de estricto cumplimiento con los modos ancestrales del procedimiento que hace al gallo capón.


recinto ferial
        Siguiendo la tradición secular, la venta, que se produce por subasta, se lleva a cabo por parejas, y con cotizaciones que no andarán lejos, este año de crisis, de los 300 euros el par. Y es que sí, efectivamente, el capón es un producto bastante caro; pero ello se explica, y ha de entenderse, en razón de la esforzada y meticulosa empresa que supone su crianza.

      El proceso empieza allá por marzo o abril, cuando se seleccionan para tal fin los pollos recién nacidos de gallinas de la raza autóctona “Mos”, caracterizada por su tamaño redondeado, amplio pecho, plumaje castaño-rojizo de brillo acusado, cresta exultante, de un rojo muy vivo, y patas amarillentas, casi blancas. Para esos pollos se habilita un gallinero especial, donde se les suministra una dieta sin restricción a base de maíz.

      Pasado el verano, tras una nueva y definitiva selección de los más adecuados, los que han tenido una mejor evolución en su desarrollo, se procede a caparlos. Y así, ya mutilados, continuarán, en libertad vigilada dentro del gallinero, hasta el inicio del proceso final, lo cual ocurre por Los Santos, es decir, a primeros de noviembre. Entonces, cada uno es introducido en la angostura de un cajón especial, la “capoeira”, que quedará bien cubierta, para que no entre en ella la luz, y colocada al arrimo de una lereira o chimenea, a fin de que reciba el influjo adormilante del calor.

      Desde entonces, y durante cuarenta días decisivos, el gallo castrado es forzado a alimentarse tres veces al día con un bolo de masa –el “amoado”- elaborado a base de harina de maíz y de castaña empapada en leche. También una vez al día se le administra un vasito de moscatel mezclado con coñac. El capón, así tratado, e inmovilizado en esa oscura soledad, se engrasa sobremanera en sus carnes, hasta alcanzar un peso superior a los cuatro o cinco kilos.

      Perdida la virilidad, pierde también la cresta y olvida el canto mañanero. A mediados de diciembre, le llega la hora de rendir la vida, siendo sacrificado de un modo peculiar, con el fin de lograr un “sangrado” completo. Una vez desplumado, la piel presenta un intensísimo color amarillo, y así se presenta para su exposición y venta, con las gruesas capas de la grasa interior que ha generado (en las que luego ha de asarse) prendidas con palillos sobre los lomos.


Los capones se venden
por pares
       Una vez adquirido, y ya en la cocina, esa grasa, de untuoso color amarillo, será la base para el dorado en el horno. Normalmente, la pieza se habrá rellenado con manzanas, castañas, piñones, espinaca, brécol, y jamón y tocino, que es el modo tradicional, secuenciando el lento proceso de asado (que debe hacerse a una temperatura moderada, durante al menos cuatro horas) con frecuentes rociados de coñac y de la propia salsa.

      Otra fórmula culinaria también típica para el capón de Vilalba, ésta aún más sofisticada y costosa, es el capón “relleno de ostras” (un relleno absolutamente excelso, en el que la base son muchas ostras, previamente “fritas” en grasa de cerdo, y mezcladas con un picadillo de verduras y huevos cocidos, todo ello sazonado con pimienta, nuez moscada, y zumo de limón. En fin, la Gloria…


Va para diez años que, quien esto suscribe y el grupo de sus más entrañables amigos, cumplimos una cita inexcusable, en la primera semana de enero, en Vilalba, en el Mesón do Campo, que dispone para nosotros un soberbio capón relleno, excelsamente asado. Tanto que, como se observa en la foto del año pasado, ni me dan tiempo a inmortalizar su imagen íntegra... Si es que, qué se puede esperar de unos comensales -véasenos abajo- tan ansiosos y estilizados.... y, además, machistas, como bien se deja ver en la disposición de la mesa.

viernes, 16 de diciembre de 2011

Trufa, excelsa verruga vegetal


      En el selectísimo club de los productos de mayor sibaritismo gastronómico, la trufa –de la que hoy les contamos- ocupa, desde hace siglos, uno de los sitiales de honor. Y ello es así, como en la mayoría de los otros casos del olímpico elenco, por la sobresaliente excelencia de una cualidad particular que la distingue sobremanera: su exquisito y penetrante aroma.
      Y no es que no sea notable su sabor, y agradable el tracto de su textura, pero es que, aún siendo ellos relevantes, es en su fragancia única, peculiarísima, donde ha venido a engarzarse la auténtica devoción que por este hongo han sentido, desde los paladares más antañones y clásicos hasta los sofisticados recetarios de la más glamurosa restauración de diseño actual.
      Truferos de fuste se cuentan por cientos en la Historia...desde el celebérrimo Casanova al marqués de Sade, pasando por el propio Napoleón, de quien se cuenta la fe que tenía en las trufas como prólogo garante de éxito en sus encuentros amorosos con Josefina. Y así queda dicha otra cualidad mítica de éstos –digámoslo también- feos, feísimos y abigarrados, hongos: su legendaria capacidad afrodisíaca.
      Aunque, en esto de su asimilación como “hongo”, en el caso de la trufa se impone una matización necesaria: realmente y en propiedad no se trata de un hongo, seamos precisos, sino del resultado de la acción de un hongo sobre las raíces de determinados árboles, en particular las encinas y los robles. Un a modo de excrecencia (como bien indica su nombre latino, terrea tufer, excrecencia de la tierra) que, para mejor entendernos en la palabreja, vendría a ser –diccionario por medio- una “formación de tipo tumoral, que aparece haciendo prominencia sobre una superficie orgánica”.
      Bien, pues esta especie de deliciosa verruga vegetal que es la trufa, puede llegar a pesar en ocasiones excepcionales cerca del medio kilo, si bien lo habitual es que fluctúe en torno a los 25 gramos por pieza (en un restaurante, la ración normal son unos 12/15 gramos, cortados en láminas obviamente finísimas).
trufas blancas
      La reina de las trufas, la más codiciada, es la trufa blanca (tuber magnum), que prácticamente sólo se localiza con abundancia suficiente en el Piamonte italiano. Se trata de una auténtica joya culinaria, como bien lo demuestra el hecho de que su cotización no baja de los 4.500/5.000 euros/kilo. Luego está la más común, aunque soberbia en todo caso, la trufa negra (tuber melanosporum), que es la que más abunda –es un decir- en nuestro país, y cuya cotización ronda los 600 euros/kilo, que tampoco está nada mal.
      Los terrenos secos y calcáreos son los idóneos para su desarrollo, y así, en España, la Cataluña interior, el sureste de Aragón, incluido el Maestrazgo castellonense, y las mesetarias tierras de Soria y Guadalajara, son las principales zonas productoras. Para ello, para su azarosa recolección, los buscadores se han servido tradicionalmente de cerdos entrenados; esa es la estampa típica. Pero esto ha cambiado, porque el trabajar con cerdo tenía el grave inconveniente de obligar a estar más que atentos a la maniobra del animal, que se pirra por las trufas y en cuanto puede se la come él sin dar opción al beneficio del amo. La solución vino, y es lo que se impone hoy, por el entrenamiento de perros, que disfrutan más con la cara de satisfacción del amo y el premio de un mendrugo de pan, que con la ingesta de tan maloliente hallazgo.
      En todo caso, por la búsqueda así, silvestre y aventurera, no habría posibilidad alguna de satisfacer, siquiera mínimamente, la demanda del mercado. Nuevos tiempos, nuevos modos, la ciencia ha venido a aportar la solución, y esa no es otra que el cultivo programado y casi industrial de trufas –en España ya hay varias fincas dedicadas a ello-, y que consiste básicamente en plantar encinas “micorrizadas”, es decir, plantas cuyas raíces ya llevan incorporado el hongo que luego ha de dar la trufa. Aún así, la producción es corta e incierta, porque el desarrollo de la trufa, aunque inducido, es plenamente natural y dependiente de los factores climatológicos habituales.
      Y ya para finalizar, un apunte más de advertencia, y un truco.
      La advertencia es que no hay una sola variedad de trufa negra sino muchas, y la intensidad de su sabor, y principalmente de su perfume, se ofrece en un amplio margen de gradaciones. La recolectada en invierno –hablamos siempre de trufa negra- es la mejor, de lo que se infiere que, para un consumo en fresco, sea mejor opción elegir una congelada, o enlatada, de invierno, que una fresca de la variedad de verano. En todo caso, una u otra siempre serán preferibles a las negras importadas de China que últimamente proliferan en nuestros mercados, muchísimo menos aromáticas que las nuestras, y a un precio considerablemente inferior.
      Ah, y el truco: si se deciden a comprar unas trufas, háganlo con antelación suficiente a la previsión de su consumo, y aprovechen ese tiempo para guardarlas en un frasco grande de cristal, de esos de cierre hermético, con la compañía de tres o cuatro huevos. Con poco más de doce horas será suficiente: verán que luego esos huevos, al cocinarlos, por ejemplo en tortilla francesa, realzan deliciosamente su sabor con un delicioso y sorprendente perfume...Buen provecho.
...Y un vino:
 
Viña Vial (Banda Roja) - Bod. Paternina-D.O.C. Rioja
 
      Poca importancia tendrá, sin duda (pero me lo pide el cuerpo, ¡qué es Navidad!), que empiece por contarles aquí y ahora que este clásico entre los clásicos Viña Vial, el eterno "Banda Roja", es uno de mis vinos preferidos. Le tengo, sí, un afecto muy particular, así sólo sea porque fue el vino que, indefectiblemente, adornó la mesa de mi Nochebuena familiar en los años de infancia y juventud. Lo que sí es importante es reconocer en este reserva de la Bodega Paternina, uno de los pioneros en el descubrimiento exterior de la calidad de los vinos hispanos. Cuando apenas ninguna marca española "viajaba", ya lo hacía, y con notable éxito, este "Banda Roja", y siempre asociado a ese fundamento de prestigio y calidad, siempre garante, de un vino de la más nobilísima factura. Un tinto elaborado sobre la base de una ajustada combinación de los tres varietales más nobles e históricos de nuestra Rioja: tempranillo, mazuelo y garnacha; criado en barrica de roble americano durante 24 meses, y repulido luego en la botella, para ofrecernos toda su genuina fragancia, sabrosura y elegancia, con la madera perfectamente ensamblada, y un paso en boca de muy agradable sensación.
 
Precio: 7,10 €
 






Y de postre, una receta...:

Pularda trufada al vapor (Rte. La Cote d'Or - Saulieu [Francia])

Ingredientes (para 4 personas): Una pularda (*) de 1,8 kilos ; 20 gr. de trufas; 15 cl. de jugo de trufa; 2 litros de caldo de ave; 15 cl. de jugo de rabo de buey; 5 cl. de coñac; 5 cl. de vino de Madeira; 15 gr. de mantequilla; 180 gr. de arroz; sal gorda; pimienta.
(*) Podría igualmente hacerse con un capón

Preparación: Veinticuatro horas antes dispondremos la pularda, haciendo en las pechugas y los muslos varias incisiones en las que introduciremos finas láminas de trufa. Aparte, en un cazo calentaremos el coñac y el Madeira para que reduzca el alcohol, incorporando luego el jugo de trufa. Con este líquido impregnaremos bien la pularda (a la que habremos atado con cuidado), que permanecerá en la nevera durante esas veinticuatro horas, dándole la vuelta de vez en cuando para que se impregne bien de los jugos.
      Ya el día de su degustación, mezclamos en una olla el jugo de rabo de buey y el caldo de ave, y dejamos que hierva. Al tiempo, en el fondo de esa olla habremos colocado un soporte (un trípode o similar) para que la pieza, ya salpimentada, se haga, a fuego lento y por el sólo efecto del vapor, sin contacto directo con el caldo, durante una hora y media, aproximadamente. Hacia el final de la cocción, hervimos el arroz. Cuando esté hecho, lo escaldamos en agua fría, lo escurrimos bien, y lo salteamos, también a fuego muy moderado, en mantequilla, junto con el resto de la trufa, picada en trocitos muy pequeños. Al emplatar, sazonamos la pularda con sal gorda, y regamos  el arroz de guarnición con el jugo de los vinos reducidos que nos quedó de la maceración en la nevera.