Así lo definió Brillat-Savarin, “gallo de indias”, porque de allí nos llegó, del Nuevo Mundo, probablemente enjaulado entre los presentes que Hernán Cortés le trajo al Emperador Carlos tras su gesta mejicana. Otros apuntan que no fue el extremeño sino los jesuitas quienes hicieron ese primer traslado a Europa. En cualquier caso, fuera uno, o los otros, lo cierto es que a este Viejo Continente llegó el pavo en equipaje español.
Hoy en día, y desde al menos el siglo XVIII, sobre esta realidad cierta -del origen americano del pavo- no cabe la menor duda. Antes sí, anotemos, hubo cierta polémica, porque algunos zoólogos defendían una presencia en Europa anterior, afirmando que el tal pavo ya se conocía en los tiempos más remotos, fundamentando esa creencia en viejos testimonios, como el que afirma que en la boda de Alejandro Magno se sirvió pavo; que Sófocles, en una de sus tragedias perdidas, pone en escena un coro de pavos; o que el romano Plinio dejó cuenta escrita de cómo los más sibaritas y glotones emperadores solían degustar en sus pantagruélicos banquetes grandes cantidades de lenguas y sesos de pavo. Y, ciertamente sí, éstos y otros muchos testimonios antiguos dan cuenta del añejo aprecio por el pavo; no obstante lo cual, hoy es creencia común que aquel pavo de referencia clásica no era tal pavo, el nuestro de hoy conocido, sino probablemente pintada africana, o tal vez pavo real, que éste sí se conocía, y tiene clara filiación asiática. Lo cierto es que, históricamente, desde aquellos tiempos clásicos no volvió a repetirse el equívoco, y las fuentes medievales, cuando cocinan pavo, siempre hacen referencia, inequívocamente, al pavo real. De hecho, esa costumbre y afición pasó al olvido eterno cuando, a partir de tercera década del siglo XVI, llegó a los fogones el pavo americano, muchísimo más tierno y sabroso en su carne que el correoso pavo real, o que el bello cisne, igualmente amargo y coriáceo al paladar, que también solía cocinarse antes de la venida del pavo americano.
En orden a su promoción culinaria, que en Europa fue fulminante, el mérito corresponde -en esto sí, sin ninguna controversia- a los jesuitas, que desde muy pronto lo aclimataron en sus colegios. Una granja suya, cerca de Burdeos, produjo los primeros pavos para la Corte. Y a tal punto llegó, en Francia, a hacerse popular esta vinculación tutelar de los hijos de Loyola con la novedosa gallinácea, que durante los primeros años, de manera un tanto irrespetuosa, los pavos fueron conocidos allí, también, con el nombre de “jesuitas”. En la boda de Carlos IX de Francia, celebrada en 1570, ya se incluyó el pavo entre las muchas carnes que se sirvieron en el banquete nupcial, lo cual prueba el temprano prestigio adquirido por el ave.
En lo que hace a nuestro país, la receta más antigua que nos ha llegado data del año 1599, y es su autor Diego Granado, quien reseña una complicada salsa de pavo en su Libro del Arte de Cocina.
En cuanto a la vinculación del pavo con la Nochebuena española, la fecha no puede precisarse, pero a buen seguro que es bastante más tardía, probablemente a partir de la segunda mitad del siglo XIX, cuando el pavo da el salto de las mesas reales, aristocráticas y cortesanas, a las de la alta y media burguesía. Muy probablemente influyó en esta adopción el hecho de ser el pavo, además de un bocado sabroso, particularmente si se adereza con un buen relleno, una propuesta de buen tamaño, lo que lo hace muy apropiado para estas celebraciones que reúnen siempre un gran número de comensales.
En su procesado al horno, la habilidad del cocinero/a es de vital importancia, para paliar en lo posible la tendencia que el pavo tiene a resultar seca o poco jugosa su carne. Fundamental es un buen control del fuego, que ha de ser moderado, remojando el asado con mucha frecuencia con la salsa y el aliño que va cayendo a la bandeja. Relleno con castañas y una mezcla hecha con picadillo de ternera, dados de jamón, miga de pan mojada y un poco de jerez, resulta estupendo; y más y mejor aún si se acompaña el servicio con un buen puré de manzana reineta. Por supuesto que trufado, es decir, incorporando trufas al relleno, se hace un plato excelso. Y tampoco está nada mal si el añadido se hace con ciruelas y piñones.
Uno de los grandes escritores gastronómicos del XVlll francés, Grimod de la Reynière, adoraba el pavo, particularmente en su versión “trufada”. De no poder degustarlo así, Grimod aceptaba el simple asado, aunque no toda la pieza por igual. Para él, la parte más exquisita, con mucha diferencia, era el triángulo resaltado final donde el lomo pierde su honesto nombre. A la tal porción, Grimod la había bautizado como “sot-l’y-laisse”, algo así como “tonto el que lo deja”.El codiciado bocado que el gran Grimod bautizó como "sot-l'y-laisse" |
Al respecto, se cuenta una graciosa anécdota, que habla bien a las claras del entusiasmo con que se las gastaba este personaje en su afición culinaria, y la impronta que, de tal, supo imprimir a su propio hijo.
En una de sus escapadas al campo, en las afueras de Paris, Grimod de la Reynière se vio sorprendido por una tormenta, y hubo de hacer parada en una posada del camino. Al entrar, preguntó al posadero qué tenía para ofrecerle, pero éste le contestó que se había quedado sin nada absolutamente. El viajero pidió entonces entrar en la cocina para calentarse, y cuál no sería su sorpresa cuando advirtió que en el hogar se estaban dorando lentamente siete hermosas pavas. Inmediatamente se encaró con el posadero:
-¿No me habéis dicho que no tenéis nada para comer?
- Y efectivamente así es -le contestó el posadero-. Estas pavas están encargadas. Y bien de veras que lo siento, señor.
-¿Tenéis, por lo tanto, un banquete?
-En absoluto, señor -contestó con tímida voz el hotelero-. Estas pavas son para un joven que ha llegado de París, y que está esperando en el comedor.
Grimod se escandalizó y, picado en su amor propio, quiso conocer inmediatamente aquel personaje de apetito tan desaforado. Y cuál no sería su sorpresa al llegar al comedor y encontrarse allí con su propio hijo, sentado ante el fuego, dedicado al aperitivo menester de afilar los cuchillos para trinchar.
-Pero, hijo mío, ¿sois vos quien se va a comer estas siete pavas? -preguntó, asombrado, el gastrónomo.
-Comprendo, señor -le respondió su hijo-, que estéis sorprendido de la falta de refinamiento, tan indigna de mi nacimiento, pero es que no había otra cosa en esta maldita hostería.
-Pero es que yo no os reprocho -contestó Grimod, aún más sorprendido- que comáis pava; lo que os reprocho es que comáis siete ...
A lo que el hijo le respondió:
-No hago, señor, sino seguir vuestros consejos. De la pava asada sólo es bueno el pedazo, de forma mitral, que vos llamáis “sot-l'y-laisse”, y he hecho poner las siete pavas para tener catorce de estas breves y exquisitas porciones.
Grimod no tuvo más remedio que rendirse ante la teoría de su hijo y, juzgándole lleno de buen sentido, sólo requirió poder acompañarle en la comida.
Pavo trufado (versión de Javier Oyarbide) |
En España, en los años de la I Guerra Mundial los pavos se vendían a duro, de donde procede la costumbre de dar el nombre de pavos a las monedas de cinco pesetas.
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