En estos tiempos en los que no hay nada sin precio, llama la atención -aunque probablemente muchos de ustedes no hayan reparado en ello, en esa singularidad- que en nuestras verdulerías populares y mercados de barrio persista la hermosa costumbre, de imposible datación en cuanto a su fecha de origen, de regalar a quien lo requiere para el aderezo doméstico, unas hojas de laurel, o un ramillete de perejil.
Es ésta una costumbre ciertamente curiosa, y muy española, porque han de saber que en otras latitudes, donde lo uno y lo otro también se usa con profusión en sus respectivas cocinas, por ejemplo en Italia, o en Alemania, o al otro lado de los Pirineos en la de nuestros vecinos franceses, laurel y perejil por supuesto que se cobran... De ahí tal vez que hagan lo propio, es decir, cobrarlo, renunciando a la tradición hispana, los grandes supermercados, que, como bien se sabe, son casi todos ellos franceses de origen y capital. Sin embargo, entre los minoristas de barrio, la costumbre se mantiene, por fortuna. Y bueno será reconocerlo y agradecerles que persistan en ella aunque les cueste algo, porque, efectivamente, lo curioso es que a ellos no se lo regalan, sino que en su mayoría lo compran, para regalárnoslo a nosotros después. Fíjense en el dato curioso, y más aún teniendo en cuenta esa nula rentabilidad económica: en Mercamadrid, a lo largo del año se venden más de 2.000 toneladas de perejil.
Pero, vayamos con el laurel, que es una planta de remotísimos orígenes, y probablemente una de las pocas –al igual que el perejil, por cierto- de solar primigenio europeo. Su aprecio, no sólo culinario, tiene hondísimas raíces. Los clásicos griegos atribuían al laurel el poder de la profecía; y también un sinfín de virtudes terapéuticas. El propio Esculapio, dios de la medicina, solía representarse adornado con una corona de laurel. Laureles también para los triunfadores de los Juegos, en tanto que símbolo de la consagración de la gloria.
Pero todo eso es historia. Hoy el laurel ha quedado fundamentalmente relegado a su uso culinario, como adorno de aroma para infinidad de preparaciones, desde los escabeches a los estofados. Su uso, con todo, debe ser comedido. Mucho más, desde luego, que en los recetarios antiguos, donde llama la atención su presencia abusiva; lo cual, entonces, tenía su razón de ser, ya que el fuerte sabor y aroma que procura el laurel resultaba ideal para enmascarar, en aquellos platos de antaño, las frecuentes deficiencias de conservación de muchos productos perecederos que los integraban.
Pero, vayamos con el laurel, que es una planta de remotísimos orígenes, y probablemente una de las pocas –al igual que el perejil, por cierto- de solar primigenio europeo. Su aprecio, no sólo culinario, tiene hondísimas raíces. Los clásicos griegos atribuían al laurel el poder de la profecía; y también un sinfín de virtudes terapéuticas. El propio Esculapio, dios de la medicina, solía representarse adornado con una corona de laurel. Laureles también para los triunfadores de los Juegos, en tanto que símbolo de la consagración de la gloria.
Pero todo eso es historia. Hoy el laurel ha quedado fundamentalmente relegado a su uso culinario, como adorno de aroma para infinidad de preparaciones, desde los escabeches a los estofados. Su uso, con todo, debe ser comedido. Mucho más, desde luego, que en los recetarios antiguos, donde llama la atención su presencia abusiva; lo cual, entonces, tenía su razón de ser, ya que el fuerte sabor y aroma que procura el laurel resultaba ideal para enmascarar, en aquellos platos de antaño, las frecuentes deficiencias de conservación de muchos productos perecederos que los integraban.
¿Y del perejil, qué decir?... Pues, mucho de lo mismo. También es aderezo de uso antiquísimo en las cocinas de toda Europa. Dicen los botánicos que su tierra originaria es Grecia, o tal vez la isla de Cerdeña, donde viejísimas monedas le exhibían como símbolo gráfico. Al igual que el laurel, el perejil también sirvió de adorno para las testas clásicas, ya que se usaba de él, liado en forma de corona, para adornar las cabeza de los comensales invitados a los grandes ágapes romanos. Su nombre, perejil, viene de la palabra latina “petroselium”, que a su vez traduce fonéticamente una palabra anterior, griega, cuyo significado era “hierba de las rocas”... no se sabe si porque, efectivamente, el perejil crece en cualquier lugar que tenga un poco de tierra y de sol, incluidos los roquedales...o porque, según la medicina clásica, tenía fama muy acreditada como remedio contra las piedras del riñón. En todo caso, acreditado queda que el perejil tuvo aprecio culinario desde los tiempos más antiguos, y en todas las latitudes, desde las cocinas mediterráneas a las más septentrionales del norte escandinavo. Desde entonces sigue siendo la hierba más popular, gastronómicamente hablando. Su concurso es esencial en casi todos los guisos, y en algunos hasta protagonista básico, como en nuestra muy hispana “salsa verde”, o en los no menos hispanos “boquerones en vinagre”, tan amenazados, por cierto en estos días, por ese gusanillo sátrapa traidor llamado anisakis. Que ustedes lo aderecen bien y, como siempre, buen provecho.
Estupendo artículo, Manolo. Me lo llevo descaradamente como colaboración para mi blog. Lo publicaré mañana. Gracias
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