lunes, 14 de noviembre de 2011

Torta del Casar, y otros quesos


      España contiene una riqueza de pluralidades tan diversas como probablemente ningún otro país dentro de la vieja Europa. En algunos lamentables aspectos -el provincianismo político, por ejemplo- ello es un problema; pero entendido desde la modernidad y la amplitud de miras, fuera de mezquindades y rencores cainitas, constituye esta peculiaridad, tal vez, nuestra mejor faceta de interés. La suma de conjunto de nuestra pluralidad regional conforma todo un mosaico patrimonial de acusadísimos contrastes, en lo etnográfico, en lo geográfico, en lo climático, por supuesto en lo lingüístico, y también, por lo que aquí y ahora nos afecta más directamente, en lo gastronómico.
      Véase, si no, el caso al que hoy vamos, el de los quesos. España es un paraíso quesero de primerísimo orden. Es verdad que el arraigo y el conocimiento “quesero” entre el pueblo, cuya traducción deriva en gusto y aprecio por disfrutarlo, se sitúa entre nosotros a años luz de nuestros vecinos franceses, pero también lo es que no les vamos nada a la zaga –y aún diría más, les superamos con holgura- en catálogo de tipologías distintas, muchas de ellas, que es lo importante, en términos de calidad excelente, cuando no extraordinaria.
      De vaca, de oveja, de cabra, en una casi infinita gradación de maduraciones, y de formas de presentación, y de artesanías locales de viejísima raigambre, sutilmente distintas unas, de marcada y hasta insólita diferencia otras.
     Entre los nuestros gallegos, dominio primordial del vacuno, cabe anotar entre los grandes los untuosos Ulloa, la suave lactosidad de los Tetilla, la gracia aromática de los San Simón, heridos así por el humo del vidueiro, que les hace sudar, o el exultante reboso ambarino de los Cebreiro, junto con la infinita variedad de los humildes “país”, artesanas tortas, cada una distinta a la otra en cada parroquia y hasta en cada “lugar”, de rústica y entrañable estampa, y de tan desmayada consistencia, por su extrema cremosidad y frescura, que requieren su enfajado con una tira de tela blanca para que mantengan la forma.
      También suele presentarse así, enfajado, en muchos casos, el queso del que hoy quiero contarles en particular, así sea sólo un apunte breve: la Torta del Casar, que no pocos expertos tienen por el mejor queso de España.
      Se trata de un queso muy peculiar y de notable originalidad, desde luego en poco o en nada parecido a ningún otro. Por fuera, la apariencia es común a la de otros muchos quesos semicurados de oveja, con su corteza ligera y fina, en tonos dorados. El milagro y la sorpresa está dentro, donde guarda una pasta fluida, en estado semilíquido, o semisólido, según se quiera decir, de intensísimo aroma y un gusto ligeramente amargo y algo salado.
      Lo curioso del caso de esta Torta extremeña, cacereña por más señas, hoy tan reconocida y codiciada en medio mundo, es que su origen procede de un fallo, de un error. Casar de Cáceres es un enclave situado a poca distancia, al norte, de la capital, en plena cañada por la que, en tiempos medievales, discurría el famoso cordel trashumante de las merinas. De esta raza española, tan considerada entonces, lo que los propietarios valoraban era fundamentalmente su lana, dejando a los pastores, como parte del pago por su trabajo, el aprovechamiento de la leche. Y éstos, con ella hacían quesos, que pretendían curar al modo ortodoxo y convencional, para que su provisión durara todo el año. Pero ocurría que, los que fabricaban en determinadas épocas, febrero y marzo, el arranque de la primavera, por razones que ellos ignoraban en aquel tiempo y que hoy sabemos proceden de la climatología especial del lugar, a más de la peculiaridad del cuajo vegetal que por esta zona se emplea, una variedad de cardo local, pues resultaba que un porcentaje de esos quesos se les arruinaban, porque no llegaban a completar su maduración interior: se hacían “tortas”. Ello obligaba a su consumo inmediato, más bien a disgusto, dentro de la propia familia o regalando aquel contrariado “fallo” a parientes o amigos, para que asi pudiera al menos aprovecharse antes de que se echara a perder definitivamente.
      Y así pasaron años, e incluso siglos, hasta que en el último tercio del pasado, anteayer como quien dice, gastrónomos, restauradores y críticos, empezaron a valorar y a cantar las excelencias sublimes de estas “tortas” que nunca llegaron a ser queso. De aquel secular fallo, ahora virtud, hoy en Casar de Cáceres, ya normalizado y sistematizado el error natural, todo son Tortas; de las que éste, su amigo que suscribe, ha tenido ocasión reciente de catar unas cuantas, invitado por el Consejo Regulador de la Torta del Casar, interesado en someter al grupo de periodistas que concurríamos al escrutinio el ver con qué vino marida mejor la susodicha Torta. Ya les anticipo que el resultado final fue con un Pedro Ximénez, pero dejo para una próxima ocasión, si bien les viene, el detalle del lance y los porqués. Buen provecho.



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