jueves, 19 de abril de 2012

Fresas y fresones


      De fresas y fresones, en efecto, les contaremos hoy. Y tal vez convenga empezar por ahí, por esa perogrullesca cuestión de recordar que no son lo mismo: la fresa es la fresa... y el fresón, otra cosa. De la familia sí, incluso en primer grado, pero cada uno lo suyo. Es decir, se trata de dos especies diferentes, aunque del mismo género botánico.
      La aclaración no es baladí, porque aunque durante siglos, y hasta época bien reciente no había entre el público consumidor duda alguna al respecto, hoy por hoy, y desde hace ya algún tiempo, al menos en lo que atañe a nuestro mercado hispano, sí la hay, duda y confusión interesada, desde el punto de la proliferación monopolística de los fresones en los mercados, merced a su extraordinaria feracidad y a su producción masiva en invernaderos, especialmente en nuestro sur peninsular. De hecho, quienes tengan buena edad y buena memoria recordarán que la “estacionalidad” clásica de la fresa era el verano; que en aquellos tiempos sin plástico, cuando en la maduración de los frutos no intervenía otra cosa que el simple y natural devenir de las estaciones, la fresa comparecía siempre unas semanas después de que lo hicieran las cerezas, cuyo calendario apuntaba, entonces, recuerdan, a las últimas semanas de mayo, o las primeras de junio.
      Pero todo eso es historia, como lo empieza a ser el tiempo en el que el consumidor no tenía ninguna duda a la hora de distinguir entre fresas, y fresones. Nada que ver con lo que hoy se percibe y entiende. Que va usted a la frutería, a cualquiera, y ve cómo, sin rubor alguno, se ofrecen a la venta, y se etiquetan, los “fresones” bajo el genérico nombre de “fresas”. Y eso, me parece a mí, ya no tiene vuelta posible, porque con nuestra complicidad y consentimiento -anótese que ha sido así- el equívoco ha terminado por generalizarse. Llega usted a un restaurante, y lee en la carta “fresas con nata”, por ejemplo, y lo que le dan, y lo que recibe, con toda naturalidad, son “fresones”. En fin, guerra perdida.
Amédée-François Frézier
      El origen histórico de la confusión se remonta al siglo XVIII, cuando un artillero francés, llamado Frézier, en 1713 se trajo de Chile el primer antepasado de los actuales fresones; que entonces no eran tal, sino una variedad novedosa de fresa americana. Los sucesivos cruces e injertos a los que esta variedad era propicia, fueron progresivamente agrandando el fruto hasta alcanzar el porte del actual fresón, del que, por cierto, se conocen hoy más de trescientas variedades.
      La otra fresa, la de todos los siglos atrás antes de la americana aportación de Frézier, era genuinamente europea, a tal punto que se especula con que su origen primigenio fueron los Alpes. Apreciada desde antiguo, siempre fue consumida silvestre, y a nadie se le ocurrió ensayar su cultivo hasta mediado el siglo XIV. Fueron aquellas pequeñas y aromáticas fresas silvestres, todo fragancia, las que cantó Virgilio en sus “Bucólicas”, las que sirvieron de excusa a los licenciosos patricios romanos para aventurarse en el bosque en su busca, y hallar solaz de amor con las muy propicias vestales romanas.¡Ay, el amor...qué primaveral delicia! Ya por entonces, por cierto, era conocida y apreciada la buena combinación de aderezo que hacen las fresas y la leche.
      Como decíamos, hasta el siglo XIV –insólito retraso- no se produjo el salto a su cultivo en jardín. Seguían consumiéndose preferentemente con leche, y, por supuesto, también con nata. Eso, lo de la nata, en lo que hace a las damas, porque para los hombres, la combinación que se entendía más adecuada era su mezcla con vino; eso sí, con vinos dulces o moscateles.
      Salto importante en la ampliación del recetario fue su combinación –también soberbia- con zumo de naranja y azúcar. Realmente, este paso de mezclar las dos frutas, fresas y naranjas, debió de ocurrírsele a mucha gente, y lo más razonable es pensar que la paternidad de esa primera idea, tan natural y lógica, hubiera quedado en el anonimato. Pero, ya se sabe que nuestros vecinos franceses no dejan puntada sin hilo en esto de las genialidades gastronómicas, y así nos han contado y afirman que fue un francés, cómo no, el inventor de la mezcla. El personaje en cuestión para quien se reclama el mérito es el marqués de Laplace, el más acomodaticio entre los muy acomodaticios personajes políticos que adornaron La France en la revolucionaria transición del XVIII al XIX.
Pierre Simon Laplace
      El tal Laplace (político maleable donde los haya, pero también reputadísimo astrónomo, físico y matemático) había nacido en el seno de una humilde familia campesina. Napoleón lo hizo conde imperial, y también ministro del Interior. Sobrevivió muy bien al Imperio, al punto de que Luis XVIII lo hizo marqués. Pero por encima de todo era un “bon vivant”, y en esto de las fresas con zumo de naranja, además un jeta: porque se empeñó en decir que la fórmula no era realmente suya sino que a él había llegado a través del milagroso descubrimiento de un supuesto pergamino rescatado, nada menos, que de la Biblioteca de Alejandría. Véase, pues, según Laplace, el erudito y arcaico origen de las fresas con naranja.
      En todo caso, la aportación más brillante y definitiva, nos parece, es la que sugirió y dejó escrita el llorado maestro Néstor Luján. En su elegante despego y modestia, el catalán, sin reivindicar ninguna “paternidad” nos aconsejaba lo siguiente: “Yo particularmente las tomo con champagne seco, en una copa alta; la lleno de champagne bien frío y deposito diez o doce fresas. Al cabo de unos instantes el bouquet del champagne y el perfume de las fresas son de una delicadeza indescriptible; luego, con una cucharilla se van tomando las fresas y se bebe el champagne a pequeños sorbos”...   Suprema fórmula; eso sí, infinitamente mejor con fresas pequeñas, y aún mejor silvestres, que con gigantescos fresones. En todo caso, como lo que hay es lo que hay, y muchas veces el bolsillo no está para dispendios “salvajes”, bueno será también que, para terminar, aportemos algunos oportunos consejos a la hora de decidir la compra de esos fresones, por otra parte, casi siempre tan atractivos en la suculencia de su imagen.
      Pero, claro, recuerden que la imagen no es sabor, y que, como les contábamos al principio, son más de trescientas las variedades que hoy existen de fresones, y más de una decena las que nos llegan al mercado espléndidamente presentadas en su apariencia. La mejor manera de escogerlos es, sin duda, que los probemos allí mismo en el puesto; pero esto, claro, no siempre es posible. Así que hay que elegir por la apariencia, a golpe de vista. La premisa básica a tener en cuenta es que el tamaño del fruto no tiene ninguna incidencia en su sabor. El sabor depende tan solo de la variedad. De hecho, existen fresones gigantes, con un aspecto muy apetitoso, cuyo único uso debiera ser componer bodegones para pintores, ya que carecen casi totalmente de sabor.
      La intensidad del color del fruto tampoco tiene nada que ver con su sabor, ya que existen ciertas variedades muy pálidas que son muy sabrosas. Para nuestra elección, la observación más interesante ha de ser la de la extremidad del fruto: si ese vértice es verde, o blanco, denuncia que ha sido recolectado antes de su maduración (costumbre frecuente para facilitar el almacenamiento), lo que, por desgracia, tiene la contrapartida de dejar al fruto sin gran parte de su sabor.
      Otra recomendación muy a tener en cuenta es su manipulado ya en nuestra casa. Los fresones hay que lavarlos, claro está, entre otras razones porque la planta suele arrastrar los frutos por el suelo, y éstos con frecuencia nos llegan impregnados de una buena cantidad de tierra. Pero ese lavado imprescindible debe hacerse con infinito cuidado, nunca dejándolos cubiertos en un cacharro con agua, como muchos hacen, ya que el fruto se hinchará de líquido y perderá todavía más su sabor.
      Por lo mismo, y aún peor, esa inmersión en agua no debe hacerse jamás con el fruto troceado. Lo suyo, y lo que debe hacerse, es lavar cada fresón individualmente bajo el chorro suave del grifo; y hacer esta operación antes incluso de quitarle al fruto el rabillo. Y a la mesa luego, casi inmediatamente, procurando evitar que pase por un almacenamiento, así sea corto, en la nevera.
      Aunque sea con fresones, hagamos honor a los clásicos y soñemos que son salvajes y silvestres; para un consumo al vuelo, ya han visto que, mejor que nada, con champagne...y a ser posible, en alocada carrera primaveral en pos de alguna doncella que consienta en nosotros para dejar de serlo. Buen provecho.














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