domingo, 15 de julio de 2012

Rosalía

      Se cumplen hoy, 15 de julio, 127 años de la muerte de una mujer extraordinaria, además de una poetisa excelsa. Se llamó Rosalía, y ese sólo enunciado es suficiente para que todos los gallegos reconozcamos en él, de inmediato y sin excepción alguna, el sentimiento propio que se le tiene a una madre. Sí, porque, aunque resulte cursi, tal es la mejor definición, en estricta verdad, del vínculo que Rosalía de Castro logró fecundar de manera indeleble y permanente con su poesía entre sus paisanos.
      Y no sólo por su magistral oficio en el manejo de la métrica, incomparable. Ni siquiera por el honor que le cupo de redescubrir y forjar nuestro idioma, la lengua gallega, durante siglos denostada y arrumbada, sino, fundamentalmente, porque nadie como ella supo calar y denunciar, con tan amoroso afán, en la lacerante condición que por entonces, en su tiempo, sufría el pueblo gallego, al menos la inmensa mayoría de los campesinos y pescadores, secularmente anclados en la miseria, de la que sólo podía salvarles la incierta y penosísima vía de la emigración.
      Rosalía de Castro vino al mundo en Santiago de Compostela el 24 de febrero de 1837. Un año antes había nacido en Sevilla Gustavo Adolfo Bécquer. Andando el tiempo, ambas personalidades, Rosalía y Bécquer, vendrán a cancelar el Romanticismo español, del que ellos dos serán sus figuras más señeras y representativas.
      Más, a diferencia del sevillano, que tuvo una infancia feliz y en nada traumática, Rosalía nació marcada por lo que en aquellos días era un gravísimo estigma: era hija de soltera; y más y peor, su padre era un cura, un sacerdote. La de los Castro era una familia de ínfulas, de granada hidalguía en la capital compostelana, y el baldón de aquel nacimiento hubo de llevarse con vergüenza y clandestinidad. “Hija de padres incógnitos” se escribió en su registro bautismal, adonde la llevó, en horas aún de madrugada, una sirvienta de la casa, que ejerció como madrina. Para evitar el escándalo, no volvió a casa la recién nacida, yendo a la de aldea de una hermana de su padre que la acoge. Allí pasará sus primeros años, hasta que al fin la madre, María Teresa de la Cruz de Castro y Abadía, reconoce a su hija y le da su apellido. La futura poetisa será desde entonces, Rosalía de Castro.
Casa-museo de Padrón
      El reconocimiento familiar propicia a la niña/joven Rosalía, además del cariño natural –que nunca le faltó- la educación a la que por entonces sólo pueden acceder los hijos de familias acomodadas. La de Rosalía, además –los Castro- figura entre las de mayor barniz cultural de la ciudad, con contacto y amistad con los círculos de la burguesía local en los que empieza a asomar un tímida conciencia galleguista; o no tan tímida, porque entre los allegados de la casa se encuentra el gran bardo Eduardo Pondal, cuyas composiciones, beligerantes en la reivindicación del irredentismo de Galicia –uno de sus poemas, “Quéixume dos pinos” es letra hoy del “Himno gallego”- habrían sin duda influenciado en la vocación poética de la joven Rosalía, quien manifiesta esa aptitud desde sus años adolescentes. Años en que su vida discurre a caballo entre el ambiente urbano –así sea de rancio provincianismo- de Compostela, y las frecuentes idas a la aldea padronense, donde no puede por menos que escandalizarse y apiadarse de las durísimas condiciones en las que viven los famélicos campesinos, y entre ellos, y aún peor y más desesperada, la extrema sumisión que sufren las mujeres.
Dormitorio de la casa-museo
      Con la imagen de la terrible hambruna que las malas cosechas habían provocado en los tres últimos años, en 1856 Rosalía de Castro se traslada a Madrid, para vivir en casa de su tía Carmen Lugín de Castro, madre que será del escritor Pérez Lugín, autor que fue años más tarde de famosa “La casa de la Troya”. El motivo del viaje de Rosalía a Madrid no está muy claro, y probablemente obedece a varias razones: una, sin duda principal, su ambición literaria y el afán de aproximarse a las corrientes más efervescentes de la capital; otra, no menos co-causal, alejarse de la perenne humedad gallega, para aliviar en la seca meseta castellana la latente tuberculosis que tanto incide en su siempre precaria salud.
Rosalía, en foto de estudio
      A través de los años se ha fomentado la imagen estereotipada de una Rosalía introvertida, permanentemente imbuida de melancólica tristeza y de “dolor de vivir”. Bien puede ser que tal fuera su condición en el último tramo de su vida, cuando la enfermedad y un panorama matrimonial no muy satisfactorio, acabaron por doblegar su espíritu y abocarlo al pesimismo. Pero no fue así siempre, ni mucho menos. En la etapa en la que todavía estamos, joven y soltera, y recién llegada a Madrid, logra de inmediato relacionarse e integrarse con un grupo de escritores y poetas, quienes acogen con entusiasmo sus composiciones –todavía en castellano- y hacen posible que éstas vean la luz en forma de libro, bajo el título de “La flor”.
Rosalía, Murguía  y sus cinco hijos
      La aparición de este primer poemario fue comentada con ditirámbicos elogios por el periodista de “La Iberia” Manuel Murguía, gallego como Rosalía, también santiagués de origen, e igualmente implicado en sueños literarios, si bien los de Murguía habían al fin de encauzarse por la vía del ensayo histórico. Acendrado galleguista, Manuel Murguía, con el que Rosalía se casará en Madrid el 10 de octubre de 1858 tras menos de un año de noviazgo, ejercerá siempre como favorable impulsor de la carrera poética de su mujer. Rosalía, a la vez que se va cargando de hijos –hasta 5- habrá de seguirle en azarosa vida, incluida una etapa de destierro en Extremadura. Murguía ejercerá como director del Archivo Histórico de Simancas, para pasar luego a ejercer la dirección del Archivo General de Galicia, y a figurar como uno de los intelectuales fundadores de la Real Academia Gallega.
      Hasta 1871, quince años después de su viaje a Madrid, no logra Rosalía volver a afincarse definitivamente en Galicia, meta ésta que había pasado a ocupar un interés principal en su vida. Con lo ganado de oficio en el arte de escribir y la nueva emoción del reencuentro, en 1863 saca a la luz su primer libro de poesía gallega, el trascendental “Cantares Gallegos”, en el que Rosalía recrea con magistral sensibilidad el paisaje, el dolor, la alegría, la tragedia de la emigración, el folklore y la saudade. En definitiva, la epopeya popular de las gentes sencillas de su tierra, en versos llamados a ejercer como sagrada reivindicación del pueblo galaico y de su lengua.
      Su segundo gran libro de poesía gallega lo publica Rosalía en La Habana, en 1880, bajo el título de “Follas Novas”. En él el costumbrismo sigue siendo fundamento argumental, pero ahora más hondamente trufado de dolor y de tristeza, la misma que se va adueñando de su alma. Tan sólo cinco años le quedan de vida. El cáncer ha asomado ya, y ella se aferra, para combatirlo, a la intimidad con sus gentes y su paisaje. Todavía publicará un último poemario, en castellano, “En las orillas del Sar”. Finalmente, la muerte acaba por vencerla el 15 de julio de 1885. Tan sólo seis años después de su muerte tiene lugar la gran reivindicación nacional de su obra y de su persona, al ser trasladados sus restos, en olor de multitud, desde el cementerio de Padrón al Panteón de hombres –y mujeres- Ilustres de Galicia, en Santo Domingo de Bonaval, en Santiago de Compostela, donde hoy se hallan y son venerados con el más acendrado respeto y reconocimiento –aquel que decíamos que corresponde a una madre- por todos los gallegos.








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