jueves, 22 de marzo de 2012

Du Guesclin. Ni quito ni pongo rey...


      “Ni quito ni pongo rey, pero ayudo a mi señor”... Esta célebre frase fue supuestamente pronunciada en una fecha como la de hoy hace 643 años, en la trifulca que se armó aquel día, mejor aquella noche ya, del 22 de marzo de 1369, dentro de la tienda del mercenario francés Bertrand Du Guesclin. Éste se hallaba al servicio del pretendiente al trono de Castilla, Enrique de Trastámara, quien venía luchando por arrebatarle la corona a su hermanastro, el rey legítimo Pedro I. El francés había convenido con Pedro celebrar un encuentro aquella noche en su tienda, con el presunto acuerdo-señuelo de que iba a cambiar de bando. Pedro, que sufría un durísimo asedio en el castillo de Montiel, abandonó la fortaleza y acudió a la cita. Pero al llegar a la tienda del francés se encontró allí a Enrique y a otros nobles esperándolo. Los hermanos lucharon, y en un momento, Pedro, que era más fuerte y corpulento, logró tumbar a Enrique...Fue entonces cuando ocurrió el famoso episodio. Uno de los nobles intervino y forzó el cambio de posiciones, que decidió la suerte fatal de Pedro.
      En las crónicas de la época nunca se le dio nombre al decisivo personaje que llevó a cabo la determinante intervención. La historiografía francesa, muy pródiga con los hechos de armas del bretón, al que tiene por héroe nacional, ni siquiera menciona el episodio, ni mucho menos, claro, se lo atribuye a él. Entre nosotros, la atribución quedó fijada y asumida a partir de la monumental Historia de España que, en el siglo XIX, escribiera Modesto Lafuente. El nombre de Bertrand Du Guesclin quedó por ello, y a partir de entonces, vinculado en la memoria colectiva hispana al arquetipo del más ruin y malvado de los traidores.
      Ciertamente sí, así se escribe la historia, y a tanto llegan las paradojas y los contrastes en la valoración de muchos de sus protagonistas: el que en España es tenido por prototipo de traidor miserable, resulta que en su país de origen, en Francia, ocupa lugar de honor de leyenda casi a la par con Juana de Arco. Esta que hoy vamos a contarles es, o quiere ser, la historia cierta.
Estatua ecuestre de Du Guesclin, en
la ciudad bretona de Dinan

      El bretón Bertrand Du Guesclin era, en efecto, como así se le tiene en España, un soldado de fortuna, un mercenario; pero esto, en el siglo XIV, no resultaba ser condición extraordinaria y ni mucho menos negativa: muchos nobles de altísima cuna solían serlo con alguna frecuencia. En el caso de Bertrand, su suerte recorrió una amplia escala de progresión, desde sus orígenes de modesta hidalguía, al más alto escalafón dentro de la nobleza militar francesa, en la que alcanzó el grado máximo de Condestable de Francia.
      Había nacido en 1320, primogénito de los nueve hermanos de una familia asentada en el lugar unos doscientos años antes, cuando un moro de nombre Akim llegara a Bretaña y levantara allí una pequeña torre fortificada, llamada Glay-Akim, origen de la familia.
      Bertrán Du Guesclin era, en su infancia y juventud, un tipo de durísimas facciones, feo y renegrido, razón por la cual, tal vez, su madre, la hermosa y delicada Jeanne, se cuenta que le aborrecía, desvinculándose totalmente de su educación. Probablemente por ello, a los diecisiete años se escapó de casa, y pasó una larga temporada participando en torneos, con gran éxito.
      Su suerte cambió cuando una gitana auguró a su madre que aquel hijo, feo y rudo como un gañán, estaba destinado a grandes hazañas. Volvió entonces a casa, y cuando se inicia la Guerra de Bretaña, Bertrand encabeza una partida de guerreros que luchan a su modo, en escaramuzas, en ataques nocturnos y en robos de caravanas, a favor de Carlos de Blois. Todavía no tiene título ni blasón, pero su fama empieza a medrar, aunque de manera muy lenta, ya que no será reconocido plenamente hasta cumplidos los cuarenta años.
Du Guesclin, dibujo del s. XIX
      En aquella larga y enconada guerra con el inglés, Bertrand Du Guesclin, al mando de su hueste logra en el campo de batalla sus primeros títulos: caballero, primero, y conde de Longeville, después. Convendrá recordar, al respecto, que en aquellos tiempos todavía no existían los ejércitos regulares. El rey no podía mantenerlos. Cuando procedía, llamaba a sus nobles, pero no solía hacerlo por más de tres meses, así que no quedaba más remedio que alquilar soldados, y lo difícil, en tal caso, no era tanto mantener el “alquiler” cuanto poder licenciarlos después. Estos poderosos grupos mercenarios serán conocidos, en Francia, como las Grandes Compañías.
      La Guerra de Bretaña, que es prólogo de la de los Cien Años, concluyó con la derrota de Auray, en la que muere el propio Carlos de Blois, y Du Guesclin resulta hecho prisionero. Los ingleses piden por él un rescate de 40.000 florines, que paga el nuevo rey Carlos V, con dos condiciones que le pone: una, que ceda el condado de Longueville, que el rey necesita para devolvérselo a Carlos de Navarra y firmar la paz con él. Y la otra, la segunda condición que le pone es que le saque de Francia a las Grandes Compañías.
      Ocurre entonces, en una jugada de gran estilo, que Du Guesclin averigua que el rey de Aragón, Pedro IV estaría muy interesado en contratar a la Compañías para que el conde de Trastámara guerree con su hermanastro, el rey de Castilla. Con tal fin, Du Guesclin reúne a los jefes de las Compañías, y logra convencerles de que le sigan al sur de los Pirineos, donde les aguarda -según su propuesta- un país rico en oro y honores, y el combate contra un rey cruel, amigo de moros y de judíos.
Escudo de armas de Du Guesclin
      La mayoría aceptan, pero exigen garantías del cobro de sus servicios. Reunidos y organizados en una impresionante partida, de unos 12.000 hombres, se dirigen en primer lugar a Avignon, donde pretenden acampar y entrenarse, y presionar de paso al Papa para que les considere cruzados y les conceda algún subsidio. Pero el Papa, que no les niega todas la bendiciones posibles, y hasta levanta la excomunión que pesa sobre las Compañías, no suelta al fin dinero alguno. Bertrand se entiende entonces directamente con el rey aragonés, que le promete 200.000 florines, a cobrar en Barcelona. Bertrand duda, porque no se fía demasiado; pero entonces ocurre que se reanudan las hostilidades entre Castilla y Aragón, y el aragonés suma, a su promesa dineraria, la oferta del condado de Borja para Du Guesclin. En diciembre, los mercenarios llegan a Barcelona.
      En Barcelona, las Compañías cobran una parte, ni siquiera la mitad, de los florines pactados. El rey aragonés confirma a Du Guesclin la concesión del título de conde de Borja, pero no le ha dicho que esa plaza tiene que conquistarla primero. Tras varios tensos forcejeos y negociaciones, al fin en el mes de marzo las Compañías toman el camino de Castilla. Lo primero que hacen es atacar Borja, y después Magallón. Siguen la ribera del Ebro, rodean Alfaro y toman sin resistencia Calahorra, que se rinde inmediatamente. El pretendiente, hasta entonces conde de Trastámara, enarbola entonces ante aquel ejército, sumado al suyo propio y al aragonés, la bandera de Castilla, y se proclama rey al estilo pretoriano. Las mesnadas aclaman la decisión, y desde entonces Enrique ya no se llamará conde, sino rey.
Pedro I El Cruel
      Entre tanto, el monarca legítimo, Pedro I, está en Sevilla, sin parecer dar demasiada importancia a la invasión. Finalmente, sus consejeros le convencen, y se traslada con su ejército –también en buena medida integrado por mercenarios- a Burgos. Pero, una vez allí, y al cabo de las noticias de los imparables avances del bastardo Enrique, que ya ha sitiado Briviesca, Pedro empieza a temer no ya una derrota, sino que le corten el camino a Toledo y Sevilla, donde guarda sus tesoros. Así que decide marchar y abandonar Burgos a su suerte. Enterado Enrique de la huída de su hermanastro, se presenta ante la capital castellana, que le abre sus puertas sin resistencia. Dos días después, en el monasterio de las Huelgas se hará ungir como rey.
      Una vez celebradas las fiestas de la coronación, el nuevo Enrique II se decide a perseguir a su hermanastro, ordenando que las Compañías bajen por Castilla, rodeen Toledo, e irrumpan en Andalucía, sin encontrar resistencia. Pedro I, en Sevilla, considera perdida la partida, embarca sus tesoros en una galera y huye hacia Portugal, pero allí es recibido fríamente, y en realidad expulsado con una escolta hasta Galicia, donde le aguarda el hombre que le fue más leal, Fernando de Castro.
Mausoleo de Eduardo, el Príncipe Negro,
en la catedral de Canterbury
      Una vez allí, en Galicia, toma la decisión de solicitar a los ingleses la misma ayuda que Enrique obtuvo del rey de Francia. La negociación fructifica al fin, aunque al cabo de bastante tiempo, y el príncipe de Gales, al que aquí conoceremos como El Príncipe Negro, accede a prestar esa ayuda, a cambio de la oferta que Pedro le hace de 500.000 florines y la cesión de varios puertos en Vizcaya. El 9 de enero de 1367, el poderoso ejército del Príncipe Negro se pone en marcha hacia el sur, desde Aquitania.
      Entre tanto, Enrique, en Sevilla, ajeno a este grave panorama y creyendo a Pedro prácticamente derrotado, ha decidido licenciar a buena parte de las Compañía, que le resultan especialmente gravosas. Entre los que se quedan, entre ellos Du Guesclin, no suman más allá de dos mil hombres. El ejército del Príncipe Negro progresa entre tanto rápidamente desde su entrada en la Península, por Navarra. Toma Vitoria, Pamplona, y, a finales de marzo, cae sobre Logroño.
Enrique II
      Por su parte, Enrique ha espabilado al fin para reunir a su ejército, y sube de urgencia para oponerse al invasor. En las llanuras de Nájera, contra el criterio de Du Guesclin, Enrique decide plantear batalla. La derrota es total y Du Guesclin cae prisionero. Don Pedro quiere matarle, pero el Príncipe Negro se opone, y lo agrega a su séquito.
      La batalla de Nájera ha dispuesto un nuevo equilibrio, muy difícil. Las fuerzas de Pedro y Enrique están muy igualadas, y se impone una suerte de tensa tregua. Pero entonces viene a plantearse el definitivo desequilibrio. Eduardo de Gales, el Príncipe Negro, se niega a dar un paso más si no recibe las mercedes prometidas, y esto no acaba de producirse, porque Pedro no ha conseguido reunir todavía el dinero, y las prometidas plazas de Vizcaya no aceptan la transferencia, alegando que son soberanas y que no le incumbe al rey disponer de su destino. Con este panorama, el Príncipe de Gales ve agotada su paciencia, y decide volverse a su corte de Burdeos, llevándose con él a los prisioneros que le pertenecían, entre ellos Bertrán Du Guesclin.
      Y de nuevo el trato del rescate. Eduardo de Gales pide 100.000 florines por la libertad de Du Guesclin. Y una vez más el rescate es pagado por el rey de Francia, que ahora le pide, a cambio, que vuelva a España. Bertrand reúne cuatrocientas lanzas, y vuelve a Castilla, esta vez por Andorra. Enrique le acoge con alborozo. La guerra entre los dos hermanos ha vuelto a generalizarse, aunque ahora, en esta etapa, Pedro parece haberse convertido en un enfermo mental, destapando una notoria crueldad, que al fin habría de otorgarle el sobrenombre para la historia, como Pedro El Cruel.
Ruinas actuales del castillo de Montiel
      Y así le hallamos ya refugiado en Toledo, en una fase de la guerra en la que las derrotas, aunque parciales, vienen sucediéndose. En una de esas fases, recibe un nuevo castigo en las llanuras manchegas de Montiel, y Pedro acaba por refugiarse en el castillo de ese nombre. Allí, en muy precarias condiciones, bajo un asedio de fatales perspectivas, uno de sus leales, Men Rodríguez de Sanabria, que conocía a Du Guesclin, le ofrece mediar para que el bretón se pase a su lado, o al menos les deje escapar del castillo. Don Pedro, que no tiene mucha elección, accede finalmente, y envía a la tienda de Bertrand un mensajero ofreciéndole, a cambio de su ayuda, la ciudad de Soria y las villas de Almazán, Atienza, Monteagudo, Deza y Serón. Bertrand escucha al mensajero, y le responde que quiere que sea el propio rey el que vaya a verlo, y le haga de viva voz esa propuesta.
Lucha entre los dos hermanastros,
con Du Guesclin al fondo
      Du Guesclin, entonces, se lo cuenta todo a Enrique, el cual, en recompensa, añade a las villas que su hermanastro le ofreciera el ducado de Molina. Y así ocurre el famoso episodio de aquella noche del 22 de marzo de 1369. Pedro I deja el castillo y acude a la tienda del bretón; pero cuando apenas han empezado a hablar, irrumpe Enrique junto con otros nobles. Se profieren insultos, y se enzarzan en una lucha cuerpo a cuerpo. El caso es que Pedro, por más habilidoso o por más corpulento, acaba por tumbar a Enrique, disponiéndose sobre él a rematar la faena. Es entonces cuando uno de los nobles presentes –no hay ninguna evidencia histórica de que fuera Du Guesclin-, interviene en la suerte de la contienda, toma a Don Pedro por un pie, y le da la vuelta, diciendo la famosa frase: “ni quito ni pongo rey, pero ayudo a mi señor”. Pedro I muere, y Enrique II logra ya, sin disputa, la corona de Castilla, inaugurando con él la nueva dinastía real de los Trastámara, que habrán de reinar durante cien años, hasta su relevo por los Habsburgo.






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