domingo, 8 de julio de 2012

El yogur, y el caso Metchnikov


      Pocos alimentos habrá que gocen de tanto crédito “saludable” como el yogur. Este derivado lácteo, que en el último medio siglo ha logrado ocupar plaza de obligada presencia en todas las cestas de la compra, cuando menos en todas las del mundo occidental, tiene una historia larga. Y un hito memorable y determinante, en el arranque del siglo XX, que le dio proyección y benéfica fama definitiva, que no ha dejado de incrementarse hasta nuestros días. Y más y mejor desde que la publicidad televisiva vino a servirle de soporte ideal, completando y universalizando el empeño de difusión que le faltaba.
      El origen del yogur, por tan antiguo, está trufado de múltiples leyendas. La más clásica, si la damos por buena, sitúa el solar primigenio de su alumbramiento en el área balcánica, cuando los primitivos nómadas búlgaros, tras la migración que les trajo desde Asia Central, fijaron asentamiento definitivo en las tierras que hoy ocupan. Ello habría ocurrido en la segunda mitad del siglo VII. Con toda probabilidad, los búlgaros, que hoy son todavía grandes consumidores de yogur, trajeron como seña esencial de su dieta alimenticia el yogur en sus alforjas; pero no fueron los primeros, ya que cinco siglos antes, el respetable Galeno, médico y emblemático referente de la Grecia clásica, ya había ponderado las cualidades “purificadoras” del yogur, particularmente recomendable para aliviar estómagos “biliosos y ardorosos”. Y mucho antes que Galeno, hay constancia de que los faraones egipcios gustaban del yogur en sus banquetes; y hasta se cuenta que la coqueta Cleopatra recurría al yogur para confeccionar con él una imperial mascarilla para embellecer su finísimo cutis.
      Así pues, la fecha de la invención del yogur no puede, ni mucho menos, precisarse. Seguramente ocurrió, como tantas cosas, por accidente casual, cuando alguno de aquellos nómadas quiso conservar la leche para el viaje, almacenando el excedente del ordeño diario en un odre elaborado con el propio estómago del animal recién sacrificado, y las especiales bacterias que allí pululaban hicieron el milagro de cuajar y agriar esa leche, dando lugar al primitivo yogur. Que lo fue, tal vez, depende de dónde el fenómeno ocurriera, de leche de vaca, como más nos gusta a los españoles, o de oveja, como prefieren turcos y balcánicos, o quién sabe si de cabra, de búfala, o hasta de yegua, que es la que utilizan con preferencia en el Cáucaso y Asia Central. En el Tibet recurren a la del yak. Y según los jeroglíficos, el yogur de los faraones era de leche de antílope, o de gacela.
Ilya Metchnikov
      Pero todo esto es prehistoria. La historia del gran boom-descubrimiento occidental tiene como hito principal un nombre, el del biólogo ruso, colaborador de Pasteur en Paris, Ilya Metchnikov, a quien la Academia sueca premió con el Nobel en 1908. Unos años antes, Metchinikov se dedicó con gran afán al estudio de la longevidad humana, fijando atención, precisamente, en el caso de Bulgaria donde, a pesar de la pobreza endémica, su población contaba con porcentajes ciertamente sorprendentes de centenarios. Metchnikov concluyó que la causa era el yogur, y sus estudios dieron la vuelta al mundo. Él mismo se volvió un fanático de la leche agria. Consumía yogures todo el día y a todas horas, convencido de que, según su teoría, una dieta abundante en yogur llevaría al hombre a alcanzar el siglo y medio de vida. Durante veinte años, el ruso no hizo otra cosa que comer yogures de manera obsesiva, pero el resultado fue desalentador: acabó sus días en Paris, en 1916, apenas cumplidos los 71 años, ¡menos de la mitad de lo previsto! En todo caso, que a Metchnikov le fallara no tiene por qué invalidar su tesis, digo yo. Buen provecho









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