martes, 27 de marzo de 2012

Talleyrand, y su marco negociador

      Sólo me gusta negociar con quienes he visto comer.                                                                                                                                                                                           (TALLEYRAND)

      Charles-Maurice de Talleyrand-Périgord (1754-1838), más conocido por la histórica resonancia simplificada de su apellido, Talleyrand, fue un personaje de excepcional influencia en el difícil tránsito europeo entre los siglos XVIII y XIX. Las enciclopedias le califican como religioso, político, diplomático y estadista francés. Todas esas facetas, efectivamente, fueron notables en su biografía, junto con la excelencia como destacadísimo y refinadísimo gourmet, campo en el que no cabe por menos que distinguirlo como uno de los grandes árbitros de su tiempo.
      Talleyrand, sobre cuya biografía culinaria resulta absolutamente obligado volver en este blog, fue además, y con principalísimo virtuosismo, el más brillante prestidigitador en el difícil arte de la supervivencia política. A lo largo de tres décadas, apenas sin interrupción no dejó de ocupar puestos de la más alta relevancia en la política y la diplomacia francesa. Todo un alarde casi insólito, si se tiene en cuenta que empezó a destacar en los últimos gobiernos del guillotinado Luis XVI, que brilló en todos los periodos de la Revolución Francesa (excepción hecha de la etapa del “Terror”, en la que, prudentemente, emigró), que ocupó luego, a la vuelta, sucesivos puestos de máxima confianza al lado de Napoleón, y que, finalmente, sobreviviendo de manera increíble, fue pieza clave en la restauración monárquica del Luis XVIII, destacando como una de las estrellas fulgurantes de aquel Congreso de Viena que, entre banquete y banquete de un sibaritismo extremo, trataba de ordenar el nuevo mapa europeo, en la ingenua convicción de que el corso iba a conformarse con su destierro de Elba.
      Talleyrand, con su talento genial para la diplomacia, logró en Viena para la Francia que al fin había sido derrotada, un trato y una consideración equivalente a la de las grandes potencias vencedoras. A tan legendario éxito diplomático no fueron ajenas sus sobresalientes y reconocidas capacidades como excelso anfitrión gastronómico. De esa decidida apuesta, resulta significativa su famosa demanda a Luis XVIII de que le enviara a la capital austriaca “más marmitones que diplomáticos, más cacerolas que instrucciones escritas”…






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