lunes, 5 de septiembre de 2011

El filete Chateaubriand, y otras disquisiciones


    Mis más fieles amigos ya andan suficientemente advertidos del gusto y afición que yo siento por las efemérides. Es verdad. Desde hace muchísimos años las anoto y recopilo con interés, con verdadero afán de coleccionista, y las ordeno luego en una base de datos, que ha devenido a ser hoy en día -véase qué curiosa, y qué modesta, mi ambición- en mi más precioso y personal patrimonio.
     Claro que no son sólo las fechas: la verdadera gracia y valor de esa base de datos, integrada al presente por 3.674 fichas, es la vinculación y referencia que cada una de ellas contiene de documentos (artículos de prensa y localizaciones en libros) que ilustran, con precisión y detalle, acerca de cada una de esas entradas. La cosa, al menos para mí, es ciertamente gorda e importante, casi vital, bien diría. Sí, porque, para que ustedes lo entiendan, si cada una de tales fichas contiene, pongamos que, de media, unas cinco referencias puntuales distintas, perfectamente localizables todas ellas casi al instante, estamos hablando de más de 18.000 accesos inmediatos de documentación. Efectivamente, es un juego precioso; un divertimento maravilloso, y una eficacísima herramienta de documentación extraordinaria, que me permite, entre otras cosas, escribir tan prolijo como suelo hacerlo, y ustedes comprueban -algunos con asombro (no por la calidad, bien lo sé, sino por la cantidad)- en el día a día de este blog.
      De común, desde que ando tan felizmente pre-jubilado, consulto cada final de mes los asuntos, historias, o personajes, que resultan, a mi atención, interesantes para hacer de ellos reseña publicable en el periodo siguiente. Me lo tomo con calma, no crean; pero en tanto que a mí, como a tantos de ustedes, me entra pronto la urgencia de la curiosidad, y a su par la desazón por concluir lo iniciado, me veo siempre, sin remedio, apurado en horas que no me alcanzan para cumplir con la fecha “de entrega” que yo mismo, libremente y sin más compromiso que el autoimpuesto, me he dado. Es un caso claro, y bien podrán decir también que estúpido, de estrés voluntaria y gratuitamente inducido. Debe ser esto rémora, creo yo, aún presente y activa, como del tabaco el hábito y su inapelable enganche, de los muchos años en los que un guión radiofónico debía, inexorablemente, llenarse y completarse para una fecha y hora tasadas, sin apelación ni dilación posible.
      Pero en camino de cura ando, porque la fecha que inspira la evocación de hoy ya ha pasado. Les cuento, y así encauzo al fin el sentido y la motivación original de esta “entrada”, y aparco ya, al tiempo, la digresión personal -larga por demás, sepan ustedes disculparla- que hoy va de prólogo: Para el 4 de septiembre tenía anotado yo el aniversario del nacimiento (en 1768) de un notabilísimo “bon vivant”, cuya biografía trascendió, además de por el principal membrete de calidad de su talento literario, por su acendrado sibaritismo como gourmet, que es, al fin, faceta que aquí más nos interesa. Era bretón de nacimiento el sujeto, y ejerció con brillantez la diplomacia y la política, con muy meritorias dotes de supervivencia, por cierto, en los años más convulsos de la Historia francesa. En lo literario también mudó mucho su estilo, pasando de un acendrado gusto por lo grandilocuente de barroca sonoridad (“El genio del Cristianismo”), a una postrer etapa en la que, con sus póstumas “Memorias de ultratumba”, se destapa como gran introductor del romanticismo en las Letras de su país. François-René era su nombre; y su título, vizconde de Chateaubriand.
      Tuvo Chateaubriand una vida para no aburrirse, secuenciada de mil peripecias, de viajes y exilios, de rebeldías y acomodos, de envidiables opulencias a precarias tesorerías, de fulgurantes ascensos a estrepitosas caídas en desgracia. En los casi 80 años de su existir, con el norte puesto siempre en la defensa a machamartillo de sus dos principios esenciales, el realismo monárquico y el cristianismo, su muy activa vida política alcanzó a cubrir el trayecto de nada menos que cinco reyes, más la exaltada etapa revolucionaria por medio: de acérrimo defensor del Antiguo Régimen con Luis XVI, combatió con saña, desde el exilio, la Revolución; aunque no dudó en colaborar estrechamente con Napoleón años más tarde, para sobrevivir después con Luis XVIII, y, tras polemizar con Carlos X, acabar por negarle su lealtad a Luis Felipe. Todo un personaje, Chateaubriand.
      Bien, y a lo nuestro, que en el fundamento de intención, así se vaya, como se va, demorando su concreción, no es otra cosa que contarles de la historia y peculiaridades de ese famoso “filete Chateaubriand”, que es pieza, ya les adelanto, tan grandilocuente y exaltada como lo fue su mentor.
      A fuer de justos, el nombre de este plato debiera ser “filete Montmireil”, porque tal es el nombre del cocinero que fue su creador; pero ocurre con éste lo mismo que con aquel otro “solomillo Wellington”, del que ya les hemos contado en una entrada anterior de este blog. Si el héroe inglés, con toda probabilidad, jamás se dignó visitar las cocinas de su mansión, otro tanto cabe pensar de nuestro vizconde francés, si bien sí sabemos y nos consta que Chateaubriand era un acendrado gourmet, en tanto que de Wellesley, sir Arthur, ni siquiera de ello hay constancia.
      El caso es que nuestro Chateaubriand gustaba con especial devoción de los buenos cortes de res, trabajados a la parrilla. Disfrutaba como un niño de ese plato, y de ese proceso, aunque siempre le ponía un pero, cual el de abominar del requemado exterior que, inevitablemente, se produce en la carne tras su paso por la parrilla. Su cocinero personal, el olvidado Montmireil, forzaba lo imposible por evitarle a su señor ese engorro, pero no había nada que hacer: si quieres parrilla, tienes torrado y seco el exterior. No hay más remedio…A menos que ¡Y ahí le surgió la idea! dispongas con dispendio y sin tasa de la carne a utilizar, y hagas lo que él hizo: cogió un grueso corte del centro del solomillo, de no menos de seis centímetros de espesor, y dispuso emparedarlo entre otros dos cortes más finos a los lados. Ató bien el conjunto, y llevó todo a la parrilla. Cuando los filetes externos están asados, casi quemados, y se ha concentrado todo su jugo empapando la pieza interior, que quedará así perfectamente sonrosada, retira del fuego, desata, y lleva a la mesa tan sólo la central, desechando las otras dos, que se han torrado. Tal es, véase qué sibaritismo, el “filete Chateaubriand”. Huelga decir que hoy por hoy, con la crisis que nos embarga, no hallarán una oferta genuina de este filete en ningún restaurante del mundo, al menos en ninguno de los que ustedes y yo frecuentamos. Buen provecho.






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