martes, 14 de diciembre de 2010

El buen gusto en la mesa


      Estamos ya, como quien dice, metidos de lleno en los fastos propios de la Navidad, que lo son, en buena medida, fastos “a mesa y mantel”, en los que, quien más y quién menos, programamos para la mesa familiar las mejores galas de que disponemos, y las mejores y más ricas viandas que nuestra economía nos permite. El “glamour” del exceso y el derroche gastronómico, tanto en productos como en la escenografía culinaria, tiene su culmen anual precisamente ahora, en la mesa navideña.
      Ocasión para comer bien, y también para poner a prueba nuestra excelencia como comensales. En todo caso, por mucha que sea la “liturgia” culinaria de nuestros días, nada es con la que fue en tiempos pretéritos, que es de lo que vamos ahora, en las siguientes líneas, cuando no sólo el servicio, sino los modos de comportamiento de los comensales, y todos los detalles anejos estaban perfectamente “reglamentados”, al menos en las grandes mesas, reales y aristocráticas (no hace al caso decir que, salvo estos privilegiados comensales, el resto del común de los mortales se las veía y deseaba para ajustar su nutrición básica a los mínimos de supervivencia, desdeñando cualquier tipo de protocolo).
      Pero en las mesas de los reyes y los príncipes sí. El banquete en ellos ocupaba un lugar privilegiado de sus vidas, y debía celebrarse y escenificarse con una compleja serie de ritos de obligado cumplimiento. Y para que no hubiera dudas, y cada quién supiera desempeñar su papel, desde los tiempos más antiguos han sido frecuentes los libros-manuales en los que se recogía la “etiqueta” obligada en cada momento histórico.
      Ya Cicerón, en la Roma clásica en su “De Officiis” había dejado clara la importancia de adquirir y practicar los buenos modales en la mesa. Tras los oscuros años medievales, la sociedad del Renacimiento recupera ese interés, y vuelven a menudear los “manuales” reguladores de los comportamientos del buen comensal. A finales del siglo XV, Juan Sulpicio Verolano compone un poema didáctico sobre el modo de comportarse. En él se recoge, por ejemplo, la inconveniencia de que los comensales “se rasquen la cabeza en la mesa”, “se suenen con los dedos”, o que “eructen”... Tampoco está nada bien que utilicen “más de tres dedos” al dar cuenta de las viandas (tengamos en cuenta que, entonces, todavía no se había inventado el tenedor).
      Alfonso X dejó muy precisamente escritas las pautas que él entendía como de más conveniencia en la mesa: “No se sonar con el pañuelo, no se echar sobre la mesa de codos, no comer hasta acabar los platos ni murmurar de los cocineros, porque muy grande infamia es notarle de goloso y acusarle de sucio”... Y continuaba: “guárdense, pues, de mascar con los carrillos, de beber con dos manos, de estar arrostrados sobre los platos, de morder el pan entero a bocados, de lamerse a menudo los dedos y de dar a los potajes grandes sorbos, porque tal manera de comer uso es de bodegones y no de mesa de señores...”
      Para quienes aspiraban a ser invitados y participar de esas mesas señoriales no faltaban los consejos... Gabriel Bocángel en “El cortesano discreto”, publicado a principios del siglo XVII, advertía sobre los peligros de la ingesta excesiva de vino, por el riesgo de que “de tal vengan a descubrirse los pensamientos y hacer hablar palabras demasiado sin prudencia y discreción”...
      De hecho, en aquellos tiempos el vino nunca se servía puro en la mesa. La mezcla adecuada era de tres partes de agua y una de vino. Además, se tenía la creencia de que el vino puro resultaba dañino para la salud, estropeaba los dientes y producía mal olor. Con todo, lo excesos etílicos era frecuentes en aquellos largos banquetes, y ya, como hoy, la gente procuraba escapar de los “pesados” en la vecindad de mesa.
      Ya el clásico Aristarco nos dejó dicha su inveterada costumbre de asegurarse siempre de la identidad de los otros comensales antes de aceptar la invitación a una banquete: “Si para navegar a la guerra me informo de quienes han de hacer conmigo el viaje –escribió Aristarco- ¿habiendo de tratar entre vinos no sabré la complexión de los compañeros?....
      En 1545, Carlos V dicta las “Etiquetas” por las que ha de regirse todo el personal de su Corte. En ellas, obviamente, se hace especial hincapié en el “servicio de mesa”, y es de notar, además de los protocolos formales que deben acompañar cada servicio, el especial interés que se muestra por propiciar el “mejor ambiente”. Así, se recoge la conveniencia de que “cuando come el príncipe, se procure un ambiente adecuado a su alrededor”: que no falte algún ejercicio de sabiduría, “para que mientras el cuerpo esté alimentándose el alma no esté hambrienta”... Por ello, se recomienda que le lean alguna lección, que haya disputas de sabios para averiguar cuestiones provechosas, o que médicos insignes declaren las propiedades de los manjares que van a tomar.
      La música también ocupa un lugar importante, y es costumbre en el Real Alcázar que trompetas y atabales anuncien la llegada de cada nuevo plato desde las cocinas.
     Otra faceta en la que se pone especial cuidado es, junto a pintanza, la amenidad de la conversación que debe acompañarla. De esas reglas esenciales del conversador dejó mucho escrito el francés Michel de Montaigne, en sus recomendaciones al perfecto cortesano: “Guardarás con toda curiosidad el decoro, en no reírte de lo que cuentes. En no echar babas, o saliva al que te escuche... y no caer en la gran parlería, la gran porfía y la gran risa”.... Para Montaigne, hay tres clases de profesionales que deben procurar moderarse en el comentario de sus profesiones. Y ellos son: los humanistas, los teólogos, y los médicos... El humanista y estudioso es mal comensal, ya que sus labores intelectuales les llevan a hablar demasiado, y haciéndolo “cometen tantas faltas que nadie se explica para qué han estudiado letras si no saben sacarles mejor provecho”. Los teólogos son también rechazables como vecinos de mesa... “porque su ciencia sagrada no admite discusión, y ellos solos ponen el punto y el pare a cualquier controversia”... Además, “suelen empeñarse en repetir el sermón que han predicado en la misa con motivo de la fiesta del día”... Con todo, peor que los humanistas o los teólogos eran los médicos. Escribe Montaigne al respecto: ... “porque en cuanto pueden, no se arredran de repetir con cuántas cámaras evacuó el ruybarbo Don Luis, con que unctiones quitó la peladilla a Don Pedro, o las almorranas a Teresa Gil... Y todo esto da asco a los que comen"...
      Y, en fin, un apunte final -por hoy- sobre los sofisticados entretenimientos cortesanos. Del amplio tratado que al respecto escribiera Lorenzo Palmireno sobre distintas propuesta para alegrar la mesa y procurar solaz a los comensales, recogemos esta broma, que él enuncia así: Secreto para que un pollo, estando vivo, parezca muerto y asado en la mesa, y otro secreto para hacerlo saltar: “Toma zumo de apio, y mézclalo con aguardiente refinado, y pondrás en remojo unas migajas de pan en esta agua mezclada con el zumo de apio, y darás de comer al pollo en ayunas estas migajas, y de allí a poco caerá el dicho pollo en tierra amortecido, y en continente, quítale todas las plumas, y úntale con miel blanca mezclada con azafrán, de suerte que esté bien colada, y puesto el pollo en un plato, encima de la mesa, parecerá asado. Y cuando quieras hacerle volver en sí, y saltar de la mesa, mójale el pico con un poco de vinagre fuerte, de modo que toque el gaznate, y súbito se levantará y se irá de la mesa”.







2 comentarios:

  1. Interesante como todos tus articulos ,siempre aprendo algo nuevo .Gracias .

    ResponderEliminar
  2. Sr. Méndez

    Es interesante todo cuanto comenta, pero al leer su artículo un aspecto llamó mi atención y quise profundizar en el comentario acerca de M. de Montaigne y los tres personajes que, según él, deben moderar sus comentarios. Mi pregunta es en qué Ensayo o en qué texto Montaigne lo refiere. Realmente me interesa al dato para completar la información que usted nos ofrece. Espero su respuesta.

    ResponderEliminar