entre dientes su reproche antes de abandonar el lugar:
-- Está bien, padre. Está bien. No se hable más: será el “Figón de San Marcos”... No pasa nada; pero, con todos mis respetos, también te digo que eres un gran cabezón,... y que Dios me perdone. Y un rencoroso... ¡Ah, y muy injusto conmigo! Sí señor... Claro: no te crees que voy a dejar de verdad lo del bingo... Que voy a dejar de ser “lotero”, como bien me echaste en cara aquel día tan triste, en el último momento... Pues sí, lo voy a dejar. Y lo voy a hacer sólo por ti, para que lo sepas, porque, como negocio, me va estupendamente; y no tiene nada de malo, ni de pecado ni nada de eso, que eras un maniático... Ya veremos, lo hemos de ver, si cuando cambie me va tan bien, y tengo tanto “trabajo” como tú decías. Ojalá. Pero, bueno, cuando lo veas ya lo comprenderás... Yo tengo paciencia y te perdono... Y tú, a ver si te lo piensas también y cambias un poco ...Daniel, Melchora, a ver sí le convencéis y se lo explicáis para que lo entienda de una vez...
Tras esta licencia, ya para la despedida recuperó Indalecio el tono adecuado de recogimiento, desgranó un par de oraciones y se despidió hasta el año siguiente. A poco de dejar atrás la cerca del cementerio en su camino de vuelta, sonaron los tres toques de la campana grande de la iglesia, anunciando la inminencia del comienzo de la misa mayor.
Con su retraso, le fue imposible al llegar acceder al interior del templo, abarrotado de endomingados fieles. Hubo de quedarse, pues, fuera, en el atrio, tratando de seguir con la mejor voluntad la liturgia patronal cuyo desarrollo llegaba hasta él de modo entrecortado.
El azar y la desgracia quisieron que las cosas ocurrieran de tal modo; que estuviera allí, en aquel preciso lugar en el momento justo, ni un metro más adentro ni un metro más afuera, en el punto exacto de la diana... Lo quiso el azar, o lo quiso don Graciano en su agónico designio, a saber, pero ocurrió tal y como luego se hizo leyenda y aún se comenta hoy, adornado el trágico episodio con mil ingredientes fantásticos entre las gentes de San Marcos de la Ribera.
Pasaban veintiocho minutos de las doce del mediodía cuando, en el momento en el que el oficiante, el padre Anselmo Riquelme, párroco de San Marcos, elevaba el cáliz en el solemne trance de la consagración, fuera, con la sincronía ensayada de cada año, la banda de música local arremetió con las vibrantes notas del Himno Nacional, al tiempo que en lo alto de la torre, Julián, el sacristán campanero, ascendido a tal rango desde la muerte de don Graciano, soltaba al vuelo, simultáneamente, las tres campanas, en un anárquico repique de barroca algarabía. Desde el campo del Yelmo, próximo al templo, trazaron su línea al cielo, en sucesivas y apuradas trayectorias de humo, doce bombas de palenque... En medio de tan apoteósico frenesí, sólo Julián, desde su altura, tarde, impotente y espantado, apercibió en el instante final el fulminante impacto del badajo desprendido de la campana mayor, bautizada “Imperio”, yendo a dar en todo lo alto de la desguarnecida cabeza de Indalecio, quien, rodilla en tierra, ajeno a la fatal inminencia, procedía en ese preciso instante a recogerse en el respeto de una piadosa genuflexión.
Aquel badajazo absurdo y certero, si fue venganza cruel del otro lado, debió procurarle mil años más de purgatorio a don Graciano, soberbio inductor de tan torpe e inútil castigo, porque la pobre víctima, su hijo, murió sin siquiera un breve instante de conciencia de lo que le había ocurrido. Y qué venganza hay, que pueda ser en razón por tal tenida, y disfrutada al fin, si quien supuestamente la sufre no llega a alcanzar ni la más mínima conciencia de lo que contra él se máquina, ni padece sus consecuencias. Porque, las que hubo, ciertamente fueron de más desgracia para el nieto que para el hijo. En fin, que Indalecio murió, sí, pero sin percatarse. Con un trallazo brutal que le llevó la vida, cierto, pero que también vino a liberarle de las patológicas angustias que le venían consumiendo el ánimo, y hasta las mismas ganas de vivir.
Sin embargo el nieto, Tomás Almendrilla, vio como su frágil caminar por la vida, con tan sólo veinte años, derivaba a mal, y a peor, desde entonces, por la visceral maquinación del abuelo, en un atolondrado girar sin norte casi tan caprichoso y fatal como el loco vuelo del badajo asesino; lo cual habría de llevarle, a la postre, apenas cuatro años después de la tragedia, a esta penosa alineación, donde le recuperamos ahora, en la segunda fila del recuento de la Quinta Galería, preso en Carabanchel.
-- ¿Ochenta y cuatro?... -iba repasando el guardia a viva voz, rutinariamente, en la lista de cautivos.
-- ¡Ochenta y cuatro ... Tomás ... Presente! -la respuesta del preso, inmediata, con la misma rutina.
-- Ochenta y cuatro... ¡Visto! -confirmaba un segundo guardia, apostado al efecto en el corredor alto de la galería.
-- ¿Ochenta y cinco?...
-- ¡Ochenta y cinco... Raúl ... Presente!
-- Ochenta y cinco...¡Visto!
-- ¿Ochenta y seis? ...
-- ¡Ochenta y seis ... Matías ... Presente!
-- Ochenta y seis... !Visto!
La pesada secuencia del recuento, cuatro veces cada día, era la disciplina que peor llevaba Tomás en su encierro. Aparte de la inmovilidad que requería y del ilencio obligado, representaba para él una tortura mayor aún por el recuerdo que el canto de los números le hacía evocar de la causa directa de su infortunio.
Los números, las líneas, ... el bingo. Esa fue su desgracia. Y no por gastarlo todo en él, que es lo común, sino por la imprudente ambición de querer cobrarlo todo, sin repartir con el César lo que del César-fisco es.
La muerte del tío Indalecio vino a coincidir, así lo quiso el destino, con la etapa más crítica en la titubeante maduración del joven Tomás Almendrilla. A los veinte años, vióse de pronto heredero del “Cartón D’Or”, solo en la vida y rico, sin el freno templado de un consejo, libre de incómodas miradas fiscalizadoras, exento de rendir cuentas ni explicaciones, salvo a sí mismo, y dominado por la febril vitalidad de unos años que, desprendidos de la fijación natural del control adulto, tienden inexorablemente a desbocarse.
Y tal le ocurrió a Tomás. Eso fue lo que pasó. Primero, bien; inició su etapa de gerente mayor y único con gran entusiasmo y suma atención, con la mejor de las voluntades. Pero a partir del tercer año, aquella sala, a pesar de su amplitud, comenzó a agobiarle. El negocio daba dinero, vaya que sí, y movía más aún, pero exigía una presencia larga y atenta, de muchas horas, precisamente las mejores para vivir, las de la noche-madrugada...Y el vecindario, además, que hay que decirlo, que tuvo también mucha culpa. Desgraciadamente, no resultaba ser el más adecuado para templar a un joven y animarlo al recto proceder.
Y es que estaba el “Cartón d’Or”, hoy reconvertido el local en “Talleres Mendort. La Clínica del Automóvil”, en el número 146 bis, de la Avenida de Valencia, ocupando un amplio bajo comercial de una torre moderna de apartamentos, cuyo frente completaban otros tres negocios de nefasta influencia para la frágil voluntad de nuestro protagonista. A un lado, “Crisol Joyeros”; al otro, “Peletería Evaristo”. Casualidad, aunque, nada que objetar, pura inocencia...si no fuera por la ruinosa conjunción del cuarto en línea “El Conejito Bailón” ....¡Ay, “El Conejito Bailón”! ¡Cuánta perdición puede esconderse tras la cálida ternura de un nombre comercial así! ...Y qué pecaminoso comercio, el que brindaba el sugerente reclamo de neón intermitente sobre la puerta, dibujando de luz un pícaro conejillo silueteado en rojo, con dos enormes ojos de larguísimas pestañas azules, que en la noche cobraban movimiento, ora sí, ora no, abajo, arriba, en un guiño de hipnótica e ineludible seducción.
Tomás, como ya se ha dicho, era joven, sí; pero no tonto. Y más enamoradizo que una calandria en celo. De corazón blando y abierto; dominado en aquel tiempo por un pronto sensual compulsivo, casi tan vehemente como la desbordada generosidad de su bolsillo, que recién acababa de descubrir sin fondo.
Las “conejitas” vecinas le adoraban. Sinceramente, se pirraban por él. Y él las colmaba de detalles, en pago a tanto cariño y entrega: A tí una pulsera..; a tí una estola de visón... Para Maika, un reloj... Selene, chata, este abrigo, para que no te enfríes... Prendido en tan cálido confort, Tomás no tardó en instalarse, de la apertura al cierre, en aquel local, descuidando el suyo propio hasta límites de escándalo. Como era previsible, el fiasco contable inherente no tardó en hacerse notar con los peores augurios. La ruina, o algo peor aún, amenazó su edénico vivir. Y embriagado como estaba con
tan dulce condición, sintiéndose incapaz de enmendarse por enmendarla, perdido en aquella nebulosa dulce, sin voluntad, se dejó convencer por Luciano Ruiz Magliani (al que llamaban “Luky”, en recuerdo del mítico mafioso americano, con quien “Luky” se complacía en compararse), dueño, gerente, amo y patrón de aquella “conejera” indecente, para introducir en el negocio del bingo heredado, una fórmula revolucionaria de fortuna que el tal aprendiz de capo decía haber conocido en su Argentina natal, y que habría de garantizarles a ambos, asociados en la empresa, millones a manta. Tantos como no podrían llegar a gastar, le había dicho, ...por más “peluches”-¡Os vas a hartar, pibe!- que le echaran al cuerpo.
Siete meses duró el milagro de recuperación contable que se vivió en el “Cartón d’Or” por la aplicación de la fórmula porteña. Pero, una vez más, la ambición imprudente vino a echar por tierra los dorados sueños de Tomás. Y lo que es aún peor: por la gravedad de los hechos, y los antecedentes penales que acumulaba por el incidente acaecido con doña Flor, se vio Tomás arrastrado al fin, a tan temprana edad y con tan buenas cualidades como en realidad le adornaban, a la triste condición de preso en la que le hemos hallado.
¡Que luego de tal supo hacer virtud!¡Y que en la cárcel buscó y forjó el norte de su vida, y la feliz estabilidad que habría de serenarle en sus años de madurez!... Cierto es, como se habrá de ver si la paciente amabilidad del lector nos da tiempo para contarlo. Pero el trauma que ahora sufrió al verse engrilletado y retratado así en todos los telediarios en el momento de su detención, habría de durarle el resto de sus días.
¡Qué contraste más esclarecedor de la condición de cada cual, el que dieron aquellas imágenes!: el bueno de Tomás, lloroso, acobardado, hundido en el empeño inútil de ocultar su rostro a los objetivos de las cámaras... En tanto que “Luky”, ya saben, Luciano Ruíz Magliani, alardeaba arrogante a su lado, exhibiendo con descaro las muñecas esposadas en un gesto envalentonado de triunfo -que incluso los guardias tuvieron que reprimir-, y buscando
para sí la atención de todos los enfoques.
La tal fórmula con la que el golferas de Luciano, ya saben, “Luky”, vino a engatusarlo, a “enconejarlo”, que también se diría con propiedad, no era otra cosa que una estafa al más negro estilo; un fraude delictivo de temeraria imprudencia, dado que dirigía el engaño al mismísimo César. Consistió, ni más ni menos, que en falsificar los cartones del bingo. Lo cual hicieron usando de la complicidad de un pícaro impresor vallecano, amigo del capo y cliente “conejil” de viejo cuño, que había aprendido el oficio en la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre, de la que había salido para poner, sin fortuna, negocio propio. Este tunante, aburrido de estampillar recordatorios de primera comunión y talonarios de facturas, creyéndose dotado para más ambiciosas metas, había ensayado antes con cierta fortuna algunos trabajos de falsificación menor, que, en confianza y con dos copas, gustaba exhibir con gran orgullo: alardeaba de visitar de gorra el Calderón y el Bernabéu desde hacía una década, con entradas falsas, de pie, hechas por él mismo; y de proveerse todos los años, por el mismo método, del correspondiente “abono” en San Isidro. Lo de los cartones, les dijo, es un trabajo “chupao” “...porque van sólo a dos tintas”, pontificó el malandrín, en plan experto. ...Dos años, ésos fueron los que le cayeron a él, Ricardo García Utrilla, por más señas. Y dos mas, es decir, cuatro, a Tomás y a Luciano, respectivamente, por obrar en ambos casos antecedentes penales, y corresponderles a ambos en comandita la tipificación agravante de inductores del delito.
***
La ceremonia del recuento, dentro de la rutina carcelaria es el trámite que los presos asumen de peor gana. El que les impone más disciplina, por la obligada atención que requiere y la disposición inmóvil, en filas y perfectamente alineados, que para hacerlo se exige. De eso no se salvan ni los privilegiados de la Quinta. Y los guardianes, bien se podría decir que se complacen en realizarlo a posta con especial parsimonia, como por situar a cada quien en su lugar, recordando al preso su condición de tal, y por aprovechar también los funcionarios esos minutos para el respiro de un rato sin bronca ni barullo en el control de este pequeño universo de desdichados.
Tras el recuento, sin solución de continuidad pasan los penados al amplio comedor, amueblado en aséptica simetría con largas mesas y bancos corridos. En ordenadas filas, los internos van proveyéndose de la correspondiente bandeja metálica en la que se integran los huecos de cada uso: aquí el que procede a la sopa, o las lentejas; éste para el filete empanado; aquel, más pequeño, para la ensalada: la rutinaria composición de un menú, sin duda equilibrado, aunque también indefectiblemente anodino, ramplón e intragable.
Ocupando su lugar, como siempre juntos, formaban en esa espera Tomás, delante, Raúl, en medio, con dos bandejas, la suya y la de “Tornasol”, y éste detrás, cerrando el trío, más quebrantado de aspecto hoy que de costumbre, pálido, ojeroso, notoriamente cansino en el andar y ajeno y apagado en los gestos. Los dos jóvenes no alcanzaron a conceder mayor significado ni trascendencia a esta deprimida apariencia de su veterano colega, pues sabían por otras veces que el trago de la obligada respuesta vocal en el recuento, aunque sólo fuera eso, el inexcusable y reglamentario trámite de explicitar su nombre a viva voz, ¡presente!, representaba para don Matías una humillación nunca superada, de la que el viejo tardaba siempre en reponerse bastantes minutos.
Tomás y Raúl, por distraerle y aliviar su coraje, solían reservar para este tiempo la ocasión de sus bromas y rechuflas, que servían de eficaz bálsamo provocador para devolver a “Tornasol” la natural condición de su orgullosa hidalguía.
-- ¡Vamos, don Matías. Arriba ese ánimo!...¡Que no se diga que le amilanan a usted unos malteses de mierda! ... Aunque, ¡confiese que no las tiene todas consigo!...
El pequeño puyazo de Raúl quedó en el aire sin el menor efecto. De inmediato volvió éste a envidar, cambiando el tercio...
-- ¡Coño, don Matías, mire que sorpresa nos aguarda: especialidad de “alta cocina”! ... ¡Si es que le tienen como a un príncipe! ¡No está usted recomendado ni nada!: “magret de coquelet”, don Matías, ¡qué maravilla! ... ¡Uhhhmmm..! Y además “napado” con muselina de tomate huertano madurado al sol. ¡La leche, don Matías, mire!... Porque, ¿está napado”? ¿No, Tomás?...
-- ¡Coño si está “napado”...! ¡Totalmente!. ¡Ni se ve ni se advina el cabrón del “coquelet”!... No. Déjale. Si yo bien sé lo que le ocurre a nuestro amigo. ¿O no es así, don Matías?. Venga, confiéselo usted: la culpa la tiene la carta que recibió esta mañana del pelota de “Pulgas” y de su mujer. A saber lo que le han dicho... ¡Como hoy no suelta prenda!...
Ciertamente, se le hizo difícil a “Tornasol” romper a hablar aquel día. Hubieron de prodigarse hasta lo insufrible las coñas culinarias de los dos compinches, que pagaban así, en clave de recochineo, los buenos oficios que el viejo gastaba a menudo con ellos, tratando de explicarles los arcanos más sibaritas de la ciencia culinaria y las técnicas de elaboración que le son propias. Fue así como, en una de esas magistrales prosapias de Tornasol, habían aprendido Tomás y Raúl, no hacía mucho y sólo en lo teórico, claro, que “napar” venía a ser, dicho en fino, presentar un alimento cubierto con una salsa; que el “magret” no pasaba de ser una forma cursi de decir “pechuga”, y que la tal “coquelet” venía siendo, en franchute, un pollo tierno, algo mayor que el que por aquí se conoce por “tomatero”.
Al fin, forzado por la presión, “Tornasol” fue entrando al trapo hasta alcanzar incluso un cierto grado de locuacidad. Aun así, la fluidez de su discurso, tamizado por el velo melancólico que parecía embargarle, daba a sus palabras una suerte de gravedad que acabó por rendir a sus interlocutores en actitud de atento respeto.
--- ...Sois injustos con “Pulgas”. -“Tornasol” hablaba sin precisar a quién, en un tono de íntima reflexión en voz alta-: ... El guardia es tan bueno o tan malo como yo, o como vosotros. ...¡Qué culpa tiene él de ser pobre! No hace otra cosa que soñar, lo mismo que vosotros, y se pregunta, igual que lo hacéis vosotros, ¡vaya que sí!, lo mismo que vosotros: ¿Sabrá, de verdad, este viejo chocho dónde están las joyas?... ¿Será o no será cierto que, efectivamente, hay un botín fabuloso escondido en algún lugar? ... ¿Será cierto que el famoso “Bermeo” en verdad no lo perdió sino que lo guardó bien guardado, y que allí está, en incierto lugar, todavía, esperando a que alguien vaya a buscarlo! ...Y la definitiva cuestión –ahora el viejo encaró la mirada, cargada de picardía, directa-
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