sábado, 29 de septiembre de 2012

Higos...por San Miguel


      El santoral del 29 de septiembre dedica su advocación al Arcángel San Miguel. Y nosotros, en esta parcela culinaria y en atención a tal fecha, tan concurrente, evocando al sabio refranero: Por San Miguel, los higos se hacen miel”… dedicaremos este comentario de hoy a ese dulcísimo fruto, “alimento de atletas y de filósofos”, como lo catalogó Platón, que en estos días del arranque otoñal, y hasta, cuando menos, la primera quincena de noviembre, está en su plena sazón.

      Que Platón se ocupara de la higuera no tiene nada de extraño, ya que en aquellos tiempos de la Grecia clásica, y desde muchísimo antes, los higos representaban un capítulo principalísimo en la dieta cotidiana; tanto los higos frescos, como –incluso más- los higos secos, de los que se hacía provisión para todo el año. Recordemos que, probablemente, la higuera es el árbol bíblico por excelencia.

      Para los griegos, la importancia del higo llegó a tal, que a ellos solos y en exclusividad estaban dedicados una casta de sacerdotes, los sicofantes, cuya función era la de anunciar de modo oficial el tiempo de la plena maduración de los higos y, consecuentemente, el plazo a partir del cual podía iniciarse su recolección. Estos sacerdotes, cuya denominación viene de la unión de la palabra sykon, que significa “higo” en griego, con phantes, que podríamos traducir por “el que muestra”, tenían como misión, además de la ya dicha de anunciar el tiempo-sazón para la recogida, la de policía de persecución del contrabando de higos; lo cual demuestra, por demás, a cuánto llegaba entonces el aprecio por esta fruta.  Con el tiempo, y por esta circunstancia de oficio, el nombre de sicofantes le fue aplicado también a todos los delatores, a los que hacían denuncia. Y con tal sentido ha llegado hoy a nuestro idioma, en la acepción actual de “sicofante”, como término para designar a delatores, impostores y chantajistas.

      Pero vayamos al higo, y a la higuera, un árbol probablemente originario de esa zona del Mediterráneo oriental, cuyo devenir histórico es tan antiguo como nuestra propia civilización. En la actualidad son más de setecientas las variedades diferentes de higueras que están catalogadas; pero, en general, se clasifican en dos grupos, según den una o dos clases de frutos al año. Las más extendidas y apreciadas entre nosotros son las conocidas como bíferas, o brevales, que dan un primer fruto en junio, las famosas “brevas”, y otro nuevo ahora, al final del verano, exquisitamente dulce, bien sean higos de color verdoso y carne jugosa y sabrosa, o bien frutos, también riquísimos, de color violáceo.   Tanto en unos como en otros, lo importante es que la recogida del árbol se produzca en su momento justo de maduración, lo cual se corresponde con ése en el que los higos, como dice la tradición, presentan cuello de ahorcado (es decir, cuando la parte del pedúnculo superior se ofrece a la vista seca y encogida), ropa de pobre (léase la piel del fruto ligeramente abierta y estriada) y lágrima de viuda (una gota de almíbar asomando por su base).

      Por cierto que no dejaremos de apuntar otra nota bien curiosa de la etimología de esta palabra “higo”, cual es su directa vinculación con el término “hígado”. Y es que, sí señor, “hígado”, aunque en apariencia no tenga nada que ver, deriva de “higo”. La razón es curiosísima. Presten atención: en latín, hígado, -el hígado de todos los animales, también el nuestro, la víscera-, se llamaba “jecur”; bien se ve, nada que ver con “higo”, la fruta, que era “ficus”. Y entonces, ¿qué ocurrió? Pues que los romanos, ya por aquellos lejanos tiempos, conocían y dominaban la técnica de elaboración del foie-gras a partir de la hipertrofia forzada del hígado de las ocas. Aquella ocas romanas se cebaban especialmente con higos, de ahí que su hígado hipertrofiado fuera conocido entonces como “jecur ficatum”. Y resultó que, al fin, el adjetivo acabó por imponerse al nombre. “jecur” pasó al olvido, y en nuestra lengua romance prevaleció la raíz ficatum para designar a la víscera. De ficatum, que vendría a significar, pues, algo así como “de higo”, deriva nuestra palabra “hígado”, en castellano, o, incluso más claro, el “fígado”, gallego. Buen provecho.









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