martes, 12 de julio de 2011

El Desastre naval del Estrecho


      El que hoy vamos a evocar es uno de los episodios más tristes de la historia naval de nuestro país: la aciaga noche del 12 al 13 de julio de 1801, cuando, como epílogo de la conocida como Batalla de Algeciras, acaecida una semana antes, la flota franco española en su intento de buscar refugio en Cádiz forzó de noche el paso del Estrecho de Gibraltar. La oscuridad de la noche, el fuerte viento de Levante, y el acoso inglés, desordenaron la formación, las órdenes de maniobra acordadas por el mando francés de la escuadra no se cumplieron, y los dos navíos españoles de mayor porte, el "Real Carlos" y el "San Hermenegildo", confundiéndose por enemigos, se cañonearon sin piedad hasta su mutua aniquilación, con el terrible balance de 1.300 muertos.
      En la segunda mitad del siglo XVIII, la acertada visión de Carlos III había dotado a España, todavía importante potencia colonial, con una poderosa Marina a la altura de sus necesidades estratégicas; pero la deriva histórica propiciada por la Revolución Francesa y la posterior irrupción en escena del huracán napoleónico vinieron a mudar gravemente los equilibrios y los papeles de las potencias europeas. Carlos IV y su valido Manuel Godoy, mitad por fascinación mitad por irremediable temor, se avinieron a una humillante sumisión ante Napoleón. Por el segundo Tratado de San Ildefonso, firmado en 1800, la flota española quedó prácticamente sometida al directo control francés. Probablemente era este apartado, el de la Armada española, el botín más codiciado por el Emperador (antes de decidirse, como luego hizo, a ocupar directamente nuestro país liquidando la dinastía reinante en favor de su propio hermano). Pero ahora, en el arranque del nuevo siglo, la suma a la suya de la importante flota española, le resultaba vital para contrarrestar la imponencia naval de su principal enemigo: Inglaterra.
Carlos IV, por Goya
      En 1799, la determinante acción de Nelson en Abukir, al liquidar a la flota francesa que guardaba la intendencia de cuerpo expedicionario galo en Egipto, forzó a Napoleón a regresar precipitadamente a Francia en precario, dejando allí en Egipto, desamparado e imposible de repatriar, a aquel ejército que le había dado la gloria de las Pirámides. Desde las Tullerías, Napoleón no veía el modo de rescatar a aquel ejército. El draconiano Tratado de San Ildefonso, al que forzó a Carlos IV, tenía mucho de ese trasfondo al abrir una posibilidad de lograrlo. El plan elaborado era el siguiente: los informes hablaban de que el grueso de la flota inglesa estaba en el Atlántico, en el Caribe, y en la patrulla y protección de la metrópoli. Así pues, con discreción, había que concentrar en Cádiz la flota más numerosa que pudiera reunirse. Una vez allí, una parte de esta escuadra conjunta franco española bloquearía el acceso al Mediterráneo de la presumible reacción inglesa, y el resto marcharía hacia Egipto, teniendo por delante, como oponente aún de considerable entidad, la escuadra inglesa permanentemente destacada en el Mediterráneo.
      Ya fondeados en Cádiz estaban seis navíos de línea españoles, y a ellos vinieron a sumarse al poco los cinco navíos de la escuadra del almirante Moreno, entre los que se contaban el "Real Carlos" y el "San Hermenegildo", ambos de dos puentes y 112 cañones respectivamente. El plan francés contemplaba que a la reunión se sumarían, desde la base atlántica de Rochefort, otros cinco navíos franceses, y otros cinco más que vendrían desde Tolón, la base próxima a Marsella, en el Mediterráneo francés.
      Pero ocurrió, sin que se sepa por qué, que los cinco basados en Rochefort nunca se hicieron a la mar. Y la flota que partió de Tolón el 13 de junio, integrada por cinco navíos y una fragata, fue detectada por los ingleses al pasar frente a Gibraltar.
James Saumarez
      Desde Gibraltar, los ingleses advirtieron al contraalmirante James Saumarez, quien con su poderosa escuadra mantenía el bloqueo, al otro lado del Estrecho, de la bahía de Cádiz. El almirante español, José de Mazarredo, a su vez alertó al francés Duran Linois de que había sido descubierto su paso y de que, consecuentemente, le sería imposible acceder a Cádiz burlando al inglés, que le doblaba en fuerza. Así pues, el almirante francés se vio obligado a buscar refugio en la bahía de Algeciras, disponiendo sus barcos alineados en paralelo a la costa para mejor defenderse ante la eventualidad previsible de ser atacado. En esta posición de refugio contaba también con el apoyo que habrían de darle las tres batería de costa españolas dispuestas en los flancos de la bahía algecireña. Y allí esperaron, sin otro remedio; la superioridad británica era aplastante, pero ni Linois ni los españoles podían hacer más.
Bahía de Algeciras
      Como era previsible, el almirante inglés, tras dejar una fuerza suficiente de bloqueo en Cádiz, cruzó el Estrecho y, reforzado con las unidades que pudo allegar de la vecina Gibraltar (como se sabe, ubicada en el flanco este de la bahía de Algeciras, con buena observación directa sobre las maniobras y preparativos de los refugiados franceses), el 6 de julio de 1801 planteó la batalla a la fondeada escuadra francesa. La estrategia de Saumarez pone bien a las claras la confianza en su superioridad, no sólo en cuanto a número sino de eficacia y operatividad naval. Su ataque se llevó a cabo "a tocapenoles", es decir, a muy corta distancia, disponiendo la línea de ataque en paralelo a la de defensa, barco contra barco y confiando en la mayor rapidez de los artilleros ingleses que, por su entrenamiento, lograban hacer tres andanadas por cada dos francesas.
Batalla de Algeciras
      Esta fue la famosa Batalla de Algeciras, un verdadero infierno de fuego a quemarropa. Las dos flotas, y la artillería desde la costa, se cañonearon a mansalva a lo largo de toda la mañana y hasta cerca del mediodía. Sin embargo, el resultado quedó bien se diría que en tablas, eso sí, con graves pérdidas por ambos bandos. El inglés decidió suspender el ataque cuando vio caer en manos enemigas, totalmente desarbolado, el "Hannibal". Unos y otros, ingleses y franceses, dieron la batalla por ganada. Probablemente, en una situación normal, los franceses llevaran más razón; sin embargo, una circunstancia, bien favorable para los ingleses, resultó determinante: y es que éstos buscaron pronto y próximo refugio en Gibraltar, donde podían reparar con rapidez daños y pérdidas, mientras que los barcos franceses se veían obligados a quedarse allí, inmovilizados y con una perspectiva mucho más precaria para recuperar su potencial.
"San Hermenegildo"
      El almirante francés, para poder salir de allí, solicitó entonces urgentemente que la flota española de Cádiz forzara el bloqueo y viniera en su socorro. Así lo hizo de inmediato el almirante Joaquín Moreno, al mando del "San Hermenegildo", "Real Carlos", "San Fernando", "Argonauta" , "San Agustín", todos ellos navíos de línea, y la fragata "Sabina". El día 9 Moreno fondeó en Algeciras, instando de inmediato a Linois para zarpar todos juntos de vuelta a Cádiz lo más rápidamente posible, pues era seguro que Saumarez forzaría sus propias reparaciones y trataría de atajarles y recuperar el "Hannibal". Pero Linois se empecinó en llevarse con él a Cádiz, a remolque, la presa inglesa. y así fue como, aparejándola, se perdieron tres preciosos días.
      Al mediodía del día 12 la flota hispano–francesa zarpó al fin de Algeciras, llevando a remolque al "Hannibal". El almirante francés dispuso que la formación fuera encabezada por la más rápida "Sabina", que marcaría el rumbo y la derrota al entrar en el Estrecho. Todos los barcos llevarían, en una combinación de luz acordada, tres fanales a popa y un farol en el extremo del palo mayor. Los franceses formarían en vanguardia, siguiendo al "Sabina", y en retaguardia los españoles alineados en paralelo, con la orden de formar una pantalla ante la eventualidad de un ataque inglés, que permitiera a los franceses forzar la vela hacia su destino. Los españoles navegaría a la zaga en paralelo para, en caso de ataque por su popa, caer todos a un costado para formar una línea de batalla frente al enemigo.
      Así estaba diseñada la operación, y así hubiera ocurrido, probablemente sin problemas, si la navegación se hubiera hecho con luz de día. Pero acaeció que, al dejar la bahía de Algeciras (lo que los ingleses advirtieron inevitablemente desde el mismo inicio de la maniobra, disponiéndose a hacerse a su vez a la mar y jugar su papel), la mar en la embocadura del Estrecho se manifestó en calma chicha. La escuadra franco española se vio allí detenida, y más aún por el angustioso lastre del lentísimo remolque del "Hannibal". Finalmente, Linois cayó en la cuenta de esa rémora de la que Moreno le había advertido hacía tres días y ordenó el regreso a Algeciras del maltrecho casco inglés. Pero, cuando esto hizo y decidió, se habían perdido ya fundamentales horas de luz.
Maqueta del "Argonauta"
      Al fin, con ya más sombra que día, enfilaron el Estrecho. Entonces cambió el tiempo, y empezó a soplar un fuerte viento de Levante. Con su efecto, ya en la noche oscura, la muy diferente condición marinera de los barcos se impuso, y toda la formación prevista quedó descompuesta. Las luces no eran suficientes para mantener la guía. Y para más angustia, se advirtió la rápida presencia a la zaga de la escuadra inglesa en persecución. Nunca se sabrá si todos los faroles pactados permanecieron encendidos, pero bien es probable que no; que para librarse de ser detectados cuando se inició el cañoneo, muchos optaran por apagarlos. Tampoco está nada claro cómo devino el desastre. La tradición española afirma que el "Superb", una rápida fragata inglesa, logró pasar, rebasándolos y sin luz, entre el "Real Carlos" y el "San Hermenegildo", y que, al hacerlo, disparó sus cañones y siguió su andar, mientras ambos navíos se destrozaban entre sí creyendo tener a su costado un enemigo.
      La versión británica difiere un tanto: afirma que el "Superb" no pasó entre las dos unidades españolas sino que las rebasó a ambas por el norte, y que al hacerlo disparó contra su más próximo, el "Real Carlos", pero algunos de los disparos, muy altos, alcanzaron al "San Hermenegildo", que navegaba a su par, lo que habría hecho que éste tomara al "Real Carlos", a su babor, por enemigo, iniciándose así el trágico cañoneo entre ambos. Lo cierto es, fuera como fuere, que los dos magníficos barcos españoles se hicieron añicos hasta saltar por los aires, llevando al fondo a 1.300 marineros.
José de Mazarredo
      El alcance de la tragedia acaecida no fue advertido hasta el amanecer del día siguiente. La noticia llegó pronto a tierra, y circuló como gran vergüenza, e indignó los oídos de Carlos IV, al punto de que éste escribió al almirante Mazarredo ordenándole taxativamente que la escuadra no saliera más de los puertos sin una orden expresa suya. Mazarredo trató inútilmente de persuadir al monarca de la imbecilidad de aquella decisión. Pero no hubo manera. Era la sentencia de muerte para la Marina española: menguado así su entrenamiento, paralizadas las nuevas construcciones, los pertrechos y los víveres, la Armada Española quedaba enfilada para su desastre definitivo que habría de sobrevenir cuatro años después: el desastre de Trafalgar.



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