miércoles, 17 de noviembre de 2010

Destellos de Hollín (Pag. 48 a 58)


estirpe, sin que pueda buscarse otro referente anterior que lo explique, tuvieron fama de brujas.

      Angustias, es verdad, ejercía la nigromancia, y dispensaba también, por encargo, encantamientos y pócimas de la más variada especie, siempre inocuos, eso sí, elaborados con saludables hierbas del campo. Lo hacía sin fe, consciente del fraude, empujada más por la demanda que por convicción. La maldita herencia, se decía, que ya que no se puede truncar, por lo menos que sirva para ganar unas perras.

      Daniel y Melchora, empujados por el lacerante reproche de la mirada de don Graciano, tanto más inhóspita cuanto más se hacía evidente en la joven el trazo fecundo de su creciente orondez, marcharon también a Madrid, apenas cinco meses después de haberse casado. Indalecio les acogió en la capital con absoluto entusiasmo. Se sentía feliz y descargado con la constatación de la eficacia germinal de su hermano pequeño. A pesar de vivir sin tiempo, en un frenesí laboral vertiginoso que le llevaba, de dependiente-repartidor en un ultramarinos, mañana y tarde, a camarero, de cinco a nueve y media de la mañana, en la cantina de la Estación del Norte, y ocasional ayudante de cocina, los domingos y festivos, en los “Salones Flor de Azar”, bodas y banquetes, sacó aún tiempo Indalecio para buscar, con afán selectivo, el mejor empleo que cupiera imaginar para el trío de recién casados. Una oportunidad, que el destino favoreció muy prontamente y, además, suerte y azar que así lo quisieron, puerta con puerta.

      El negocio vecino al ultramarinos, en la calle Hileras, semiesquina a Arenal, cogollo castizo de la Villa y Corte, era una vieja casa de rancia solera. “Ornamentos Izaguirre”, rezaba, nunca mejor dicho, el luctuoso cartelón de su fachada, dibujado en letras góticas con sobria orla de plata. Debajo, en su amplio escaparate, se exhibían, con ordenada pulcritud, una amplia muestra de cálices y custodias de diversos estilos y diferente acabado, desde el propio de una catedral hasta el sencillo adecuado a una capilla de barrio. La composición de la muestra se completaba con amitos, estolas y cíngulos, repartidos aquí y allá, un par de imágenes de vírgenes de pequeño tamaño, y en el lugar destacado, centrando la visión del escaparate, una soberbia capa pluvial recamada en oro y flores polícromas.

      Doña Ramona Leralta, desde hacía poco viuda del malogrado don Aniceto Izaguirre, llevaba ahora sola el negocio con abrumador esfuerzo, de ahí que acogiera como agua de mayo la sugerencia que le planteó Indalecio de emplear a su hermano recién llegado. E hizo más doña Ramona. Calculó y sopesó, y contrató al matrimonio completo, en lote, casi por el mismo precio, Melchora para la casa, y Daniel para el comercio. En su conciencia, además, doña Ramona llegó a convencerse, con gran consuelo de espíritu, de que en el trato había habido por su parte mucho de caridad cristiana, y así se encargaba de recordarlo, con harta frecuencia, en cada ocasión en la que el inminente vencimiento de un pago encrespaba sus ácidos estomacales, o cuando, en la permanente revista diaria, descubría el más mínimo fallo de orden, o el despiste intolerable de la evidencia de una mota de polvo. Sin embargo, más cierto sería reconocer que en la propuesta vio la viuda el cielo abierto; y hasta, llegó a pensar, el amparo mediador de su difunto marido, que desde el más allá acaso terciaba así en el destino para aliviarle el peso de tanta ausencia. Desde luego, consideró la vieja muy positivamente la circunstancia de que Daniel fuese hermano de Indalecio, al que tenía por ejemplar trabajador y modelo de seriedad, y acabó de convencerse aún más cuando supo que el recién llegado, sin malear todavía, pensó, había sido seminarista, lo que le hacía perfecto para el negocio, al suponer la vieja, con bastante razón, que de tal experiencia cabía inferir en el joven un conocimiento cuasi profesional de la nomenclatura y usos de tan peculiar mercadería, además de una adecuada disposición para el trato directo con unos clientes sin duda alguna especiales, como lo eran párrocos, abadesas, canónigos, sacristanes y demás jerarcas del clero.

      Y no erró doña Ramona en su apreciación. En menos de un año Daniel ya llevaba prácticamente solo el negocio, y el nivel de las ventas crecía casi en la misma proporción que la confianza y cariño que doña Ramona dispensaba a la pareja, y éstos a ella, hay que decirlo, en justa reciprocidad. El aglutinante motor de esa creciente familiaridad lo puso el nacimiento y crianza de Tomás Almendrilla, al que doña Ramona acogió como un nieto regalado.

      Diez años después, todo había cambiado y madurado para bien y mejor. Melchora se sentía feliz, y más ama que criada. Daniel otro tanto, revestido para sí de todas las responsabilidades y zozobras que atañen a un empresario comerciante, aunque formalmente no lo

fuera. Doña Ramona, a su vez, vivía en plenitud de dicha, gozando la luminosa familiaridad que había regenerado su casa, y entregada en cuerpo y alma a los caprichos y mimos que prodigaba a Tomás, su nieto postizo. Todo, en fin, marchaba divinamente, a qué extenderse. Todo en paz y orden, progresando. Hasta la noche de aquel fatídico 16 de noviembre de 1967, de los santos Edmundo, arzobispo, y Elpidio, mártir, cuando el divino fuego vino a resolver en tragedia la sacrílega osadía del trío.

      El niño Tomás se salvó por los pelos. Y tanto que sí, porque fue así, tirando a tientas de su cuidada melena, como uno de los bomberos actuantes, en medio de la negra humareda, logró rescatarlo del fondo de la cama, donde, acurrucado bajo las mantas, se había refugiado el chaval, mudo de espanto. Ellos, Daniel, Melchora y doña Ramona, perecieron abrasados, consumidos en la infernal fogata que su inconsciente y temeraria locura había provocado.

      La referencia periodística del suceso, y la investigación policial y judicial subsiguiente, resolvieron, sin mayores profundidades, que la causa del trágico siniestro había sido la fatal concatenación de dos factores: por un lado, la emanación de gases del brasero, bajo la mesa camilla, que les dejó inconscientes; y por otro, simultáneamente, el incendio de la estufa de keroseno, que no pudieron atajar en su amodorrante ausencia. Pero no fue así, sino peor y más grave.

      Lo sucedido realmente, que el niño vio en su comienzo, espiando tras la puerta antes de acostarse, y que luego calló y no llegó a entender hasta muchos años más tarde, fue la consecuencia de otra bien distinta concatenación, cien veces más peligrosa e impredecible: la obsesión vesánica de una vieja, por una parte, y la ignorante insensatez de una joven lunática, por otra.

     Ocurrió que, al paso de la confianza, poco tiempo después de iniciar la convivencia, su anfitriona confesó a Daniel y Melchora lo que éstos ya sospechaban casi desde el primer día de entrar en la casa: que doña Ramona ensayaba prácticas espiritistas, en un loco afán por contactar con su difunto Aniceto, que tan huérfana la había dejado. Esta era la insensata obsesión que obnubilaba a la vieja.

      La cosa no pasaba, en un principio, de extrambóticas invocaciones salpicadas de latinajos en la penumbra del gabinete, con dos cirios encendidos sobre la mesa camilla, y un hilo de humeante sándalo como todo atrezzo. Pero estas cosas, como siempre ocurre cuando hay fe y se fracasa, bien se sabe, de ahí su peligro, sólo hacen que ir a más. Y cuanto más huidizo se mostraba el difunto Izaguirre, más empeño y parafernalia disponía en contactarlo doña Ramona. Así fue como, ganando cada vez más desquicio su locura, revisando libros prohibidos y recogiendo consejas de aquí y de allá, como material no le faltaba, dio con el tiempo la vieja en transformar el doméstico gabinete en verdadera capilla heterodoxa, irreverente, escandalosa y herética. Un cromo de espeluznante presencia que en la complicidad de los tres mantenían oculto a las visitas y también al niño, muy particularmente al doncel Tomasito, por la caridad de no traumatizarle de por vida.

      Lo que pasó, pasó porque tenía que pasar, que el destino es muy dueño y así lo había dispuesto, cierto que sí. Pero también convendrá anotar y dejar dicho, en honor al buen nombre y mejor memoria de Daniel y Melchora, que en el sacrílego disparate que indujeron no hubo maldad consciente, sino más bien ganas de dar consuelo a la empecinada exigencia de doña Ramona.

      Daniel tuvo la culpa, el día en que su bocaza soltó a doña Ramona el secreto más vergonzante de su esposa. Melchora bien le había advertido y suplicado mil veces que no mencionara, en ningún caso y bajo ninguna circunstancia, su ascendencia brujeril y el estigma de “las Gabachas”. Pero Daniel, por presumir y darse importancia, ahora una clave, luego una pista, acabó largándole todo, y más aún de su invención, a doña Ramona, que no paró desde entonces de presionar a Melchora para obligarla a ensayar algún rito aprendido en su hermético acervo.
      Melchora vivía, pues, agobiada por no poder complacer a aquella señora que tan buena era con ellos y que tanto quería al niño. Pero lo cierto es que nada sabía de fórmulas ni sortilegios, y mucho menos que fueran capaces de contactar con un difunto pertinaz como don Aniceto, contra el que tantos intentos anteriores habían fracasado. Consultó con su madre, y recibió la respuesta que esperaba: De verdad. De verdad -vino a decirla-, no hay en las maniobras más que cuento, mentira y engañifa. Cuando a veces funciona, que sí, que a veces sí, o es por casualidad o por el prodigioso e inexplicable portento de quien, queriendo, se engaña, y cree, y vé, y experimenta el milagro. Pero doña Ramona, en su urgencia, recibía cada vez peor las dilatorias excusas, e ignoraba y tomaba a mal y por desprecio las sinceras explicaciones que Melchora le daba acerca de la falsedad del presunto oficio heredado. La situación llegó a hacerse realmente embarazosa, y hasta a poner en riesgo el futuro y la permanencia del matrimonio en la casa. Asi que Daniel, visto el cariz, se vio obligado a tomar una determinación, y él mismo urdió y transfirió a Melchora la parafernalia que, al fin, habría de llevar a los tres a la presencia eterna de don Aniceto.

      Pensando en disponer el cuerpo del modo más propicio a los efectos deseados, desveló Melchora, por encargo de Daniel, que en el día señalado, en el punto y hora exacta de la puesta del sol, deberían los tres oficiantes, reunidos allí en místico círculo en torno a la mesa mediática, ingerir cada uno medio cuartillo de vino de consagrar, dispuesta cada ración formalmente en su correspondiente vinajera de fino e inmaculado cristal checo. Luego, cada hora, a intervalos precisos hasta la medianoche, deberían repetir la libación. Como complemento litúrgico para la ocasión, por dar empaque y contenido al ritual, ideó Daniel una jaculatoria supuestamente hermética de la que repartió a cada una su copia correspondiente. Preciosamente escrita en letras góticas, decía así:

 

“¡Questum vinum invocatum, Anicetum!.
... aceptan presentian nostram.
... (Bis).
Revivere sepulcratis et torna pronovis.
¡Prego!. ¡Prego!. ¡Prego!.
... Ad centrum... pa dentrum”.

      La sacrílega ceremonia, tras el increscendo preparatorio del trasiego de vinajeras -cayeron siete, desde las seis que empezaron, pues tan de huidizo es el sol en el horario de invierno- llegó a su momento álgido al punto de la medianoche, cuando, según el protocolo anunciado, vinieron los tres a sentarse en torno a la mesa camilla y dispusieron, con más ansia y algarabía de la que fuera tenida por prudente y seria para una ocasión así, la liturgia final, el acabóse capaz de traer en viva presencia al errabundo espíritu de don Aniceto Izaguirre.

      El punto de la apoteosis consistía en una queimada de aguardiente oficiada al centro, en un copón como recipiente crisol. Repartidos en la estancia, doce cirios aportaban la única tremulante luz adecuada al momento. Así sobrevino el desastre, que a los tres pilló beodos e inermes ...El aguardiente encendido que se desborda ...el precipitado y descoordinado recular que el susto provoca a continuación, y los cirios que caen prendiendo nuevos focos ...La estufa de keroseno que explota ...Y el caos, en fin, y la confusión del esfuerzo inútil por tratar de atajar sin orden lo que en pocos segundos deriva ya en pavoroso incendio. Daniel cayó derrotado muy cerca de la puerta, en el postrer esfuerzo de arrastrar el cuerpo inconsciente de su querida Melchora. Y doña Ramona expiró feliz en el trance más ansiado: en apacible y ajeno diálogo con su esposo, al que llegó a ver al fin nítidamente entre el refulgir de las teas encendidas.

***

      Al llegar al camposanto, Indalecio Almendrilla depositó con grave solemnidad su ofrenda floral sobre la tumba de sus deudos. Como cada año, desde la muerte de Daniel y Melchora, que allí reposaban ambos como inquilinos más antiguos, junto a don Graciano, ocupante más reciente, notó Indalecio de inmediato la pulcra limpieza que ofrecía toda la obra: el mármol de la lápida, reluciente; el Cristo de latón en la cruz del cabecero, perfectamente bruñido; y la hierba del sepulcral entorno cuidadosamente recortada. Angustias, la buena mujer, ya muy anciana, había estado allí antes.

      Con ceremonioso respeto, siguiendo la costumbre de todas las visitas anteriores, Indalecio se persignó y balbució un padrenuestro, observando al tiempo el entorno para asegurarse de estar solo y libre de miradas indiscretas que luego pudieran chotear lo que para él era el rito más sagrado de su cita anual: hablar a sus deudos a viva voz, como solía y gustaba, con entregada sinceridad, contándoles las novedades habidas desde la última ocasión, y rematando con el solemne compromiso que asumía en la confesión de los propósitos que allí quedaban sellados para el próximo ejercicio.

-- ...Bueno. Aquí estoy otro año más -empezó diciendo, tras el padrenuestro-. ...Ehh..., ya veo que Angustias se sigue ocupando bien de vosotros. Todo está perfecto. ...Aún no la he visto. Seguro que luego... Llegué ayer. Estoy en “La Camelia Blanca”, que está como siempre. Y el pueblo tampoco parece haber cambiado mucho en este año... Bueno... Esto.... El que sí tiene cambios que contaros soy yo... A tí, padre, te van a gustar mucho; lo sé. Verás..., ya está decidido: se acabó lo del bingo... Sí. Puedes creerme, definitivamente se acabó, de verdad...

      Como si aquel diálogo fuera real, y posible la réplica, dejó pasar Indalecio unos segundos calculados de incertidumbre, antes de continuar y aclarar su plan:
 -- ...Cierro el bingo, y voy a montar en el local un restaurante. Un buen restaurante. Ya tengo lo planos y todo el diseño ...Tomás aún no lo sabe, no se lo he contado todavía. También para él será una sorpresa, sí... Es espabilado el chaval. ¡Vaya que sí! ... Bueno, y de chaval nada, porque ya es todo un hombre... Y está cambiando mucho, sí señor...,pero mucho, de verdad. En los estudios no va mal, y cuando acabe la carrera podrá hacer buena ayuda en el restaurante.... Ahora me ayuda bastant...
      Cayendo de inmediato en la indiscreta gravedad a la que le llevaba su entusiasmo, Indalecio rectificó sobre la marcha, mintiendo con infantil disimulo: --Bueno, no... Quiero decir que me anima; me ayuda ... Sí, eso es, me anima mucho y me hace mucha compañía. Esa es la verdad. ¡Por el bingo apenas se asoma!... Además, no le gusta -volvió a mentir- ...Ya tiene sus novias, ¡y vaya si tiene éxito!....

      Temiendo volver a caer en inoportunas indiscreciones, Indalecio trató de recuperar seriedad y cambió de tercio: -- Bueno. A lo que vamos. Que tenemos que decidir algo importante: Para lo del restaurante traigo dos nombres... A ver cuál le ponemos. Hay que elegirlo ahora: uno es “Chez Graciano”... ¿Qué te parece, papá?...Es por ti... Lo de Chez es, como si dijéramos “Casa Graciano”, pero mucho más fino, ¿comprendes?... para que tenga nivel. Bueno, y el otro nombre, creo que tampoco está mal, a ver qué os parece: “El Figón de San Marcos”... Suena bien también, ¿no? ... Sí, creo que sí... Bueno, pues, si queréis, podemos hacer lo de siempre: Aquí tengo los papelitos...

      Lo de siempre no era otra cosa que un juego de azar que Indalecio dio en entender por oráculo de ultratumba el día en que, hallándose como hoy allí, de charla con sus deudos, y debatiendo con ellos si procedían mejor, en el único búcaro de la tumba, las rosas que él traía o los claveles que horas antes había dejado Angustias, habiendo apoyado en los dos brazos de la cruz de cabecera ambos ramos mientras limpiaba el recipiente, un golpe de viento vino a echar por tierra los claveles, e Indalecio despejó sus dudas: preferían las rosas... Desde entonces, los brazos de la cruz hablaban por los muertos y decidían la pertinencia o no de las cuestiones que les eran planteadas. Situaba un papelillo con la opción correspondiente anotada en cada brazo, y el primero que aventaba la brisa quedaba descartado, tal era la respuesta que Indalecio aceptaba y tenía por directamente emanada de la voluntad de sus difuntos. Años hubo en que la calma chicha del día, o la gran dificultad de la decisión requerida, retuvo a Indalecio pendiente de los papelillos más de una hora; pero hoy, por fortuna, el trámite se resolvió en apenas unos segundos: “Chez Graciano” salió volando casi en el mismo instante de tomar posición. Indalecio

agradeció la diligencia, ya que andaba un poco apurado, con el tiempo justo para la misa mayor, pero quedó también entristecido, porque entendió que aquella rapidez le indicaba que su padre rechazaba de plano cualquier implicación en el nuevo negocio, ya fuera sólo de nombre. Que seguía enojado con él, y que aún no le había perdonado.

      Sin llegar a rebelarse, que a tanto no llegaba la osadía de Indalecio, y aún aceptando la rotundidad del veredicto, esta vez no se dejó amilanar, y en un tono de brusca insolencia, dirigiéndose directamente al irreductible espíritu de don Graciano, encarando con valentía por primera vez su mirada con la amarillenta del viejo, en la foto ovalada que le recordaba al pie de la cruz, dejó fluir












No hay comentarios:

Publicar un comentario