domingo, 17 de julio de 2011

Sardinas de don Julio

    
   Mi muy ilustre paisano Julio Camba (Vilanova de Arousa, 1884-Madrid, 1962) tenía un envidiable y prodigioso talento para aunar en sus escritos finura y originalidad literaria, con altas dósis de chispa, ironía y sano humor. Es decir, según mi modesto entender, la fórmula perfecta para poder aspirar, con la pluma, a ocupar plaza de memoria indeleble en el Parnaso de una lengua.
       En 1929 sacó a la luz un libro delicioso, que hoy es todo un clásico de consulta obligada -y frecuente, por placer de lectura- para todos los amantes de lo gastronómico: "La Casa Lúculo o El Arte de Comer". De esta obra esencial rescatamos hoy para su repaso y disfrute, ya que andamos en el tiempo de la referencia "sardinera", el delicioso texto que a este pez le dedica, en el apartado correspondiente, bajo el título de...

LECCION SOBRE SARDINAS

      Preveo que voy a quedar muy mal. En todos los libros de cocina, al llegar al capítulo de los pescados de mar, se encarece ante todo la finura del lenguado, la delicadeza del rodaballo, etc. Por mi parte no tengo nada que decir contra estos estimables acontopterigios, que pueden ponerse en todas las mesas, así como las novelas de don Ricardo León pueden ponerse en todas las bibliotecas. Son pescados muy ricos, sin duda alguna, pero no creo que ninguno de ellos logre inspirar jamás una verdadera pasión. ¿Se imaginan ustedes a alguien, por ejemplo, cometiendo una estafa para comer lenguado o rodaballo?
      Pues bien; yo, cajero hipotético de una sociedad cualquiera, sería capaz de fugarme un día con los fondos confiados a mi custodia nada más que para irme a un puerto y atracarme de sardinas. Una sardina, una sola es todo el mar, a pesar de lo cual yo le recomendaré al lector que no se coma nunca menos de una docena; pero vea cómo las come, y con quién las come. No se trata precisamente de un manjar de buena compañía, sino más bien de eso que los franceses llaman un petit plat canaille. No es para tomar en el hogar conla madre virtuosa de nuestros hijos, sino fuera, con la amiga golfa y escandalosa. Las personas que se hayan unido alguna vez en el acto de comer sardinas, ya no podrán respetarse nunca mutuamente, y cuando usted, querido lector, quiera organizar una sardinada, procure elegir bien sus cómplices.
Edíción 1929
      Yo suelo comer sardinas todos los años en Galicia, donde me las asa Pepe Roig, el boticario de Villanueva de Arosa. Si usted quisiera que Pepe Roig le confeccionase unas píldoras, yo le daría con mucho gusto una recomendación para él; pero si quiere que le ase unas sardinas, no le hace falta a usted recomendación alguna.
      Todos los días, durante el verano, le llegan a Pepe Roig gentes de Cambados, de Pontevedra, de la Puebla y de Portosín, que, atraídas por su fama de Vatel de las sardinas, van a rogarle que les ase algunas, y no se sabe de nadie que haya hecho el viaje en balde. Pepe consigue siempre las sardinas, busca luego los carozos -palabra vernacula con que se designan los zuros o raspas de las espigas de maíz-, coge las parrillas y se mete en seguida en faena.
      Las mejores sardinas, en opinión de Pepe Roig, son las del jeito, un arte catalana que se introdujo en Galicia durante el reinado de Carlos III, y contra la que protestaron todos los mareantes del litoral. Las otras artes cogen indistintamente sardinas de varios tamaños y alteran su sabor con el engado de que se sirven para atraerlas, pero el jeito, no. El jeito es una red que se coloca como un muro al paso de un banco de sardinas con unos corchos arriba y unos plomos abajo. Las sardinas demasiado pequeñas meten la cabeza en la malla, pasan luego el cuerpo y se encuentran acto seguido en el otro lado, libres y felices hasta que crezcan y se pongan más apetitosas. Las demasiado grandes, no pudiendo introducir en la malla toda la cabeza, se quedan libres también, aunque si en el mundo de las sardinas existe algo de ternura familiar, su libertad no debe de serles muy ligera al verse alejadas de la prole sin saber hasta cuándo. Y, eliminadas así las tobilleras y las jamonas, sólo quedan en la red aquellas sardinas que tienen la edad y el tamaño requeridos. Quedan presas por la galada y, al debatirse y desangrarse, depuran considerablemente su sabor.
Edición 1937
      Cuando estas sardinas llegan al puerto, se las echa encima una verdadera montaña de sal y se las deja así dos o tres horas. Mientras tanto, una mujer ha preparado los cachelos -patatas cocidas con unto y laurel, a las que no se les quita la piel después de la cocción- y los carozos se han convertido en brasas. Y entonces es cuando entra en funciones Pepe Roig. Amorosamente, va cogiendo las sardinas, una por una, y, como si las elevase a un puesto honorifico, las va colocando en las parrillas. Luego forma sobre el hogar un lecho de brasas, busca unas piedrecitas y sobre éstas coloca las parrillas a la debida altura para que el pescado vaya asándose “al romance”, poco a poco y con el mínimo de calor. Tan pronto como una sardina está asada por un lado, el gran Pepe la vuelve sin hacerla nunca esperar por las otras y, cuando queda asada por los dos lados, al coge delicadamente y se la ofrece a usted.
      Obsérvese que a estas sardinas no se les ha quitado las escamas ni se les han sacado las tripas. Pescadas unas horas antes, no habría habido más remedio que limpiarlas, y entonces ya no serían buenas para asar, aunque serían excelentes para freír. La sardina asada supone una primera materia perfecta. Una hora más en el barco o media hora menos de sal y el fracaso sería espantoso.
      Considero inútil advertir que las sardinas asadas no deben comerse nunca con tenedor. ¿Se imagina usted, querido lector, el espanto de una familia inglesa que, habiéndole invitado a usted a comer en su casa, le viera llevarse los manjares a la boca con sus propios dedos? Pues ese espanto no sería nada comparado al que se produciría en Villanueva si usted comiese allí con tenedor las sardinas asadas. El tenedor dislacera de un modo brutal las carnes de la sardina y, aunque sea de plata, altera sus preciosas esencias. Nada de tenedor, por tanto. Esa invención italiana, especie de mano artificial, sirve para ahorrar la natural cuando se trata de una comida mediocre, pero en las grandes ocasiones no hay que andarse con remilgos. Coja usted su sardina con los dedos, colóquela encima de un cachelo y siga esta regla de oro: para cada cachelo una sardina y para cada sardina un vaso de vino.
Edición 1968
      Y si después de haberse tomado una docena de vasos de vino con una docena de cachelos y una docena de sardinas no está usted satisfecho, tómese usted una docena más, pero no cometa el error de tomar otra cosa; en primer lugar, porque habrá tomado usted ya un alimento completo y, en segundo lugar, porque todo seguiría sabiéndole a usted a sardinas, como todo seguiría sabiéndole a sardinas por la noche, todo seguiría sabiéndole a sardinas al día siguiente. Sí, querido lector. Las sardinas asadas saben muy bien, pero saben demasiado tiempo. Después de comerlas, uno tiene la sensación de haberse envilecido para toda la vida. El remordimiento y la vergüenza no nos abandonarán ya ni un momento y todos los perfumes de la Arabia serán insuficientes para purificar nuestras manos.
      Más o menos las sardinas se asan de igual manera desde el monte de Santa Tecla, en la desembocadura del Miño, hasta el puerto de Pasajes. Consignemos, sin embargo, una variante digna de los mejores elogios: la de las sardinas malagueñas en espetón. Se traza una circunferencia en la tierra, se excava un poco y se hace un lecho de brasas. Los espetones son de caña. En cada uno de ellos se ensartan algunas sardinas, cuantas menos mejor. Luego se observa el viento, se toman los espetones y se clavan al borde del círculo ígneo. Las sardinas que se usan en Málaga para este asado -un verdadero asado al asador, diga lo que quiera Alejandro Dumas- son mucho más chicas y mucho menos grasientas que las del Atlántico y que las del Cantábrico, pero están riquísimas. Es costumbre asarlas y comerlas frente al Mediterráneo, mar cuya fauna, un poco desacreditada en general, se rehabilita en Málaga, y el vino de Montilla las sienta admirablemente.


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